lunes, 10 de mayo de 2010

Presentan dos libros de Vicente Echerri


Vicente Echerri entre las profesoras Anke Birkenmaier (izq.) y Gladis fejóo.

Por iniciativa del Centro Cultural Cubano de Nueva York, el pasado 7 de mayo se presentaron dos libros de Vicente Echerri —Casi de memorias (poesía) y Doble nueve (cuentos)— en la prestigiosa Casa Hispánica de la Universidad de Columbia, que ha sido por casi un siglo hogar y plataforma de los intelectuales de habla hispana en esta ciudad. Para este lanzamiento, que había estado programado para el 26 de febrero y que el mal tiempo obligó a aplazar, Echerri contó con los comentarios de la hispanista alemana Anke Birkenmaier, profesora de la Universidad de Columbia y especialista en Alejo Carpentier, que presentó un trabajo sobre los relatos de Doble nueve; y de la poeta, y profesora de Baruch College, Maya Islas, quien escribió un comentario sobre los poemas de Casi de memorias. Debido a una ausencia inesperada de la Prof. Islas, su trabajo fue leído por la también profesora Gladis Feijóo. Finalmente, y antes de responder algunas preguntas de los presentes y autografiar ejemplares de sus libros, Echerri leyó el texto que aparece al final de esta nota.
Los muchos años que Echerri se ha tomado en pulir, casi obsesivamente, estos poemas (ahora que insiste en confesar que ya no escribe poesía), hacen de Casi de Memoria, en mi opinión, una especie de antología, en el que cada poema, como el autor se encargó luego de explicarnos, es el resultado de la eliminación despiadada de muchos otros, “de un acendramiento o una decantación”, de ahí que, cuando alguien le preguntara si podía señalar algún poema preferido dijo encontrarse frente a una tarea imposible. Sobre el título del libro de relatos, una colección de cuentos de temática homoerótica, fue más explícito, al explicarnos que “el homoerotismo era, en último término, una manifestación narcisista, una fascinación por la propia imagen, un juego de espejos” y que, en ese sentido nada lo podría ilustrar mejor que la cifra mayor del dominó tal como se juega entre cubanos (en Estados Unidos y otros países sólo se juega hasta el doble seis) y que encuentra una reiteración simbólica en el dibujo de Servando Cabrera Moreno que ilustra la cubierta.

Vista parcial del salón en la Casa Hispánica de NYC.

Pero Doble nueve es mucho más que una selección de cuentos homoeróticos. Como el autor nos previene desde un breve prólogo, se trata más bien de una reflexión sobre nuestra precaria condición de seres en el tiempo, que se presenta bajo la máscara de la narrativa de ficción. En las tramas de estos relatos el amor es un ingrediente de esperanza y de angustia a la vez, y el protagonista de todos ellos, me atrevo a proponer, es el tiempo, que adopta diferentes disfraces en diferentes lugares y épocas. En su lúcido análisis sobre los relatos, la Prof. Birkenmaier resaltó la irrealización, la frustración de la experiencia amatoria, como una constante, como un topos que se reitera para revelarse como la esencia del mensaje que los relatos se proponen transmitir. Abundando luego sobre este punto, el autor comparaba la existencia de los seres humanos con el pabellón de la muerte donde los condenados esperan por la ejecución y “en ese pasillo sombrío, cuando el amor toca a nuestra celda, este llamado siempre ha de verse como un atisbo de la eternidad en el tiempo”.

Sobre su libro Casi de Memorias, me atrevería a declararlos —libro y autor— como fundamentalmente atemporales, gracias a ese espacio sin edad donde uno no identifica cuál es la generación del que escribe. Un estilo depurado —donde contención y ritmo, son aciertos de un autor con mayúscula— que se acentúa en los temas que, sin esfuerzo —ni resistencia de nuestra parte—, Echerri nos impone para conmovernos, y donde uno siempre encuentra el predominio de una imagen que su memoria conserva e imprime como un regalo para el que lee; impresión —en su sentido literal—hecha con sencillez y con maestría para que podamos disfrutarla y hacerla nuestra, adueñarnos de ella, como una prolongación viva de la voz del autor, de su sensible dominio de la palabra.
Juan Carlos Recio
NY/ Mayo 10 del 2010
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Vicente Echerri lee su texto Apremio de comunicación

Apremio de comunicación

Nunca puedo sustraerme, a la hora de presentar un libro, a la reflexión —acaso retórica, pero no por ello menos válida— sobre las razones del acto de escribir, en el cual siempre puede descubrirse, si se juzga fríamente, una arrogancia y una obscenidad. Poner en blanco y negro nuestras ideas o nuestros sentimientos, compartir nuestra experiencia del mundo —presidida por una determinada cosmovisión— o, acaso peor aún, exponer a la mirada ajena nuestros estados de ánimo, nuestras pasiones, como suele suceder frecuentemente en la poesía, me parece una notoria falta de pudor en la que, sin embargo, el escritor incurre una y otra vez; pues nadie escribe para sí, aunque algunos lo digan, del mismo modo que nadie se viste para sí. Escribimos para otros, para los demás, para ese anónimo lector que en busca de solaz o de emoción tiende una mano hacia nuestro libro e inicia una aventura que le hemos inventado, de la que somos creadores, o demiurgos, y de la cual el lector es el último y verdadero protagonista.
Se trata de una pretensión —de ahí la arrogancia— y de una manifestación exhibicionista —de ahí la obscenidad— a que nos mueve una compulsión, un ímpetu, una necesidad de comunicación, que sólo se distingue del chisme por una proyección de trascendencia y sólo se justifica como acto de solidaridad, de comunión y, de alguna manera, de propagación; pues el que hace literatura no sólo comparte una historia o un sentimiento, o una idea; sino una opinión, un punto de vista, una perspectiva, y esto lo convierte también en una suerte de predicador. En ese sentido todo escritor es un evangelista y toda escritura es, aunque sea en ciernes, una buena noticia, una invitación a ver el mundo como uno lo ve, a valorar lo que uno valora. Por eso me atrevo a afirmar que en todo libro —por distante que parezca estar de un tratado o de un ensayo— hay una propuesta teórica; en todo texto, aunque en él se exponga la más desbocada herejía, hay un prurito de ortodoxia.
No creo que es competencia de un autor hacer la exégesis de su propio trabajo, sobre todo cuando tiene el privilegio de contar, como yo en esta noche, con los aportes de comentaristas tan talentosas. Si la obra literaria ha de ser válida, el autor ha de atreverse a entregarla tal como salió de sus manos, sin envolverla en explicaciones ni justificaciones. De lo contrario, el escritor estaría asumiendo, desairadamente, el papel del crítico, y haciendo ostentación de desconfianza de la inteligencia y sensibilidad del lector, al tiempo de arruinar, con previsible frustración de parte de este último, toda emocionante y saludable interacción con su escritura.
Dicho esto, líbreme Dios de ir más lejos en el intento, previsiblemente fallido, de explicar los motivos últimos —los cuales soy el primero en ignorar— que me llevaron a escribir estos poemas o estos relatos. Me limitaré tan sólo a decir que estos libros están emparentados por una permanente meditación en torno al tiempo; a la finitud, a la caducidad, a la extinción. Y en este empeño sobresale lo que puede haber en mí de poeta que, por otra parte, un trabajo muy modesto, y casi del todo abandonado hoy, no bastaría para justificar. En un homenaje a Justo Rodríguez Santos, que escribiera ya hace años, en ocasión de su fallecimiento, resumía lo que, a mi parecer, es este raro oficio: «El poeta es una especie de campeador contra la muerte que, además de vencernos al final, nos humilla a diario enmascarada en la rutina, en las menudas transacciones en que vamos cediendo nuestro arrebatado entusiasmo de un principio, cuando todavía nos creíamos inmortales y obrábamos como si morir fuera quehacer ajeno, que nosotros estábamos llamados a documentar como amanuenses de lo eterno. El poeta es un perpetuo adolescente que se yergue frente a la muerte, o que se finge su enamorado para distraerla. El poeta es un niño que juega con la muerte, que secretamente apuesta a derrotarla» Y agregaba más adelante en ese mismo texto, abundando en mi definición del poeta «no como autor de poemas…sino en el sentido más profundo irracional y lúdico» y lo comparaba «a la aventura del guerrero que sale en busca del Santo Gríal, o que vela piadosamente [sus armas]antes de enfrentarse a un dragón legendario: alguien que cree en la eternidad de la palabra y que, ingenuamente, busca en ella la explicación de su desamparo de criatura».
Ambas cosas, pues, el tiempo y su finitud, por una parte, y la palabra como amuleto y áncora salvadora por otra, coinciden en estos textos, o quieren coincidir o creo yo —pues tal vez ustedes me desmientan—obedecen al impulso de una secreta convergencia. A veces el detonante es un paisaje, una estatua o un cuadro, unos ojos que salen a mi encuentro desde una pintura que siento que ha estado aguardando mi visita a lo largo de medio milenio. Tal es, por ejemplo, el Autorretrato de Durero que se encuentra en el Museo del Prado:



Autorretrato de Durero

A Manuel Santayana


Fijo te estás quedando sobre el cuadro
en tanto tu mirada va a detenerse
acaso
en el azul
de un cielo por el que aún no transitan
más que brujas y emisarios de Dios,
además de algún pájaro
como ése que ahora mismo
cuando levantas los ojos de la tabla
descubres como un punto que viaja al horizonte.

Quizás afuera es mediodía
y el martillo del taller del herrero
resuena en tu taller
y alguien pregona
—para filtros de amor y a bajo precio—
raíz de mandrágora
y polvos de unicornio,
o quizás atardece
y de los campanarios se descuelga la sombra.

El tiempo pasa mientras pintas
y el cielo opaco de la medianoche
es lo que se recorta en tu ventana,
y la luz de una lámpara
juguetea en las paredes y en tu imaginación,
y afuera alguien se embosca
y en los lechos se ama.

¡Quién supiera
lo que veían tus ojos
mientras se iban quedando sobre el cuadro!
¿Qué recordaba entonces tu memoria,
qué tristeza,
qué júbilo…?
cuando te desdoblabas trazo a trazo
para quedarte
en aquel tiempo vivo
hecho también del aire de tu respiración
y el ruido de tus pasos por la estancia.





Otras veces es el ritmo casi vertiginoso con que las propias palabras imponen su sabor cual un acto de gratuita degustación, como en este retazo de «US. Marine», el primero de los cuentos de Doble nueve, que intenta rehacer en fragmentos la trayectoria de un personaje trágico desde la sordidez de su infancia en Guantánamo hasta el deslumbrante desenfreno de Nueva York:

«Nueva York, y Manhattan en particular, le ofrecía la oportunidad de vivir en la fantasía —no de hacerla realidad— sabiendo que se trataba de un mundo fantasmal donde los sentimientos reales habían dejado de tener valor y sólo contaba la apariencia. Las cosas no eran más, parecían; pero parecían con tal intensidad y fulgor como si fueran. El amor, las cartas románticas, la nostalgia por un cuerpo exclusivo pertenecían a un universo trascendido, al mundo doloroso de la realidad que él había decidido dejar atrás.
La ciudad lo avasalló y él decidió conquistarla. Para él, Nueva York tenía un alma única y, al mismo tiempo, múltiple, que se manifestaba, con variados ropajes, en sus espectáculos: teatros, cines, cabarets, museos, plazas, desfiles, iglesias, burdeles no eran más que diferentes máscaras de un mismo esplendor, meros disfraces para fingir la vida, para gozarla, para aturdirse con ella; pero no porque pudiera existir otra cosa mejor o más auténtica, sino porque la única existencia verdadera era ese jubiloso aturdimiento.
La vida en Nueva York respondía a un código implacable: el atuendo que lucir, la universidad donde estudiar, el libro que leer, las fiestas a las que asistir. Después de tantos años inventándose el mundo en un cuartucho miserable de una ciudad perdida, se convencía de que la vida toda, tal como funcionaba en el mismísimo centro de Occidente, era tan sólo una convención, una «manera», una pose; es decir, una continua sucesión de instancias transitorias y deleznables que no necesitaban plantearse la perennidad, puesto que la perennidad era una consideración al margen de ese fluir de escenarios momentáneos y únicos.
Su obsesión por los marines no desapareció, si bien ya no lo atormentaba la idea de amar a un hombre con aquel uniforme que aliviara en su cuerpo los agobios del campamento y a quien alimentar con platos aromáticos de la cocina caribeña. Eso era el pasado. Ahora quería a un marine distinto todas las noches; un soldado que, gracias a una alquimia misteriosa, fuese a un tiempo diferente e idéntico, dueño de un rostro hermoso, pero común, que pudiera confundirse con el de esos modelos que ilustraban la glamorosa competencia de los diseñadores.
Algunos amigos lo acusarían de frívolo, pero la frivolidad en él no era descuido, casual abandono de deberes y objetivos primordiales, simple abulia; sino renuncia consciente de esos deberes y objetivos. Los externalismos se habían interiorizado, lo superficial había ocupado el lugar de lo profundo, nivelando con el mismo rasero todas las cosas: el maquillaje del baile de Halloween era tan importante como el último ensayo de Derrida; la misa de las cinco de la mañana del Día de Pascua, tan «obligatoria» como las meriendas en El Plaza y las noches agotadoras de Studio 54; participar en una campaña de ayuda a los desamparados y ver A Chorus Line eran actividades semejantes que respondían a un mismo espíritu, a la voluntariosa actitud de pertenecer, de estar«in», de integrarse con todos los sentidos y, al mismo tiempo, insensiblemente, a aquel efímero fulgurar, transcurrir, que se había convertido en la única expresión genuina de la vida».
Estos son, pues, algunos de mis hijos. Espero que en ellos encuentren la alegría.
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Vicente Echerri (Trinidad, Cuba, 1948), ha publicado poesía (Luz en la piedra: Madrid, 1986; Casi de memorias, 2008); ensayos (La señal de los tiempos, 1993) y relatos (Historias de la otra revolución, 1998; Doble nueve, 2009). Ha ejercido el periodismo de opinión por más de veinte años y columnas suyas aparecen regularmente en varias publicaciones de Estados Unidos y América Latina. Ha traducido numerosos libros del inglés al español.

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Para leer más sobre el autor pulse aquí:

http://amediavoz.com/whitman.htm

http://www.literaturaecuatoriana.info/whitman.html

http://www.scribd.com/doc/7207141/Walt-Whitman-Hojas-de-Hierbas

http://www.sentadoenelaire.com/2010/02/variantes-de-una-traduccion.html

http://www.sentadoenelaire.com/2009/10/dos-poemas-de-vicente-echerri.html
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8 comentarios:

George Riveron dijo...

Excelentes los dos libros, escritos por un excelente escritor y gran amigo. Gracias Juan Carlos por compartir este post con los que no pudimos estar en la presentación.
Un abrazo.

Felix Anesio dijo...

May 10, 2010 at 11:16pm (por facebook)
Resp.: Casi de memorias y Doble nueve
Admiro la literatura del senor Echerri, muy convincente y reflexivo. Gracias por el post. Su amigo Felix Anesio.

Belkis Cuza Malé dijo...

Belkis Cuza Malè ha comentado tu enlace:(por facebook)

"Juan Carlos, copié lo que has puesto en tu muro y se lo envié al amigo Echerri. Muy bueno
Gracias y bendiciones"

Ivelisse Torres Alejo dijo...

Ivelisse Torres Alejo ha comentado tu enlace: (por Facebook)

"He estado leyendo este artículo en tu blog. Vicente Echerri es una de las mentes mas preclaras de la lengua española. Me fascino desde la primera vez que leí un articulo de el en el Nuevo Herald. Tienes un blog muy bueno, Juan Carlos. Que tengas un día feliz. "

La Otra Isla dijo...

Juan Carlos Recio, te agradecemos la divulgacion de este blog(La Otra Isla) de poesia cubana de la otra orilla.

Gracias

La Otra Isla dijo...

Gracias, Juan Carlos

SENTADO EN EL AIRE Juan C Recio blog dijo...

Gracias a todos los que visitan el blog. Gracias La otra Isla, como ve puse el enlace.

Francisco Jesús Muñoz Soler dijo...

El 14 de mayo de 2010 a las 21:19(por facebook)
Resp.: Casi de memorias (poesía y Doble nueve (cuentos)
Magnífico en su presentación y contenido.