Para Carolina Vilches quien las inmortalizó.
semioscuro ,semidiós, hundido como canal o zanja
y que muchas veces bajo la lluvia crucé
en puntas bajo los aleros y el polvo de sus ventanas
justo debajo del Santa Clara Libre
uno de los rascacielos más antiguos de la ciudad.
No vengo de Troya pero me siento escudo y guerrero
dispuesto a sentarme en la glorieta a esperar
que los pájaros y la música me anuncien
como lo hace desde siglos la Loma del Capiro
con los techos rojizos , los puentes, las catedrales
y el majestuoso teatro de la caridad.
Marta Abreu y el niño de la bota se eternizan
caritativos sin ausencia de todos mis rasguños
y es un batir de alas cuando asoman los vitrales
desde un salón visto con las puertas abiertas
del museo de Arte Decorativa y al fondo el pozo
donde bebí mi desvelo como un centinela más.
Luego uno mira los charcos que reflejan
calles enteras y líneas de la electricidad
tejidas en el bajo techo de la intemperie
abiertas a las visitas, los vecinos, los extraños
los duendes y las penas de un reino umbroso
que no detiene la sombra como duda
que no descorre atardeceres cuando se incendian
y mañanas que ninguna neblina puede perturbar.
En este pueblo nadie echa su alma en un aljibe
ni rescata del azar y el lente
tres cuerpos de espaldas a mi nostalgia,
pero sentados y contemplativos ante las luces y los colores
en el mismo centro como arteria que pulsa los relojes
con la sabiduría cercana de la biblioteca.
Otras fotos son andamios que reconstruyen tantos hechizos
tantas lunas caídas , pleitos, versos
y todas las noches de vendedor de cenicientas
donde estuve, como un predicador en su podio.
Al final la Iglesia del Carmen que aún me descubre
coronado por esta ciudad, rey con su lujo de espinas
y un pergamino tan fundacional como aquel rostro de joven
asustado, guajiro que sin saberlo miraba los altos muros, las estatuas
aviso de estos rascacielos que todavía no me sirven
para asomarme al horizonte sobre los techos rojizos de tejas
donde único no han roto las ruinas de mi aventura
y la magia intocable que precede y salva
la poesía siempre de sus calles de piedra.
La arcilla está hecha de incontables misiones
y del veneno de esponjosos murciélagos
sin ojos para viajar a Estambul o Egipto,
por un tren hacia Vladivostok
o vibrar con una polaca en un hospital de muertos,
y como el tío Esteban sin ver,
por la embolia de ocho marinos,
y abrigarse en la cabeza de una derrota
y luego mirar como cae la lluvia en los ojos de los muertos.
Nos hemos perdido en los años duros
sin domesticar a lo bola de cebo los pezones
o como el tío Esteban, la afición por los riñones flotantes.
La vida y yo nunca hemos entrado a ver el sombrero de New York,
aunque crecimos en la mugre de las lenguas;
en familias con pie de madriguera y ojos de escarcha
—sin pabellones, viajes marinos, sin Estefanía—.
La soledad perdura en los incontables hipódromos,
aquellos que la convalecencia nos hace contra el oprobio,
en el tragaluz del ciego, el loco, el ceramista,
el oftalmólogo que sueña encontrar a Paracelso.
La soledad hace el amor desesperada
en los arbustos, los parques, los epigramas;
convalecencias del opio que no lucen
ni las modas ni los acuarios,
—ni prisioneros como el tío Esteban en los gloriosos Cárpatos—.
La soledad, esta Siberia mía, no tan lejos si uno ha muerto,
tan inhóspita con sus vendavales y disputas,
donde a uno le sobran años para llorar por una polaca
y a otros por un hueso que cuelga de los panteones,
los panteones de los que eligieron tras la verja.
Tío Esteban, ni los muertos imaginamos cómo es la ausencia o cómo se funda. Si algún pecado de los que Judas me ha dicho me acerca a ti, tan dócil con las enfermedades del alma y tan absurdo por hablar en la mesa de familia, las cotidianas heridas (que a Estefanía, como a los nombrados regionarios públicos, le daba nauseas). Si por algún pecado estoy contigo en las cercanías de Vladivostok, Hong Kong o San Francisco, lavando las usureras almas que hoy convive en mi coche, en mi hospital de espirilos y emblemas, en el retrato que separo por dignidad de Jesucristo; en mi muelle de provinciano que embargo las vísceras y los diarios, con el miedo de no encontrar a Estefanía en las pocas viudas que me he podido templar. Si me encontrara contigo en los muros,en los trenes antiguos que de noche, a su paso por mi casa, escapan con los muertos a Escocia, a otra ciudad que desconozca los hospitales de Edimburgo y donde se pueda escuchar Jazz o danzón, con viudas que tienen el alma de Estefanía y como tú lo hiciste, comer con ellas macarela al vino blanco en Borbon Street. Si lo encontrara, jamás pasaría de largo sin reconocer en la calle, las huellas que le dejó la polaca; porque esta vez no sería en la New Orleáns de aquella época (llena de gente rara y sucesos extraños), será aquí en la arcilla de los regionarios, quizás, sin coñac y con el vaivén de los coches, quizás con muy pocos animales jugando a la salvación o la gloria, fuera del Arca.
No somos los viajeros del coche,
aunque a veces nos olvidamos de las prostitutas con moral
y la soledad nos cae de sus títulos,
nos amordazan la estampida en los sueños del sábado,
cuando apenas echamos la estocada,
y en otra época no tan de oro como la del tío Esteban.
Detrás viene el cochero dándonos con el látigo,
atascados en la nieve que no hemos padecido aún.
No somos el viajero del coche ni el sentido del humor
y nuestra gratitud se ha hundido
como se hunden los barcos y las carrozas sin pólvora
y en los nombres de Altagracia, confiada en los jardineros,
¿a quemado usted las hojas secas?
No somos los califas que se ahogaban en aljibes
pero sí la enunciación de un salmo que trasiega
por los cementerios ocultos.
No somos el viejo y el mar
aunque todos estuvimos con él,
en los océanos de su excelente fantasma
y guardaríamos como el tío Esteban,
sus ropas por aquel olor a prismáticos,
puestos al revés en miniatura,
contemplando la ceremonia tan lejos todavía.
No todos podemos ser el tío Esteban
ni viajar a Vladivostok, y saludar desde un tren,
ni guardarnos un fusil rexer,
ni abrir la puerta del ropero para que salgamos
los colgados de esta luz que escuchan el danzón
en la retreta del domingo
y que el danzón y la banda —como esas cartas de emigrantes—
glorifiquen las fabulas del dolido,
el menesteroso que aparenta su vocación de héroe que salva;
así mismo de las aves del cielo de siete en siete,
macho y hembra
para conservar simiente sobre la faz de la tierra.
Palinuro y yo necesitamos un viaje a la capital
y cuando la ciudad solo sea una sombra a las espaldas,
encontrarnos con aquel hombre de Cirene,
llamado Simón,
lo tomaremos por fuerza para que cargué él la cruz.
Noe, le he puesto los clavos en las palmas de sus manos.
A veces pienso que soy
la mitad de todos los pecadores que más odio.
Porque a esta hora debo ser el más bobo del pueblo
A Carlos A.
a Ramón Silverio.
y la ruindad de esos reyes en cutara
que gobiernan la vida nocturna
y tienen rostros de la próxima vejez,
y una estación de trenes que aun como la caridad
se ampara en Marta Abreu.
Allí ha vuelto sin ruido de corsario
el amigo más preciado que una tela hecha a manos
por nuestras costureras de provincia;
vio el color del asfalto en círculos de antiguos conocidos
prometedores y audaces transeúntes que embadurnan
su cíclico de poemas, tarot y viernes de la buena suerte;
hasta un negro poeta solariego —cumplió de guardián—
en las noches donde ángeles y trasnochados
atraviesan los establos de piedra de esa ciudad
y los peligros son apuestas como en New York,
o esos concursos rápidos de la inocencia
hicieran del semen blanco de nuestro padre
la nieve que todos sueñan sobre sus techos de paja.
Allí volvió en sus palabras mi recuerdo,
el disfraz de torpe que todos me colgaron,
las noches de vendedor de zapatos
y otros cuentos de campesino buscador de cenicientas.
En noches como esa yo me acuerdo —dice el bolero—,
y mi amigo me recorrió por la ciudad con su coches de caballo
y ambos vimos juntos la luna sobre el brocal del pozo
en una calle del Chamberí,
y Ramón Silverio dormido nos dijo:
«en esta ciudad todos los caminos conducen al Mejunje».
sin saber que el Mejunje es también el refugio,
el sitio que la ciudad tiene
para que nuestros muchachos no se vayan a París.
Estamos lejos, tal vez sobre puentes en la calle Estrada Palma,
extraviados debajo de ventanas con barrotes
donde la luna es un pozo;
y sin lavarnos las manos o el polvo de esa luz
beber las historias de unos pocos inquilinos.
Mucha gente aún en la miseria
tiene su sitio claro en el corazón
y ninguno recuerda nuestros versos
pero están vivos y eso los perdona.
Hasta la nieve es cierta
y cae sobre los huesos del Che;
vendrá a calendar los de Tamara,
quizás por el reencuentro.
Los pájaros del parque
y las señoras con sus medias panthy
también son ciertas;
los coches de caballos y la ruina de los edificios,
el orine y el olor a pizzas,
como un conjunto de flores salvajes
y de prófugos y de lirios y shopings
y vaya usted a saber de qué divinas comedias
están hechas sus calles de piedra
y del ángel de su benefactora Martha Abreu,
en las noches donde el fluido
tiene el color oscuro de la vida.
De modo que no es ni Santa ni clara
ni todos los poetas ven caer la nieve
sobre sus techos de paja.
Esta ciudad es del centro y al centro
de toda invasión hacia uno mismo,
es una rosa sin columnas
y algunas arquitecturas de bellas épocas
y es una rosa como la madriguera.
Si la tocas se duerme por aquello
de se lo lleva la corriente.
Santa Clara,
con su cárcel de Guamajal,
con esos tipos favorecidos
para hacer de muleros entre un lado y otro
de los puentes;
es más que una ciudad, una misericordia.
El semen fundado que le di
—lo confieso—,
tiene en mis cosas una huella,
la travesía de un buque insignia cargado de arroz
sin mar y sin marineros,
pero con muchas anclas y velas.
Es esta ciudad donde Ramón Silverio
tiene un sitio del mundo
para hacer que nadie se vaya a París.
Por las vidas bohemias
los cisnes salvajes o mejor los patos.
Es una tasa de café, una frase de feeling
en el silencio de dos bocas.
Es más que una perdición el nacer para la ruina
y de la ruina esa ciudad que flota
como San Jorge o Cinco Puertos.
Cielos,
somos muchos los condenados aquí abajo
y de los carteles escritos con tiza
y de los nombramientos entre Mogan y el Capiro;
y de la loma del Capiro que ve caer la nieve
tan insólita y nuestra;
y la de los ayunantes
por tirar en fechas patrias
flores más violentas que la oscuridad de sus ríos.
Es esta ciudad la novia de los homosexuales,
la hirsuta, la desvergonzada,
la de la tierra fértil para abonar la poesía,
La de los tríos en serie,
la de Arístides en el riesgo de la sabiduría
la de Bertha Caluff en tiranías del mito,
skating ,
Edelmis, desertor del cielo
y la cólera de Aquiles
y el diario del ángel de Pedro Llanes
y las revelaciones del silencio
y el sitio de la soledad de Alexis,
las vidas miserables de Coira,
y el vestido de novia de Norge;
la ciudad más cara de una provincia,
la que abre las piernas a los pocos extranjeros,
la que vive a las afueras del mundo
y cierra las piernas como Diana ante los fotógrafos.
La de la casa del té en su rincón literario
y el Museo de Artes Decorativas;
la ciudad donde un amigo es tan feo
como ese barco de papel que todos se inventan
para jugar al exilio.
Es esta ciudad del campo,
la única novia que ha visto conmigo
desde el brocal de un pozo,
la luna de las calles Tristá
y Maceo,
el filo de la navaja del Chamberí,
el color rosa en el trasero de esa perrita
que hace templar a los perros
con la misma altivez con la que en Europa
llevan a las negras ante el altar de la iglesia
y las hacen jurar fidelidad en los orgasmos.
Es, en esta ciudad donde soy un condenado,
libre de toda sospecha,
amado hasta por los enemigos.