Una novela maldita: El Callejón de las ratas1
por Geovannis Manso Sendán
Presentación de El Callejón de las ratas
en la Feria Internacional del Libro de La Habana,
en la sala José Lezama Lima de San Carlos de La Cabaña.
Si usted, definitivamente, es de los que cree en esa falacia vital definida como literatura, sin dudas se estremecería al verse en el parque Lezama, en Buenos Aires, cerca de la estatua de Ceres, donde Martín —por vez primera— confunde a Alejandra con su propio mundo;2 se estremecería igual en alguna esquina de la calle Trocadero, en el mismo corazón de La Habana Vieja, pues sabe que en cualquier momento José Cemí se encontrará con Fronesis3 y pasarán a su lado, así como si nada, sin que ninguno de ellos comprenda la vastedad de mundos que nos han donado.
Hoy, entonces, al recorrer las páginas de
El Callejón de las ratas, de Jorge Ángel Hernández, confío en que ustedes, como yo mismo, sus lectores, sabrán sentir el estremecimiento, de habitar el espacio que protagonizan los personajes que conforman el corpus total de esta novela. Estremecimiento que nos entrampa al prefigurarnos en el centro mismo del fuego que cien años atrás nos negara acceder a cierta memoria histórica, memoria que, desde ángulos diversos, obsede a su autor en buena parte de obra. Historia que transcurre desde la constante bifurcación, quizás uno de sus rasgos más peculiares y preclaros. En
El callejón de las ratas, Jorge Ángel Hernández nos niega toda posibilidad de acceder a lecturas lineales y, con ello, en incesante juego, convierte al lector en actor, en autor, en ser pensante, en “lector macho”, como lo definiera Julio Cortázar. Nos obliga a hilvanar una historia desde el ejercicio provocador a que invita su fragmentado discurso —no desde la pasividad constante—, y esta fragmentación se unifica siempre en su lenguaje, en los giros gramaticales —barrocos, preciosistas, coloquiales— que terminan por absorber una trama coral donde confluyen multiplicidad de tiempos y espacios —si el plural no fuera en contra de esos preceptos tan caros a Jorge Luis Borges, siempre negador de sus pluralidades. Si lo deseamos, El callejón de las ratas se convierte en múltiples novelas, múltiples historias, múltiples mundos insondables y fantasmales. Así estas novelas recorren un camino de amores esquilmados, pasiones, desencuentros, esperanzas, orgías, violaciones, muertes y resurrecciones. Recorren —en dosis equilibradas, signadas por su vocación preciosista— un cúmulo de sentimientos humanos, de obsesiones torrenciales que se bifurcan, se entrecruzan, bien desde la magnificencia popular que representa La Parranda, bien desde los inciensos, cantos litúrgicos, oraciones y festejos del día de Candelaria que presiden a La Patrona del pueblo; bien desde las torturas y humillaciones que enfrenta un hombre, o bien desde esas postales, simbólicamente cursis y sinceras, que el tímido escritor, personaje de una de las historias contadas en el mosaico total del texto, entrega a esa mujer de rasgos apagados por la abulia. Novela de resonancias trágicas —como bien lo define Jorge Ángel Hernández en la “Posible guía al lector” [pp. 7 – 8] que encabeza el texto: “el sentido de la trama” es sostenido por los “fáusticos entrecruzamientos” de sus historias. En ella nos convence, afiliándose a plenitud a aquella sentencia de Octavio Paz, de que “por esto, todo amor, incluso el más feliz, es trágico. Porque el amor humano es la unión de dos seres sujetos al tiempo y a sus accidentes: el cambio, las pasiones, la enfermedad y la muerte.” El callejón de las ratas entreabre un vasto jardín de senderos que se bifurcan, que se alimentan entre sí en la desesperación de un fatum que antecede y define a sus personajes, tal y como sucede en el mito constantemente invocado, y que surca la novela con su espíritu vivificador, pues Fausto, entregado a Mefistófeles, no podrá escapar de él, es decir, del Infierno. Si una de las funciones de la literatura es la representación de las pasiones, aquí el novelista ha cumplido con creces su objetivo. El callejón de las ratas representa —en su sentido más universal— un entramado de pasiones que se redimensionan, más allá de la propia pasión del personaje mismo. También subyace en todo el corpus de la historia narrada la pasión por la escritura, y el riesgo apasionante que significa hurgar en el pasado. Así, los personajes con el propio autor se convierten en cronistas locales que van atesorando cada una de esas minucias con la esperanza de que un día no lo sean; regresando por la historia del pueblo, hacia el tiempo que todo lo soporta [pp. 61 – 82]. Y el día ha llegado. Con la publicación de El callejón de las ratas por la Editorial Capiro, esas “posibles minucias” transgreden toda localidad para inscribirse, con signos perturbadores y fecundos, en las esencias que conforman lo cubano. El pueblo muta y se adhiere a las cosmovisiones que definen esta novela. La Aldea deja de serlo para convertirse en esa polis que para los griegos reflejaba el centro mismo de todas las irradiaciones. No invito a los lectores a leerla. Leerla es sólo el primer escalón, esencial y primario. Los invito a pensarla, a vivirla con la intensidad que gravita en sus páginas. Sólo así llegarán a comprenderla a cabalidad, a sentirla en todas sus bifurcaciones posibles. Cuando accedan a la imponente, inevitable explosión de sus finales, las palabras que la conforman —como vidrios— se incrustarán en sus ojos. Para entonces, habrán develado una parte de los misterios, una parte de su vía crucis esencial y fecundante. El fuego, que todo lo consume, se avivará; y habrá usted de volver a un nuevo sendero —quizás inexplorado— en la lectura iniciática. Sí, es una novela maldita. Pero bendita maldición la suya, que nos conmina a vivir su aventura, inevitable, trágica y humana…
1. El Callejón de las ratas: Jorge Ángel Hernández. Editorial Capiro, Colección Ulán, Santa Clara, Cuba, 2004. 2. V. Sobre Héroes y tumbas, de Ernesto Sábato. 3. V. Paradiso, de José Lezama Lima.
***********************fin de la presentación*****************
Fragmento de El callejón de las ratas:
El callejón de las ratas donde los muertos perdieron su osamenta.
Ovidio.
Metamorfosis
UNO: TIZA ROJA EN LA PIZARRA
El Proyecto
FAUSTO: Te voy a enseñar. Ven.
(Se incorpora, completamente desnudo. Tiende una mano a Helena
para ayudarla a levantarse. En el piso, paralela al estante que divide la
cátedra de Inglés y de Español, casi de pared a pared, descansa la
colchoneta donde han hecho el amor. El sudor de sus cuerpos se ha
extinguido y el fresco ligero de la noche les recuerda que afuera el viento se
pega a los cristales y repta, formando sombras casi imperceptibles. Ella
recoge la sábana y se envuelve, en un gesto raudo, continuado, uniforme.
Él está emocionado. Su afán de relatar le impide pensar en que pudiera
tirarse una chaqueta por los hombros. Hacen mutis, aunque en verdad
significa que deben permanecer sobre la cama, ante la cuarta pared que no
descubren.
Abre la pue ta que da al aula, y la conduce a través de los pupitres. Ella
alisa la sábana por detrás de sus nalgas y se sienta encima de una mesa,
justo de frente a la pizarra. Sus piernas forman un ángulo sumamente
agudo en las rodillas, sus pies descalzos se apoyan en la tabla arañada por
cuchillas y creyones de alumnos aburridos Él puede ver entre la sábana
blanca sus pechos y entre las columnas abiertas de sus piernas la línea fina
de vellos que va desde el ombligo al pubis. Como en los cuadros
obedientemente retocados por El Braguettone la tela cubre el lugar de la
vulva, seguramente húmeda, enrojecida y abierta. Con tiza roja, él va
trazando nombres, flechas, curiosas llavecitas sobre el verde gastado en la
pizarra.)
FAUSTO: Este es el esquema. Ahora te explico.
(Fausto es un hombre que marcha muy bien hacia la madurez: conserva
una joven apariencia. Le gusta explicar. Mientras señala los nombres,
remarca los subtítulos y sigue el curso de las flechas, su elocuencia se
extiende, multiplicando direcciones y vivaques. Sus manos son pequeñas,
inquietas, y sus brazos estrechos y sin músculos. Los vellos del pecho no
son en realidad abundantes, menos aún los que bajan desde allí al ombligo
y del ombligo a la pelvis. El sexo, fláccido, se mece libremente entre sus
muslos mucho más resistentes y musculosos que sus brazos. En las piernas,
que van de un sitio a otro, tampoco el vello es abundante pero sí se
detectan huellas de sistemáticas jornadas de ejercicio físico y carreras de
fondo o medio fondo. De vez en cuando el viento aúlla en los cristales y
golpea con suavidad las persianas para que emitan un sonido de marímbula
falsa y malograda. Sobre el verde gastado, en la pizarra, personajes,
argumentos, épocas y escenarios de tiza se bifurcan, se cruzan y se funden
entre flechas y simpáticas llaves de polvo alérgico y rojizo.)
FAUSTO: Aquí está el punto clave de la historia. Mira.
(Helena sigue los giros inquietos de sus manos. Sin saberlo, persigue el
hipnotismo en que esas manos la hundieron mientras hacían el amor, un
rato antes. Sin saberlo, tampoco, a ese hipnotismo se suma el hipnotismo
del tono de la voz, dulce, viril, didáctico y seguro en el curso preciso de las
inflexiones. Las historias, sus múltiples caminos, y hasta sus inexplicables
conexiones, son maravillosas. Le gustaría vivirlas, una por una. Le gustaría
preguntarle si es posible apropiárselas, sin más, sin que nadie venga
después a decirle que es absurda, infantil y alocada; pero teme que él le
explique, con esa voz didáctica y segura, insoslayable, que es ridículo,
absurdo, infantil y alocado pensar que la literatura se puede vivir como la
realidad. Helena es joven, muy joven, adolescente en realidad. Es bella
también; llena de vida y de deseos. Es la mujer ideal para los ojos que más
pudieran exigir. Cuando se deja contemplar parece que nunca será vieja,
que su piel será siempre tan tersa y deseable, que jamás su espléndida
materia será materia orgánica y carroña. Mientras escucha, hipnotizada,
cómo ese hermoso cuarentón, su profesor, ha logrado vivir durante un siglo,
quisiera también arribar tan joven y tan bella al final del siglo próximo. Sin
saberlo, comienza a añorar la eternidad.)
FAUSTO: Presta atención. Iré copiando la trama en tiza roja.
I
Mefistófeles:
Apenas estamos en el ABC de nuestro espíritu, cuando ya, como los
demás hombres, se te trastorna el juicio. ¿Por qué formas causa común
con nosotros si no puedes soportar las consecuencias? ¡Quieres volar y no
te ves aun libre del vértigo! ¿No eres tú el que llamaste?
Goethe
Fausto.
Las piedras de tus ojos
La sorpresa inicial, vertiginosa, abrió paso al estremecimiento, jamás bien
recibido en confesiones literarias. Para arrancar las piedras de tus ojos y
ponerlas a reír y a llover en mi vida, recordaba un poema apenas un minuto
antes, sin comprender, saturado por la espera inútil, que ese ómnibus acaso
inadvertido cambiaría su mutismo. El abrazo fue largo. Se apretaban,
suspendidos por la intensa ternura que los malos autores consiguen
esquilmar mientras los mejores, aquellos que sólo el tiempo reconoce, la
guardan en sus cofres y la entierran con celo en sus reminiscencias. La
felicidad del encuentro, esperado, pero súbito al fin, restaurador del
cansancio y la vigilia, los unía en un tiempo que bien pudiera ser un infinito.
Y olvidaron el mundo. Olvidaron la angustia de los días de lejanía. Olvidaron
la tensión y las presiones familiares. Olvidaron la esencia de los trucos y
artimañas urdidos para reencontrarse. Olvidaron la impaciencia de la víspera.
La inseguridad, la profunda desazón que agotaba el tiempo de la espera.
Olvidaron. Únicamente sentían la velocidad del corazón, la respiración
emocionada, la presencia de otro cuerpo que respondía al aliento del abrazo.
(Y olvidaban así la dimensión que las palabras se pueden permitir; y hacían
que sus linderos se tornaran frágiles, deteriorados por el tiempo; y hacían
que se quebraran los altos humos que el lenguaje se impone en busca de un
lugar irrebatible). Reconocían el olor del otro cuerpo, turbado por el nervio,
para envolverse en él —y convertir así el sudor en una manta, que sería
entonces metáfora y presencia, propiedad exclusiva del autor, sin derecho a
futuras rebeldías— para no salir jamás de aquel abrazo largo, intrínseco —
Desmesurada presión del leitmotiv para que el tiempo sea infinito—.
La gente —bifurcación abarcadora, atmósfera que expande la anécdota
cerrada en que se estanca el cuerpo de la historia— arremolinaba su alegría
por las calles del pueblo, llenas de kioscos, vendedores ambulantes y
plataformas de madera construidas para albergar en su precariedad la
distorsión y el estruendo de los equipos de audio. (El ojo atento de la
descripción presto a sacudir la apacible mirada del lector para saberse dueño
del trasfondo). Husmear en cada mostrador, balancearse al paso de la música
rajada en las bocinas, recorrer cada calle entre chistes y jaranas —propiedad
universal del carnaval— y beber, y cansarse, hasta que toda la fuerza de la
vida cotidiana se desplome, se diluya sin remedio en los desagües. Era el
bullir de la fiesta, la víspera de un carnaval que sería absorbido sin remedio
por el suceso mayor de la Parranda. Antevíspera de la noche en que los bríos
contenidos durante todo el año concurrían en la calle, libres de restricciones
habituales. Esperaban, ajenos a ese abrazo alargado, intemporal, la orden
oficial de comenzar con la venta de cerveza.
—Menos mal que viniste —dijo él.
Al separarse, se reconocían en la mirada, buscando una vez más la
dimensión paralela del abrazo.
—Menos mal que llegué —contestó ella.
Y expiró los últimos vestigios de inquietud que la acosaban.
Se dejó conducir.
El bullicio general los recibió sin reticencias, al ver que marchaban
tomados de las manos, apretando los dedos, aquilatando el roce de las
palmas sudorosas. La multitud no reparaba en su forma de entrar al carnaval,
de sumarse al torrente; apenas les permitían ser felices en lo simple del
contacto, asirse a la cultura y proponer significados sublimes al futuro.
Tampoco suponía, ni advertía siquiera, que de la mano y sonrientes
comenzaban a borrar un prolongado tiempo de separación. La turbamulta era
un monstruo simpático, ávido, hambriento, que engullía ese momento crucial
de la pareja. Una ballena que arremolinaba en su vientre la burbuja en que
ahora navegaban, seguros, no obstante, de que sus vidas debían palidecer
definitivamente al margen de ese encuentro.
—Menos mal que llegaste —dijo, como si no le importara el prejuicio de
la repetición.
Con la frase, ella le devolvió una caricia y lo besó en el hombro. A través
del laberinto de personas lo seguía, extenuada, trabajosamente. Apenas
lograban avanzar, recorrer algunos metros en medio de la humana corriente.
Como guerreros delante de un castillo medieval, o como obreros que
cumplen sin desvío su faena, los habitantes de ese mar arrastraban hijos y
sobrinos hasta los mostradores. Sólo delante de sus rostros de infinita
esperanza podrían adquirir las golosinas. Una medida, pensó él, de protección
al salario. Por fin un soplo de ironía, una complicidad ajena al tono cursi —
sentimental al menos— del encuentro. El monstruo, esa ballena feliz
interminable, les obligaba a aclimatarse en su interior.
No sabían —o no querían, tal vez— medir la dimensión de su alegría. Sólo
sentían el roce de la piel en las palmas de las manos y se adentraban con
orgullo por la hilera de kioscos y paseantes. Recorrían la trocha —la manía
del emblema buscaba un subterfugio— como si fueran los protagonistas de
todo el carnaval. Aquellas neveras humeantes, improvisadas, levantadas
encima del asfalto, cuyas cervezas darían el verdadero estallido, no podían
competir con su protagonismo. Eran ellos (cómo el autor se va dejando ganar
por su función de autor, va atesorando la incansable nomenclatura de la
imagen) quienes arrastraban el centro de atención, el hilo conductor, sine
qua non, de aquella fiesta.
—¡Chino! —llamó él.
Había descubierto un rostro conocido en uno de los kioscos. El humillo
que emergía de la nevera creaba un paisaje de neblina, un contraste veloz
con el calor que envolvía a los paseantes.
—¿Cuándo? —gritó de nuevo.
El índice golpeó suavemente en su muñeca derecha. Acto seguido, los
brazos abiertos hicieron compañía a la pregunta inaudible; expresada, tal vez,
para que el autoconvencimiento reforzara la eficiencia del gesto. Desde la
gasa de neblina, los ojos achinados se agrandaron a la vez que las manos
ofrecían la respuesta: cinco dedos extendidos más un pulgar solitario. Su
pulgar solitario —de la mano derecha, pues la izquierda no renunciaba a
aferrar la mano amada—, con el puño cerrado, agradecía la información.
—A las seis la venden —aclaró, por lo bajo.
Ella se echó a reír, ligeramente. Lo besó una vez más. Un gesto de
ternura que podía escamotear el protagonismo en que se habían adentrado.
Se apresuró a pensar, a transmitir (ningún autor logra abstenerse en su
función, ninguno reconoce la pureza de su rol descriptivo) figuras analíticas.
Los brazos abiertos, con un giro de las palmas hacia arriba, podían significar
tanto interrogación como asombro o desconcierto. También ese pulgar con
que perdona el César había cumplido la función de número —romano: cinco
más uno— y de solidaridad en el saludo. Los dedos golpeando en la muñeca,
sin embargo, parecían más unidos a una significación. Un laberinto agotador,
interminable en sus bifurcaciones, emergía de ese otro laberinto formado por
un mar de personas en el interior de una ballena que, a toda lógica, debe
tener otro mar —¿Carlos?, ¿Groucho?, ¿quetti?, ¿adona?— como hábitat. Y
así hasta llegar al infinito.
—O hasta volver al mismo lugar de donde partes.
Ciertamente, es difícil hallar una muchacha que avance delante —o a la
par— de tu sagrado pensamiento. Lo mejor, generalmente, es crearla,
escribirla, modelarla según tu semejanza. Ella te indica (¿sin saberlo?) cómo
se puede figurar. No es una Musa —o al menos no es sólo una Musa—,
impasible, lejana, hermosa o entregada. No es ni Beatriz ni Laura: es Ariadna,
un personaje. Merece, cómo no, un beso largo, en los labios, a despecho de
todas las miradas y soportando con cruel indiferencia los golpes y empujones
de aquellos que intentan avanzar. (Para un personaje es perfectamente
normal fungir el protagónico).
—Te prometo empezar un ensayo con el tema —le dijo, tras el beso.
Ella abrió, grandes, los ojos ¿felicidad?, ¿asombro?, ¿duda?,
¿desconcierto? quizás para entregarle el primer signo.
No es fácil —no todo el mundo puede, en el momento y lugar
determinado, reconocer a su mujer y casarse con ella— hallar a esa
muchacha que va a ser precisamente tu pareja. Por eso algunos piden el
favor de Mefistófeles, la ayuda de Voland, el pacto con el Diablo. Si él puede,
¿por qué no dejarse conceder lo que buscamos, por qué resistirse a aquello
que soñamos obtener?
—Oh, mi adorable. Oh, my sweet.
Como no siempre es posible encontrar a Mefistófeles, toparse con Voland
en algún parque, a veces no queda otro remedio que inventar esa muchacha,
que inclinarse delante de un buró —el dolor en los huesos va dejando el
sabor de una metamorfosis, va esquilmando una parte de sí al creador— a
componer las líneas de verso de su historia. En verdad es más peligrosa cada
línea de verso acendrada en el amor que aquellas heroicas del poema épico o
que las intrincadas del poema ético. (Tristán e Isolda vs. La Ilíada, La Odisea,
El paraíso perdido...).
—Aquellas son apenas impulsos personales mientras que estas son
grandes movimientos de la Historia.
Pero el hombre va a vivir en La Historia alguna que otra vez; en cambio
está obligado a enfrentar su cotidianeidad hora tras hora. No es, como se
dice, un buen diseñador de su destino. Así que está obligado a mentir; a
engañarse toda vez que enfrenta el peligro de descubrir que no es feliz en
realidad. Por eso, justificadamente, se erige en Creador: y besa a Ariadna.
—¿Y servirá de algo? —le pregunta, escéptica insufrible.
Si el dios se atreve a besar su creación, si puede amarla con pasiones
humanas, ya no es un Dios omnipotente y único, ya no es la idea absoluta de
la creación, sino un pensamiento fragmentado y laborioso, un dios voluble,
antojadizo e inseguro: un poeta.
—Al menos servirá para escribirlo —fue su respuesta.
Ella lo ama, porque es su creación, es su diseño del destino. No le ha
pedido el favor —que no sería un favor precisamente, sino una compra a un
precio tal vez exagerado— a Mefistófeles. Ella lo ama allí, entre esa
turbamulta feliz, llena de gloria absoluta tres días en el año. Allí, donde es
creada, en ese atajo que se desprende del encuentro fortuito —en pos de
amarse en la vida, encuentro que es en realidad una bifurcación de una
bifurcación, hasta llegar al infinito o hasta volver al mismo lugar de donde
partes.
El olor de las rositas de maíz, blanquísimas y tibias, la aguijoneó de
pronto e hizo que el recuerdo del hambre brotara, multiplicado sin fin sobre
el caldero ardiente. Un día de terminales repletas de viajeros, encendidas de
calor, sin agua, rebosantes de colas y de moscas en sus deplorables
merenderos, la había hecho sufrir la tiranía indolente de sus tripas vacías —
las tripas, llenas o vacías, no suelen ir muy bien con la sublimidad lírica del
poema amoroso—, aunque verse abrazada —después besada abierta y
descaradamente, como al final de aquellos viejos filmes— le había hecho
olvidar ese aguijón —si olvidaron el mundo, qué no decir de esa insignificante
hambre.
—Disfruta ese magnífico maíz pop.
Intentaba, egocéntrico, extender el auditorio, epater con sus
conocimientos de idiomas a los proletarios y abnegados vendedores. El placer
vendría al dejarlos bizcos, reírse de cómo se quedaban de una pieza,
buscando el nudo que unía la música pop a una rosita de maíz.
—Oh, yes, it's a popcorn —respondió el vendedor.
Aguafiestas. Profesor de inglés que aprovechaba el carnaval para buscar
mejorías de salario. Pero una derrota no es una derrota hasta tanto el
derrotado no reconozca su fracaso. Podía pensarse, en ese caso, que era
mejor analizar que los profesionales vivían inventando —escapando, diría el
lenguaje popular—, dependientes del comercio menor —e ilegal casi
siempre— para no dejarse arrastrar por la derrota. Él mismo, ¿no había
conseguido ese contrato informal que le atrasaba el salario hasta tres meses,
para escribir historias locales y folklóricas? Se sabe: la lástima es el mejor
atenuante en la derrota. Más fácil, no obstante, sería recuperar la línea
argumental.
—¿Y a tus padres, cómo les va con sus sainetes?
(Sus padres juegan un tranquilo ajedrez sobre la mesa de cristal. Piensan
cada jugada. Meditan cada movimiento. Sufren cada vez que se ven
obligados a ceder un nuevo escaque. Pero las piezas son magníficas, bellas
en sí mismas. Un ajedrez de madera que hubiera envidiado el propio
Capablanca. Los peones son bellos, arrogantes. Aunque más pequeños que el
resto de las piezas, parecen crecidos; parece que llevan la conciencia de toda
la fuerza del empuje. El Rey, majestuoso, acorta las distancias con sus
súbditos y suprime cualquier vestigio hierático en su imagen. La bella Dama
es ágil, mortal, poderosa en su hermosura. Los alfiles, mellizos indescifrables,
capitanes de guerra que bien disimulan el odio a sus semejantes, enemigos
que han perdido la raza y el valor. Los caballos, briosos, marcan todo el
arrojo del combate, muy bien que disimulan los feroces empujes con su
alzada. Y las torres, preciosas construcciones que han ganado el recuerdo de
toda la leyenda y han perdido su lógica realista, sus paredes inútiles y
horribles. Torres bellas, funcionales también, que ya no son de Babilonia
Roma, Jerusalén o La Habana, sino de todos esos lares a la vez, sin ser de
alguno solo. Torres que acopian el pasado diseñando un futu o de vívidas
defensas. Sus padres son dos seres perfectos que juegan un tranquilo
ajedrez sobre la mesa de cristal.)
ELLA: Las ballenas han ido a suicidarse a la orilla del peñón.
EL PADRE: (
Maniobra, absolutamente natural, con el caballo.)
LA MADRE: (
Observa, con ligera extrañeza, la maniobra.)
ELLA: Las ballenas que han ido a suicidarse en el peñón sacrifican su vida
porque no vale la pena vivir una vida que no vale la pena.
EL PADRE: Cuida el alfil.
LA MADRE: ¿Por qué siempre me adviertes la jugada?
ELLA: Me gustaría llorar por las ballenas que van a suicidarse a la orilla
del peñón.
EL PADRE: No me gusta ganar siempre tan fácil.
LA MADRE: Me adviertes para que haga la jugada que has previsto.
ELLA: Aunque más me gustaría ser una de esas ballenas que van a
suicidarse a la orilla del peñón.
LA MADRE: Esta vez no voy a obedecerte.
EL PADRE: Pues, ganaré fácilmente.
ELLA: (
Llora.)
ELLA: (
Quisiera ser una ballena suicida que muere en el peñón.)
LA MADRE: No voy a hacer esa jugada.
EL PADRE: (
Se encoge de hombros, seguro de sí .)
ELLA: ¡Vengan a mí, ballenas que pueden comprender que no vale la
pena vivir una vida que no vale la pena; seguid todas mi ejemplo!
ELLA:
(¿Cómo puede llamar a las demás una ballena que ya logró
suicidarse a la orilla del peñón?, piensa.)
ELLA:
(¿Cómo puede arrastrar a otras ballenas una ballena que promete
el suicidio colectivo si aún no ha llegado a cumplir su propio suicidio
individual?, duda.)
LA MADRE: (
Deja el alfil sin protección.)
EL PADRE: (
Toma el alfil, natural, como siempre, seguro de sí mismo.)
ELLA: (
Llora.)
ELLA: (
Da una perreta de niña consentida.)
ELLA: (
Imita, sin proponérselo, el llanto arrollador de las ballenas.)
LA MADRE: ¡Jaque!
EL PADRE: (
Mueve el Rey a la casilla anterior.)
ELLA: ( Llora.)
LA MADRE: ¡Jaque!
EL PADRE: (
Vuelve el Rey a la casilla anterior.)
ELLA: (
Llora.)
LA MADRE: ¡Jaque!
ELLA: (
Grita.)
EL PADRE: (
Mueve el Rey de casilla.)
ELLA: (
Da la perreta.)
LA MADRE: Perpetuo. Jaque perpetuo.
ELLA: (
No puede hablar. Llora, tal y como lloran las ballenas que han ido
a suicidarse en el peñón.)
EL PADRE: (
Vuelve el Rey a la casilla anterior.)
ELLA: (
Sabe que las ballenas están yendo a suicidarse a la orilla del
peñón.)
LA MADRE: Jaque perpetuo: ¡Tablas!
EL PADRE: (
Mueve el Rey a la casilla, seguro de sí mismo.)
ELLA: (
Llora.)
ELLA: (
Grita.)
ELLA: (
Da la perreta.)
(
Pero nadie la ve.)Lejos de saciarse, el hambre se avivó con aquellas rositas de maíz.
Bocaditos de cerdo, tamales, algodón de azúcar, lascas estrechas de jamón,
pizzas, olores que el año escamotea y la pobreza hace raros y preciados, se
agolpaban ahora en un segundo, en tres días que harían del presente un
pasado infinito. ¿De qué podría servirles protestar, emplazando a ese astuto
vendedor que les robaba? Era preciso olvidarse del mundo, saciar, si no el
hambre de los huesos, al menos esa hambre de verse (que el sonido
pudiera transformar: de verso) que hostigó tantos días de vigilia. Devorar,
de pronto, el peso largo y sostenido de la cotidianeidad. Y, cómo no,
devorarse —salud de la metáfora— ellos mismos.
—¿Juntos? —se asombró.
—Me da pena con tu familia —objetó.
—No es lo mismo —intentó excusarse.
—Primera vez que vengo —se explicó—, y lo primero que hago.
—Apenas acabo de saludarlos —argumentó.
—Qué pensarán —dudó, sin preguntarse.
—¿Y no se pondrán bravos? —se interesó.
—La habrás ido acostumbrando —reclamó.
—Será normal... —y suspendió la pausa.
—Pero también es descortés —relacionó.
—Juntos —protestó.
—No soy penosa —admitió.
—De acuerdo —rebatió—, pero no es lo mismo.
—Acabo de aparecer —recordó.
—Para una recién llegada —ironizó—, nada más apropiado.
—Qué clase de puta, van a decir —dijo.
—Quizás no protestan —especuló— sólo porque les da pena.
—O te has impuesto —acusó.
—Normal sí es —aceptó.
—Tal vez lo inapropiado es el lugar —contrarrestó.
“¡Juntos!”, piensa.
“Qué audaz”, se alegra.
“Me gustaría”, se excusa.
“Una locura”, se entusiasma.
“Después de todo”, valora, “vine sólo por él.”
“Las épocas varían”, se alimenta.
“No sería bueno”, desde luego, “enemistarse.”
“Pero a mí”, se encoge de hombros, metafóricamente.
“Si él está tan seguro”, advierte.
“Acostumbrados estarán”, admite.
“Juntos”, piensa.
—Juntos —repite.
Y acompañando el gesto afirmativo, le responde:
—Está bien.
Dibujo de Alberto Lescay
El olor tibio del jabón recorre un cuerpo y otro. Las manos, mojadas y
espumosas, también recorren el cuerpo del otro. En la otredad se buscan. En
la otredad se desean. En la otredad —de pie, ella encajada en él— se inician.
Encontrados, fundidos así —ahogando los jadeos con el chorro de agua— son
uno: andrógino, asexuado. Un ser bifronte cuya mirada se completa a sí
mismo. Únicamente solo, el ser humano ostenta un sexo. Solo, también, el
ser humano ramifica el género: es dos —o tres, o acaso cuántas
ramificaciones. Es un contrasentido. Un enunciado en singular que expresa
una pluralidad. Sólo en la cópula el ser humano es consecuente con su
enunciado singular. Trabajar cansa, es cierto, pero no tanto como fornicar de
pie. Tampoco es comparable la retribución del salario con la satisfacción de la
memoria. El ser humano es uno cuando vive y otro, además, cuando
recuerda. Uno cuando escribe que muere en el orgasmo y otro cuando siente
morir en ese instante.
Un beso en la mejilla —leitmotiv— es el premio mejor, la mejor forma de
entregarse a la resurrección.
La decoración rara del cuarto, los objetos —una piel de conejo, una nuez
de coco graciosa como un animalito, una pelota de baseball, reproducciones
de famosos desnudos, graffitis, un alambre torcido, otro de púas, un tenedor
de bicicleta quebrado en una pata, un paraguas sin lona y una máquina
Singer de coser sobre una mesa de disección— que nada significarían si no es
porque se supone que fueron puestos allí por alguna razón significante, la
dejan extasiada, perpleja, gratamente impresionada. La cama estrecha, un
par de sillas, la mesa de trabajo, las hileras de libros que gatean las paredes
hasta el techo; todo es distinto, todo es tan diferente a sus lugares
habituales. Le parece haber llegado de pronto al extranjero.
—Conozca a Cuba primero y al extranjero si puede —dijo él.
Sus amistades no comprenderían algo así.
KATIUSKA: Ojalá no venga Kiki hoy.
LIUBA: ¿Me queda bien?
ELLA: El mundo pudiera ser pequeño como una cáscara de nuez.
KATIUSKA: ¿Tú crees que venga Kiki hoy?
NATASHA: Con esa pasmadera no vas a ligar nada.
ELLA: Pudiera ser pequeño como una semilla de coco; y con esos tres
huequitos que parecen los ojos y la boca de un simpático animal.
ANIUSKA: ¿Por qué siempre me gustan los novios que tienen mis
amigas?
KATIUSKA: Me va a dar pena decírselo. Mejor es que no venga hoy.
NATASHA: Goza, mi'jita, que el que no goza no goza.
ELLA: Si el mundo fuese pequeño una pudiera hacer con él un
magnífico número de circo.
ANIUSKA: Pues yo ni pie ni pisada le perdería a Kiki, es la verdad.
LIUBA: ¿Y los aretes? ¿Combinan bien?
ELLA: Cuando se abre, la cáscara de nuez no recupera su forma
original.
ELLA: Cuando se rompe, la semilla del coco no vuelve a ser simpática
y redonda.
KATIUSKA: Ojalá no venga hoy; ojalá no venga más.
LIUBA: El mes que viene me compran unos zapatos de charol.
NATASHA: La juventud hay que aprovecharla.
LIUBA: Aunque no sé si comprarme unos botines.
ELLA: Si fuera como una pelota de béisbol pudiera ser lanzado a gran
velocidad, y bateado, y devuelto al terreno sin magulladuras.
NATASHA: Mira a mi tía. Era un fenómeno y ahora parece un aura.
ELLA: Si el mundo fuera bello como un desnudo delante de un espejo
mi cuerpo desnudo delante del espejo sería bello.
LIUBA: O unas zapatillas con una saya-short.
ELLA: Y puede ser pequeño como este seno de tan fino pezón, pero
bello.
ANIUSKA: Yo nunca los obligo; ellos lo hacen porque quieren.
ELLA: Y si es pequeño y oscuro como este sexo que no abulta ni con
shores estrechos y apretados, pero bello también.
KATIUSKA: No sé, pero ojalá no venga Kiki hoy.
(La escena se oscurece apenas cinco segundos. Cuando vuelve la luz, todos los profesores se encuentran
dócilmente sentados en un aula. El espectador se esfuerza en capturar un elemento de ruptura, pero la vista
se le pierde a través de las interminables hileras de cabezas. El aula es infinita. La imagen se reintegra a su
continuidad en tanto los educadores toman notas, inmutables. Como la vista es más rápida que las ideas, y
las ideas más rápidas que el razonamiento, y el razonamiento más rápido que su comprensión, y su
comprensión más rápida que la construcción de su modelo, este instante demora apenas diez segundos.
Entonces, se escucha una música bailable atronadora. Un grito unánime y plural brota en el momento en que
las luces del dancing estremecen todo el escenario. En cada pupitre muchachas y muchachos bailan,
contorsionan el cuerpo, gritan —siempre unánimes— cortados en mil trozos por las luces, se estremecen
mientras sus aburridos profesores escriben sin cesar en los cuadernos de clase. En el momento en que cesa la
canción —que parecía infinita— aparecen los padres, padrastros, madrastras y tutores de esos muchachos
que ahora se divierten. Pero no aparecen para prohibir o regañar, sino para sentarse junto a los absortos
profesores, a ver televisión. Como todo modelo es más lento que su comprensión, y toda comprensión más
lenta que el razonamiento, y todo razonamiento más lento que las ideas, y toda idea más lenta que la vista,
esa incorporación se produce en diez segundos: el tiempo justo que demora en comenzar otra canción.
La sucesión de actos, también, es infinita. Se incorporan así las
sagradas entidades sociales que miran y rigen a esos jóvenes has a llegar,
con mucho tacto —se recomienda la interpretación simbólica—, al pode
político y las fuerzas militares. El espectador, ante el hecho indeleble de la
sucesión interminable, y para no aburrirse, puesto que no puede
marcharse ya que una cuarta pared cierra la salida, pasará de la imagen a
la idea, de la idea al razonamien o, del razonamiento a su comprensión, y
de esa comprensión a la construcción de su modelo; y le sob ará tiempo
para seguir contemplando el infinito. Aunque, en un momento hábilmente
camuflado por la dramaturgia, en la escena estará ella con sus tres
amigos: Kirk, Robin y William.)
t
r
t
r
KIRK: ¿Qué bolaíta, asere; cómo tú ves el movimiento? Das de güey o-jó
o-jó ai laiki.
WILLIAM: Hoy me dice que sí o yo me cambio el nombre.
ROBIN: Conmigo no hay ningún problema. Esa niña y yo acabamos.
ELLA: ( Piensa: Quizás no convenza este disfraz. Debí ser cuidadosa en los
detalles.)
WILLIAM: Le gusta, compadre, que le caigan atrás.
KIRK: Anoderguan baits de dost
Anoderguan baits de dost
WILLIAM: Y a mí no hay nada que me caiga más mal que rendirle a una
mujer.
ELLA: ( Piensa: Una persona disfrazada es también una persona.)
WILLIAM: Irka me dijo que ella se pasaba el día hablando de mí.
KIRK: Ampáranos, Señor, en este día difícil de robarnos la prueba del
Privado y en el otro más suave de copiar las respuestas por Amelia. Oh,
yeaaah.
ROBIN: Rencor yo no le guardo ninguno a los amigos.
KIRK: Esteyin e laif, esteyin e laif,
oh oh oh
esteyin e laaaaaa a a a a a a a i f ...
ROBIN: Si una chiquita y yo acabamos, puedes hacer lo que quieras con
ella.
ELLA: ( Piensa: Si una muchacha se disfraza de varón, y es descubierta,
¿qué le harán? ¿Tendrá derecho a hacer carreras universitarias? ¿No la
enviarán directo a un grupo aficionado de teatro?)
ELLA: ( Piensa: Parece que va bien este disfraz.)
ELLA: ( Piensa: Después de todo es solamente un disfraz; nada de
personalidad travestida.)
ROBIN: Otra cosa es si ella y yo tenemos algo.
ELLA: ( Piensa: Quien emprende un disfraz no acomete una metamorfosis.)
KIRK: Bueno, asere, nos vemos en el dancing. Non estop discodencin ouh
beibe.
ELLA: ( Piensa: Un disfraz es un signo significado por su propio significado.)
WILLIAM: ¿Qué te parece si vamos hoy al cabaret?
ELLA: ( Piensa: Un disfraz cansa; mucho más si es tan bueno en los
detalles, mucho más si nadie lo denuncia.)
( Cuando toda la escena se oscurece, la tercera generación de
espectadores, ansiosa por revolucionar ese teatro donde, como sus
padres, han crecido, derriba las estatuas del director, de los actores, todas
las estatuas, en fin, cuyo dominio comprende tres paredes. Cambian los
nombres de los personajes, los nombres de las obras, y hasta los diálogos.
Cambian la escena de manera tal que ya no hay diferencia entre los
escenarios derribados y los renovadores escenarios que sustentan.
La obra termina, lógicamente, con el caos, que es anterior a la
imagen.)
De las gavetas polvosas, con el olor de cucarachas ahítas, brotan
historias y poemas.
¡Buf!
El mundo se remite a sí mismo. El hombre también a sí mismo se remite.
El dios es además su propia creación. Y el poeta cuece en sí mismo su sed
de Creador.
¡Buf!
El ambiente, íntimo y seguro, los ruidos exteriores, la música rajada en las bocinas, y hasta el
propio bullicio de la casa, parecen tan lejanos que, desnudos y abrazados, se duermen, como si ya no
importara esquilmar la ternura con la imagen golpeante; como si no estuviese siendo reclamado por
la vida inmediata. Un volador que estalla entre la noche lo puede despertar, lo puede hacer consciente
de que el mundo inmediato espera su concurso.
—Estoy atrasado.
Ella abre los ojos sin saber aún en qué mundo ha despertado, de quién
es ese rostro que la mira, amable y apremiante. Sin atreverse a saber
cuánto de sueño bifurca su relato.
—Apúrate —y le da un besito ruso.
*****************************fin del fragmento********************
Datos del autor:
Jorge Ángel Hernández Pérez (Vueltas, 1961)
Poeta, narrador y ensayista.Editor-fundador de Hacerse el cuerdo, publicación de crítica del Comité provincial de la UNEAC en Villa Clara, que aparece en el sitio digital CentroArte Fue miembro de la Asociación Hermanos Saíz y pertenece a la UNEAC. Editor (fundador) y director de la revista UMBRAL, cargo que desempeñó hasta el 2005.Ha publicado• Relaciones de Osaida. Sectorial Provincial de Cultura, Villa Clara, 1990 (poesía)• Paisajes y leyendas. Ediciones Capiro, 1991 (poesía para niños y jóvenes)• Hamartia. Ediciones Capiro, 1995 (cuento)• La Parranda. Fundación Fernando Ortiz, 2000 (ensayo)• Las etapas del odio. Ediciones Capiro, 2000 (poesía)• Ensayos raros y de uso. Sed de Belleza editores, 2001 (ensayo)• El peligro del viaje. Ediciones Luminaria (poesía)• Antojos de tía Másicas, editorial Capiro, 2002 (cuento para niños y jóvenes)• La luz y el universo. Editorial Oriente, 2002 (novela)• El callejón de las ratas, Ediciones Capiro, 2004 (novela)• Carmen de Bissett, Editorial Letras Cubanas 2004 (novela)• Ojos de gato negro, Editorial Capiro, 2006 (poesía)• Criaturas finitas y contables, Ediciones Unión, 2006 (poesía)• Sobre un pony de corcho. AHS Nueva Gerona 1985 (poesía)• Las islas. Sectorial Provincial de Cultura, Villa Clara, 1987 (poesía)• Charlot hace equilibrios encima del tejado. AHS Camajuaní, 1988 (poesía)• César López en la circularidad del cuento, en EL AUTOR Y SU OBRA 6. Dedicado a César López, editorial Letras Cubanas, 2004 (ensayo)Premios y Reconocimientos.• Mención del Premio Nacional de Talleres literarios en poesía, 1987 («Las Islas»)• Mención del Premio 13 de Marzo, 1987 (Postales en el tiempo) y 1988 (Paisajes y leyendas), en literatura para niños y jóvenes. • Premio Nacional de Talleres literarios en poesía, 1988 («El tocador de pífano»)• Mención DAVID de la UNEAC en literatura para niños y jóvenes, 1989 (novela Los Hornos)• Premio 13 de Marzo en literatura para niños y jóvenes, 1989 (Elogio del poeta)• Premio de poesía Fundación de la ciudad de Santa Clara, 1989 (Relaciones de Osaida), de cuento, 1994 (Hamartia), y de poesía, 2005 (Ojos de gato negro)• Primera Mención en poesía en Evento Nacional de poesía la AHS, 1990 ()• Premio Primera Bienal de Poesía de la AHS, 1992 («Monólogo del títere»)• Finalista del Premio Fundación de la ciudad de Santa Clara en cuento, 1992 (Hamartia), en literatura para niños y jóvenes, 1993 (Los Hornos), en poesía, 1995 (La otra mejilla del diablo), en ensayo, 1998 (Ensayos raros y de uso), en décima 2000 (El cisne tranquilamente) y en literatura para niños y jóvenes, 2001 (Lámpara en el tiempo)• Premio Internacional Mono Rosa, de cuento, 1995 («El humo en la cobija»)• Premio de poesía Fayad Jamís, 1995 (El peligro del viaje)• Premio de novela III Bienal de Narrativa de la AHS, 1997 (Hallar a Mefistófeles)• Premio DADOR de ensayo. Instituto Cubano del Libro, 1999 (Figuras en la fiesta)• Premio BECA DE CREACIÓN "FERNANDO ORTIZ", ensayo, 1999 (La Parranda)• Premio de novela “José Soler Puig”, Editorial ORIENTE, 2001 (La luz y el universo)• Finalista del Premio Oriente de ensayo 2001 (El nombre de la risa)• Finalista del Premio Alejo Carpentier, de cuento, 2001 (Los graduados de Kafka)• Premio Razón de ser de novela, Fundación Alejo Carpentier, 2002 (Las horas que no pasan)• Nominación para el Premio Ser Fiel 2005 • Premio Ser en el Tiempo de la UNEAC, 2005, por las novelas premiadas El callejón de las ratas y Carmen de Bisset)• Le fue otorgada la distinción de Trabajador distinguido Provincial por el Sindicato de la Cultura, 2001, la Distinción por la Colaboración con la Ciudad de Santa Clara, en 2002 y la Distinción por la Cultura Nacional en 2004. Ha sido considerado como Destacado por la filial de la UNEAC desde el año 1999 hasta el presente.
En las editoriales de la provincia se ha publicado
Hamartia y otros cuentos
Publicado en
Capiro en el 2009
Género: Cuento
Se dice que la hamartía, un concepto que debemos a Aristóteles (384-322 a.C.), es un atributo de ...
Ojos de gato negro
Publicado en
Capiro en el 2006
Género: Poesía
El cuaderno Ojos de gato negro vendría a ser la confirmación de la pertenencia como autor de Jorge Á...
El callejón de las ratas
Publicado en
Capiro en el 2004
Género: Novela
Cuando el mítico Fausto le dice a Helena: "Te voy a enseñar. Ven.", comienza una historia que no tiene personajes protag...
Ensayos raros y de uso
Género: EnsayoEnsayos raros y de uso propone una mirada novedosa y profunda sobre amplias zonas de la poesía cubana contemporánea. Bús...
Antojos de tía Másicas
Publicado en
Capiro en el 2002
Colección:
Taita Género: Pinta cuento
Los antojos de tía Másicas gozan de amplia fama en toda la familia, desde que era muy, pero muy pequeñita… ...
Las etapas del odio
Publicado en
Capiro en el 2000
Género: Poesía
Orgánico, desgarrado y seguro, este poemario, que resume casi 20 años de experiencia creadora
Hamartia
Publicado en
Capiro en el 1995
Género: Cuento
La tradición del absurdo en la cuentística cubana se enriquece con este cuaderno
Paisajes y leyendas
Publicado en
Capiro en el 1992
Género: Poesía
Paisajes y leyendas se inscribe dentro de una tradición poética que, con antecedentes en el quehacer paisajístico
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