Algunas razones o cuestionamientos no tienen una respuesta inmediata o clara en nuestra mente. Cuando hace algunos días, en un viaje en bus hasta mi trabajo, conversaba por teléfono con Sindo Pacheco, sentí uno de esos estados de ánimo donde sin motivos aparentes, algo me preparaba para una lectura que ha llegado ahora vía online. El beso de Susana Bustamante. En dicha conversación telefónica, el Sindo y yo, tocamos el tema de La Presa Zaza, de los días lluviosos en Santi spíritus, incluso de que sus nietos bien parecidos -que además posan en las fotografías- como personajes de cine, los gatos y cuanto ser respira en su casa, de alguna manera se me parecen a muchos de sus personajes por venir. Como no soy un adivino, mejor un papagayo, aquel fragmento de conversación al concluir, me dejó con la idea de que dos campesinos tuvieron una charla sobre cosechas y cosas por el estilo y con ese augurio de sabios que se adelantan y leen en la naturaleza y estado de las cosas, me bajé del ómnibus con aire de conquistador sin todas las respuestas, claro; pero uno de esos conquistadores de tiempo que suelen aprovechar los más simple de los diálogos para entrarle a el trabajo como si no fuera nada tedioso, y sin la clásica pregunta: ¿Quién inventó tal artefacto de mortificaciones anímicas?
Sobre esto de imaginar lo que otros escriben sobre lo que imaginan o crean, soy más que espiritista, un médium; además, supongo porque conozco de ese mundo infinito que este narrador siempre lleva en su cabeza, no solo de lecturas a libros suyos, sospecho que no siempre las personas hacen corresponder lo que hablan con lo que piensan, de modo que mucha gente a veces me suena a personajes de sus historietas, pero al Sindo que conozco, nunca lo veo en otro personaje que no sea el mismo. No quiero regalar una crítica o tratado para sostener nada, lo que descubro desde el lector lo promuevo desde el gusto y el disfrute y lo sueno al aire, donde suelo sentarme como si fuera aquel personaje: Hucckcleberry Fiin, metido en un barril con su pipa y sus palabrotas, desde donde el mundo era muy pequeño en comparación con su fantasía. Sea, este fragmento un regalo para quienes la buena lectura les suele provocar motivos suficientes de que buenos augurios y buenas cosechas, son como hermanos gemelos vistos desde un lente muy nítido o un buen espejo.
Juan Carlos Recio
NY Junio 7, 10.39 am, del 2012.
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CAPÍTULO II
UNA VISITA TENEBROSA
Ya era casi de noche cuando nos reunimos en la esquina. Un viento misterioso movía las hojas de los árboles.
—¿A qué hora es la cosa? —preguntó El Abuelo.
José miró su reloj.
—Todavía es temprano.
Dimos una vuelta por el barrio en busca de enemigos: Camacho o los jimaguas, o de Carburo en persona, pero las calles estaban desiertas. Algunos borrachos cantaban junto al traga-níkel de la cafetería de Graña, y un perro sin rabo bajó a toda velocidad por Masó en dirección a la cañada.
El cementerio queda por la carretera de Santa Lucía, por lo que hay que hacer un recorrido grandísimo, cruzando el centro del pueblo hasta llegar al otro lado.
El centro son cuatro o cinco cuadras de tiendas de ropa, con vidrieras y espejos; y de cafeterías y bares, donde los hombres beben ron a cualquier hora del día o de la noche. Hay una heladería, cuya máquina hace girar unas paletas y el helado va naciendo a la vista de todos. Además, hay un parque de sentarse los viejos, y otro parque infantil, un cine, y una terminal de ómnibus con guaguas para ir a Sancta Clara, Sancti Spiritus y hasta a La Habana si uno quiere.
para ir a Sancta Clara, Sancti Spiritus y hasta a La Habana si uno quiere.
Pasamos junto a la heladería.
—¿Y por qué no nos comemos un helado? Yo tengo treinta quilos —le pregunté a José. Cada vez que yo paso frente a la heladería me dan deseos de comer helados. La heladería huele a coco, a mangos, a naranja-piña y a mermelada de guayaba.
José tendió la mano.
—Dame acá esa plata.
Le entregué las monedas.
—¿Alguien más tiene dinero?
Chencho sacó seis quilos, Cuatrojos, un peso, y El Abuelo y Rafa, dos monedas de a veinte cada uno. José juntó todo y lo metió en su bolsillo.
—De ahora en adelante, la plata que tengamos no será de nadie, sino de todos. En una buena pandilla, las cosas son de todos.
En el bar de Antonio, José compró una caja de cigarros y una de fósforos, y el resto del dinero lo desapareció en su bolsillo para formar un Fondo Colectivo de Emergencias.
—¿Qué es un Fondo Colectivo de Emergencias?
—Sirve para comprar armas, pólvora, municiones, y todo lo que haga falta. Cuando asaltemos algún banco, ya no pondremos más dinero en el Fondo Colectivo.
Nos sentamos en el parque del Paradero. José prendió un cigarro y lo fue pasando a los demás. Todavía yo no había dado mi fumada, ni tosido, cuando se puso de pie.
—Vamos, mis valientes —dijo, alzando el puño derecho.
Sus valientes éramos nosotros y lo seguimos a través de la calle, que más adelante se convertía en carretera antes de llegar al cementerio.
Cuando íbamos dejando atrás la parte más alumbrada, Cuatrojos se volvió y empezó a caminar de espaldas.
—¿Por qué no lo dejamos para otro día?
—El que tenga miedo que se quede.
—No es miedo, pero ya es bastante tarde.
José hizo un ademán y echó a correr.
Detrás de él iba Rafa, y El Abuelo, y después Chencho, Cuatrojos y yo.
El cementerio tenía un alto muro en toda su parte de alante, con un portón grandísimo al centro. A través de la verja vimos la entrada principal que se perdía en la oscuridad. Había muchas tumbas, con cruces de cemento, y otras enormes como casitas de verdad a ambos lados de la calle principal. Más atrás se veían menos construcciones, y luego una negrura casi total. Pero lo más impresionante era el silencio que allí había. Únicamente el viento hacía fiuuuuuuuu, sobre las tumbas de los muertos.
Cuatrojos silbaba aquello de Marcelino pan y vino, todo pan y todo vino.
—Cállate, imbécil —le soltó José.
Cuatrojos se calló, pero El Abuelo empezó a toser bajito.
—La muerte es del carajo —dijo Chencho.
—¿Por qué?
—Porque sí. Esos muertos estaban vivos, y ya no. Ya no pueden hablar ni pensar ni nada.
—Ni sentir — dijo Rafa.
—Ni comerse un helado —dije yo, que seguía con las paletas girando en mi cabeza.
—¿Qué tú sabes, Chencho? —dijo El Abuelo—. José habla con los muertos.
José no le tiene miedo a nada. Pasó para quinto y nosotros para cuarto, a no ser Chencho, que repitió tercero. Todas las noches salen muertos en su cuarto, y él como si nada. Apaga la luz, les suelta cuatro carajos, y los tipos se asustan y se van. Yo no sé si cuando llegue a quinto, podré dormir con un grupo de muertos en mi casa.
José encendió otro cigarro, soltó el humo por la nariz, y se quedó pensativo mirando las volutas que subían, pero con la mente en otra parte igual que en las películas.
De pronto dijo:
—Adelante.
Ya Rafa estaba trepando la pared, cuando se asomó una figura en la puerta. Cuatrojos echó a correr de sólo verla. Yo me quedé medio indeciso.
—¿Qué pasa? —dijo la figura.
—Queremos ver al enterrador.
—¿Para qué quieren verlo? El sepulturero no está aquí. ¿No ven que el cementerio está cerrado?
—Sí, pero nos hace falta saber…, es decir, ¿usted sabe si hay alguna fosa abierta? Necesitamos enterrar a un bastardo.
—¿Cuándo murió?
—No ha muerto todavía, pero mañana cantará el manisero de un flechazo.
El hombre se quitó el sombrero y se rascó la cabeza.
—Mejor se largan ahora mismo. Los cementerios no son lugares para andar mataperreando.
—No nos vamos nada. El cementerio es del pueblo. En el socialismo todo es del pueblo —lo desafió José.
—Vamos, vamos, piérdanse ya, antes que llame a la policía.
—Somos Los Halcones.
—¿Qué halcones?
—La pandilla más temible. Podemos cortarle la cabeza.
—¡Ah, carajo! —el viejo corrió hacia el interior, seguramente a buscar una escopeta.
Del cementerio hasta el barrio son como dos kilómetros. Llegamos jadeantes, con la lengua afuera, y nos reunimos bajo la luz del poste de la esquina.
—Al enterrador hay que verlo por el día. Hablaremos con él para que nos abra unas cuantas fosas; pero todavía nos falta el juramento si queremos ser la pandilla más temible del mundo.
_____________FIN______________
Para leer sobre otros libros del autor, pulse:
http://www.sentadoenelaire.com/2010/02/hasta-la-luna-con-sindo.html
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http://lafincadesosa.blogspot.com/2009/11/contrabando.html
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Sindo Pacheco (Cabaiguán, Cuba, 1956) Premio El Caimán Barbudo (1990). Ha publicado Oficio de Hormigas (cuentos, 1990) Premio Abril; y las novelas Esos Muchachos y María Virginia está de Vacaciones. Esta última recibió el Premio latinoamericano Casa de las Américas, el premio anual La Rosa Blanca que concede la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y el Premio de la Crítica a las mejores obras publicadas en Cuba durante 1994.
En 1995 recibió el premio Bustar Viejo, de Madrid, España, por su cuento Legalidad Post Mortem.
Cuentos suyos han aparecido en las antologías “Cuentos de la Remota Novedad”, “Los muchachos se divierten”, “Diana”, “Fábulas de ángeles”, “Antología del cuento espirituano”, “Punto de partida”, y en diferentes revistas como Bohemia, El Caimán Bardudo, Letras Cubanas, Casa de las Américas, entre otras. Textos suyos han sido publicados en México, Rusia, Venezuela, Argentina y España. En 1998 la Editorial Norma, Colombia, publicó su novela juvenil María Virginia, mi amor (finalista del Premio Norma-Fundalectura); y en el 2001, su novela Las raíces del tamarindo, fue finalista del Premio EDEBÉ, y publicada por dicha editorial en Barcelona. En el 2003 la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico reeditó María Virginia está de vacaciones. En el 2009 salió Mañana es Navidad por la editorial Iduna de Miami, y María Virginia mi amor por Gente Nueva, La Habana.
Actualmente reside en Miami, Estados Unidos.