Desde Las Llamas en el cielo,(libro de cuentos) de Félix Luís Viera, hasta El corazón del Rey, una novela próxima a ser presentada, (y que hoy siento un fragmento, para ustedes en el aire) la forma de narrar con esa perfección, humor, o sátira, fina ironía, o tono marginal, todos los personajes y las tramas, están bien construidas, son creíbles en su proyección, hasta el punto, donde uno puede se encuentre en ellos, como si el lector se moviera dentro del espacio de tiempo donde trascienden, como si los hilos de su narración fueran la escena en un filme; todo lo que este hombre escribe no nos deja indiferentes. La soltura con la que fluye su oratoria, nunca decae ni es aburrida, a veces he pensado que Viera no aprendió a contar, esto ya venía con él, como el fuego que devora, pero alumbra, incluso en esa caja del cuerpo donde él respira, de donde sale ese lenguaje que aunque de la calle, a veces, o mejor del barrio, es de la existencia de pasar sin que los detalles más simples puedan encontrar desajustes, ni la forma exacta de lo poético, ni la música de las malas palabras, ni el caminar de las buenas hembras; creo que lo logra con excelencia, porque es la identidad como presencia de un ser pensante, y ese instinto de animal urbano que siempre le acompaña, que no deja que algo quede suelto; todo esto es lo que hace - a este hombre, aunque lleve oficio de escritor-, logre mantenerse con sus temas; aún cuando algunos casi lo arrasa como persona, porque En un Ciervo herido, (una de sus novelas más traducidas y vendidas, con mucha pegada positiva en la crítica), Félix devuelve una historia desgarradora, demasiado real para ser ficción, y con ese acierto con el que acostumbra a poner luz en la sombra, se mete en la piel, la colectiva y la del individuo, y sale airoso, curado y sin rencor de quien sabe también confesarse.
En todas sus historias la magia de narrarlo bien, es no detenernos en la lectura por cansancio o distracción, la recompensa es disfrutar y llevarnos esa experiencia, no como fracción de un tiempo que se acaba; aunque pasen los años, (que veinte es mucho y más que lo que abarca un bolero), sus historias: el tiempo desde que las escribió, siguen vigentes como temas, desde donde se reconstruye con sabiduría, o donde se crea o recrea escenarios humildes, sin que los temas políticos se queden en el panfleto, o en un campo cerrado, o las pasiones sean cortadas con unas tijeras de caricaturista. Sus personajes y esa forma singular de decir, respiran como él, lo hacen auténtico, se le parecen, al menos en esa escuela de la existencia humana donde su mundo, ya sea en Santa Clara o cualquier otro sitio donde se instale, tiene el peso de la memoria real, -y sabe, porque lo sabe- ficción mediante, o realidad atravesada como un rayo, él sabe de la gloria de hacer las cosas como pasan, no como si fuera la vida en rosa; aunque también se da el lujo de ser romántico, otras descarnado y siempre se deja sentir en el sentimiento, con ese feeling, con el que cuenta las cosas, como lo hace un adolescente que descubre y nos descubre en todas las posibilidades que abren paso, que entra al conflicto; catarsis por la que aún, cuando sus vidas puede sea no más que la intemperie, como las nuestras, nunca se está tan solo como para no encontrar a quien contárselas.
En todas sus historias la magia de narrarlo bien, es no detenernos en la lectura por cansancio o distracción, la recompensa es disfrutar y llevarnos esa experiencia, no como fracción de un tiempo que se acaba; aunque pasen los años, (que veinte es mucho y más que lo que abarca un bolero), sus historias: el tiempo desde que las escribió, siguen vigentes como temas, desde donde se reconstruye con sabiduría, o donde se crea o recrea escenarios humildes, sin que los temas políticos se queden en el panfleto, o en un campo cerrado, o las pasiones sean cortadas con unas tijeras de caricaturista. Sus personajes y esa forma singular de decir, respiran como él, lo hacen auténtico, se le parecen, al menos en esa escuela de la existencia humana donde su mundo, ya sea en Santa Clara o cualquier otro sitio donde se instale, tiene el peso de la memoria real, -y sabe, porque lo sabe- ficción mediante, o realidad atravesada como un rayo, él sabe de la gloria de hacer las cosas como pasan, no como si fuera la vida en rosa; aunque también se da el lujo de ser romántico, otras descarnado y siempre se deja sentir en el sentimiento, con ese feeling, con el que cuenta las cosas, como lo hace un adolescente que descubre y nos descubre en todas las posibilidades que abren paso, que entra al conflicto; catarsis por la que aún, cuando sus vidas puede sea no más que la intemperie, como las nuestras, nunca se está tan solo como para no encontrar a quien contárselas.
Juan Carlos Recio
NY/ Julio 12 del 2010.
EL CORAZÓN DEL REY (fragmento)
La calle Tristá arrancaba desde el oeste, en la orilla más apacible del barrio El Condado, junto a un antiguo hogar de niños pobres que los santaclareños llamaban “La Creche” y que el “nuevo proceso social” había remodelado y convertido en uno de sus círculos infantiles: “Pequeños Lenin”. Subía Tristá unos setecientos metros, cruzaba la Central y el puente sobre el Bélico (por doquiera salía este río enjuto que hoy, lo más probable, no tenga más caudal que una lágrima sucia), levantaba tal vez cuatrocientos metros más y, quizá cuando menos se esperaba, terminaba abruptamente en el Parque Vidal.
Robertón y yo íbamos bajando Tristá en sentido contrario. En el fragmento entre el Parque y la Central había unas cuantas casas de alto y, en una de ellas, a par de cuadras más o menos, vivía un médico y su esposa, la cual utilizaba un fogón de keroseno para, según sus propios testimonios, hervir prendas mayores que exigieran mucho rato de candela y, por tanto, consumo en abundancia del gas, tan limitado.
Entonces, ¿cómo sería posible que, si aquel fogón era empleado esporádicamente, se descompusiera tan a menudo? Porque es una yegua con las manos esta mujer, no puedo pensar otra cosa, me contestó Robertón. Aquél era uno de los fogones que más reparábamos. Y eso que teníamos clientas sin más camino que, como una mayoría tan cercana a la totalidad, pegar con el keroseno día tras día.
Las solicitudes de reparación, tanto las de televisores como las de fogones, nos las dejaban en casa de Robertón; si bien algunos interesados nos las hacían saber al encontrarnos por ahí.
Anteayer, en el bar Toppe, la mujer nos había hecho llegar el pedido. Se hallaba con su marido el médico –que al fin vimos por primera vez: un hombre coloradito, de baja estatura, de suma languidez tanto de cuerpo como de modales– dándose unos tragos en la barra. Ella era mulata lavada –es decir, de piel más blanca que muchas mujeres blancas–, espigada, de caminar altanero, con el cabello negro y frondoso –evidentemente de rizado congénito y, evidentemente, acicalado con brillantinas y champús que debían costarle oro al médico en la bolsa negra–, la cara redonda de rasgos finos con una nariz estrictamente estilizada y la boca, no habrá otra manera de decirlo, carnosa. Cuando levantaba el paso, las nalgas se iban por su cuenta a un lado y al otro, parecían amenazar a lo que estaba a un metro de distancia a izquierda y derecha.
Esta mañana nos recibe con un café fuerte y puro como es difícil hallar –sin dudas tostado en la casa luego de comprarlo verde de contrabando– y a seguidas con una botella de ron que ha puesto, como si la incrustara, en la meseta de la cocina. Nos alcanza los vasos. Anda con una bata de casa suficientemente transparente y, cuando entra al patiecito, se le marca todo; es como verla desnuda detrás de un humo tenue.
“Dame grafito, machete”, me pide Robertón y ahí se lo doy. También en este trabajo soy sólo el ayudante. La mujer va de la sala al comedor, a la cocina, al patiecito, que están en fila, y en algún momento se mete en los cuartos, a un lado, y vuelve a la sala y prende el radio o el tocadiscos. Ella le ha preguntado a Robertón que si sabe (no preguntó si sabemos, no me cuenta) reparar tocadiscos: el suyo tiene la aguja dañada parece. “No, todavía... Todavía no reparo tocadiscos”, ha respondido él. “Es la cremallera”, me dice el maestro cuando ella anda en uno de sus pases por los cuartos. “Qué clase de manos tiene esta mulata, cachorro –agrega–: partió la cremallera y no hace tanto se la pusimos nueva”.
Ella sigue activando todo el ruido que encuentra en su camino, aun la batidora, que echa a andar y nos invita a un batido de chocolate. “No, el chocolate no guarda concordancia con el ron, pero agradecidos”, le contesta Robertón por los dos. Chocolate. Cuántas conexiones habrá de tener el médico, y cuánto dinero habrá de conseguir, para alcanzar semejante deleite en esta época “Qué clase de alboroto tiene esta mujer”, le susurro al maestro. “Sí, pero no te vayas a meter, lobo, que ya sabes, estoy tallándola”, responde él sin mirarme.
Ah, olvidé aclararlo: el problema es en esa sola hornilla, le dice ella a Robertón llegando de la sala. Tampoco lleva sostén: se ha puesto de perfil contra la luz del patiecito, inclinándose un poco, y ahí están, a la mano, un poco más que medianos, piramidales, de esos que no llegan a plegarse al pecho; enhiestos, como aún dicen ciertos poetas. No acierto con la llave de la boquilla, no logro encentrar el grafito, todo se me salta, se me cae; estoy temblando. El propio Robertón me lo ha dicho: las mulatas como ésta tienen las aréolas del color del dátil.
Se va a la sala canturreando, moviendo las nalgas y, por delante, allá va el par de senos sin sostén como anunciando que a seguidas viene el resto. “No trae sostén, Robertón, por Dios”. “No, no trae”, responde y sigue buscando en la caja de herramientas una cremallera que esté lo mejor posible: todas las que traemos, como la mayoría de las piezas últimamente, son usadas. “Cabilla, alcánzame un trago”. Se lo alcanzo y me sirvo uno largo a ver si se me reducen las palpitaciones. Y allá, en la sala, ella echa a andar otro disco, de Lola Flores. Ay, pena, penita, pena/ pena de mi corazón..., canta Lola Flores. La miro. Está en el balcón de espaldas hacia acá con sus manos duras afincadas en el barandal, mirando a un lado y a otro, y esta posición le exige levantar las nalgas un poco más de lo que ya las tiene por naturaleza. Como en el patiecito, también se hace la transparencia, ahora con la luz de la calle. La sigo con la vista de los talones a las piernas anchas, a las corvas, a las nalgas, a la cintura cerrada, a la espalda, a los hombros rectos y anchos pero que, si se trazasen sendas líneas desde los extremos de éstos hasta las esquinas bajas de las nalgas, se formaría un trapecio, cual debe ser. Mira hacia acá y me sorprende observándola. Si volvió la vista hacia acá de súbito habrá sido para comprobar si la estábamos mirando. “Qué te pasa, chacal, acaba de poner el grafito, ¿qué te pasa?”, me reclama el maestro. Es un desierto de arena, pena/ es mi gloria y mi pená/ ay pená, ay pená/ ay pena, penita pena, está cantando Lola Flores y ella también lo canta, más alto que Lola Flores, mientras va desde el balcón hacia uno de los cuartos.
Ahora tú chequea la aguja y vuelve a poner grafito, me conmina Robertón mientras toma su vaso del piso y comienza a saborear un trago. Saco la boquilla de salida y le paso lija: el orificio ha perdido su exacta redondez, de este modo el chorro de keroseno gasificado, al salir, se desbanda, y la flama, en lugar de azul, se da roja, tiznera. Despejo el conducto que viene del tanque de combustible, afino la aguja para que cruce con exactitud por el orificio de salida. La mujer ha seguido a todo lo largo de la cara del lompleyin cantando a dúo con Lola Flores. Y yendo de un lado a otro. Dejando sus brasas en uno y otro sitio.
Robertón coloca la cremallera “recuperada” (en aquel “nuevo proceso social” existente en la isla se le decía “recuperado” o “recuperada” a lo que ya no servía, pero tenía que servir), enrosca el quemador y, finalmente, ajusta la manija y exclama: “Ahora veremos, señoras y señores, cómo la llama sale azulita”. La mulata se halla junto a él con las manos vueltas hacia sí apoyadas en la meseta, y el empeine hacia adelante rozando el borde de ésta. Me quedo agachado, recogiendo y guardando las herramientas más tiempo del necesario; la miro de a través rodillas arriba. Ella pone alcohol en el calorífero, lo enciende y agarra un vaso de un escurridor que se halla encima de la meseta: “Un traguito no me vendrá mal”, dice a la par que suelta un suspiro grueso, cuyo hálito, denso, caliente, llega hasta mi nariz. Robertón sirve ron para los tres y a seguidas celebra la música que ella gusta escuchar; luego, busca alguna ilación con las canciones de Lola Flores y comienza a hablar de literatura germánica, consciente, claro, de que ella no sabe ni lo que significa la palabra germánica. Cuando la flama en el calorífero se va extinguiendo, el maestro, repitiendo con compás musical azu-li-ta azu-li-ta azu-li-ta, hace girar la manija, prende un fósforo y lo acerca al quemador. La llama sale azul y potente. Lo de potente es por la limpieza del conducto que había hecho yo. “Qué bueno quedó –exclama ella–. ¿Cuánto es?” “¿Y tú por qué no te llegas a casa de Josefina y vas desarmando su fogón, para ir adelantando?”, me propone Robertón.
Termino de empacar las herramientas y me despido de la mujer.
Robertón y yo íbamos bajando Tristá en sentido contrario. En el fragmento entre el Parque y la Central había unas cuantas casas de alto y, en una de ellas, a par de cuadras más o menos, vivía un médico y su esposa, la cual utilizaba un fogón de keroseno para, según sus propios testimonios, hervir prendas mayores que exigieran mucho rato de candela y, por tanto, consumo en abundancia del gas, tan limitado.
Entonces, ¿cómo sería posible que, si aquel fogón era empleado esporádicamente, se descompusiera tan a menudo? Porque es una yegua con las manos esta mujer, no puedo pensar otra cosa, me contestó Robertón. Aquél era uno de los fogones que más reparábamos. Y eso que teníamos clientas sin más camino que, como una mayoría tan cercana a la totalidad, pegar con el keroseno día tras día.
Las solicitudes de reparación, tanto las de televisores como las de fogones, nos las dejaban en casa de Robertón; si bien algunos interesados nos las hacían saber al encontrarnos por ahí.
Anteayer, en el bar Toppe, la mujer nos había hecho llegar el pedido. Se hallaba con su marido el médico –que al fin vimos por primera vez: un hombre coloradito, de baja estatura, de suma languidez tanto de cuerpo como de modales– dándose unos tragos en la barra. Ella era mulata lavada –es decir, de piel más blanca que muchas mujeres blancas–, espigada, de caminar altanero, con el cabello negro y frondoso –evidentemente de rizado congénito y, evidentemente, acicalado con brillantinas y champús que debían costarle oro al médico en la bolsa negra–, la cara redonda de rasgos finos con una nariz estrictamente estilizada y la boca, no habrá otra manera de decirlo, carnosa. Cuando levantaba el paso, las nalgas se iban por su cuenta a un lado y al otro, parecían amenazar a lo que estaba a un metro de distancia a izquierda y derecha.
Esta mañana nos recibe con un café fuerte y puro como es difícil hallar –sin dudas tostado en la casa luego de comprarlo verde de contrabando– y a seguidas con una botella de ron que ha puesto, como si la incrustara, en la meseta de la cocina. Nos alcanza los vasos. Anda con una bata de casa suficientemente transparente y, cuando entra al patiecito, se le marca todo; es como verla desnuda detrás de un humo tenue.
“Dame grafito, machete”, me pide Robertón y ahí se lo doy. También en este trabajo soy sólo el ayudante. La mujer va de la sala al comedor, a la cocina, al patiecito, que están en fila, y en algún momento se mete en los cuartos, a un lado, y vuelve a la sala y prende el radio o el tocadiscos. Ella le ha preguntado a Robertón que si sabe (no preguntó si sabemos, no me cuenta) reparar tocadiscos: el suyo tiene la aguja dañada parece. “No, todavía... Todavía no reparo tocadiscos”, ha respondido él. “Es la cremallera”, me dice el maestro cuando ella anda en uno de sus pases por los cuartos. “Qué clase de manos tiene esta mulata, cachorro –agrega–: partió la cremallera y no hace tanto se la pusimos nueva”.
Ella sigue activando todo el ruido que encuentra en su camino, aun la batidora, que echa a andar y nos invita a un batido de chocolate. “No, el chocolate no guarda concordancia con el ron, pero agradecidos”, le contesta Robertón por los dos. Chocolate. Cuántas conexiones habrá de tener el médico, y cuánto dinero habrá de conseguir, para alcanzar semejante deleite en esta época “Qué clase de alboroto tiene esta mujer”, le susurro al maestro. “Sí, pero no te vayas a meter, lobo, que ya sabes, estoy tallándola”, responde él sin mirarme.
Ah, olvidé aclararlo: el problema es en esa sola hornilla, le dice ella a Robertón llegando de la sala. Tampoco lleva sostén: se ha puesto de perfil contra la luz del patiecito, inclinándose un poco, y ahí están, a la mano, un poco más que medianos, piramidales, de esos que no llegan a plegarse al pecho; enhiestos, como aún dicen ciertos poetas. No acierto con la llave de la boquilla, no logro encentrar el grafito, todo se me salta, se me cae; estoy temblando. El propio Robertón me lo ha dicho: las mulatas como ésta tienen las aréolas del color del dátil.
Se va a la sala canturreando, moviendo las nalgas y, por delante, allá va el par de senos sin sostén como anunciando que a seguidas viene el resto. “No trae sostén, Robertón, por Dios”. “No, no trae”, responde y sigue buscando en la caja de herramientas una cremallera que esté lo mejor posible: todas las que traemos, como la mayoría de las piezas últimamente, son usadas. “Cabilla, alcánzame un trago”. Se lo alcanzo y me sirvo uno largo a ver si se me reducen las palpitaciones. Y allá, en la sala, ella echa a andar otro disco, de Lola Flores. Ay, pena, penita, pena/ pena de mi corazón..., canta Lola Flores. La miro. Está en el balcón de espaldas hacia acá con sus manos duras afincadas en el barandal, mirando a un lado y a otro, y esta posición le exige levantar las nalgas un poco más de lo que ya las tiene por naturaleza. Como en el patiecito, también se hace la transparencia, ahora con la luz de la calle. La sigo con la vista de los talones a las piernas anchas, a las corvas, a las nalgas, a la cintura cerrada, a la espalda, a los hombros rectos y anchos pero que, si se trazasen sendas líneas desde los extremos de éstos hasta las esquinas bajas de las nalgas, se formaría un trapecio, cual debe ser. Mira hacia acá y me sorprende observándola. Si volvió la vista hacia acá de súbito habrá sido para comprobar si la estábamos mirando. “Qué te pasa, chacal, acaba de poner el grafito, ¿qué te pasa?”, me reclama el maestro. Es un desierto de arena, pena/ es mi gloria y mi pená/ ay pená, ay pená/ ay pena, penita pena, está cantando Lola Flores y ella también lo canta, más alto que Lola Flores, mientras va desde el balcón hacia uno de los cuartos.
Ahora tú chequea la aguja y vuelve a poner grafito, me conmina Robertón mientras toma su vaso del piso y comienza a saborear un trago. Saco la boquilla de salida y le paso lija: el orificio ha perdido su exacta redondez, de este modo el chorro de keroseno gasificado, al salir, se desbanda, y la flama, en lugar de azul, se da roja, tiznera. Despejo el conducto que viene del tanque de combustible, afino la aguja para que cruce con exactitud por el orificio de salida. La mujer ha seguido a todo lo largo de la cara del lompleyin cantando a dúo con Lola Flores. Y yendo de un lado a otro. Dejando sus brasas en uno y otro sitio.
Robertón coloca la cremallera “recuperada” (en aquel “nuevo proceso social” existente en la isla se le decía “recuperado” o “recuperada” a lo que ya no servía, pero tenía que servir), enrosca el quemador y, finalmente, ajusta la manija y exclama: “Ahora veremos, señoras y señores, cómo la llama sale azulita”. La mulata se halla junto a él con las manos vueltas hacia sí apoyadas en la meseta, y el empeine hacia adelante rozando el borde de ésta. Me quedo agachado, recogiendo y guardando las herramientas más tiempo del necesario; la miro de a través rodillas arriba. Ella pone alcohol en el calorífero, lo enciende y agarra un vaso de un escurridor que se halla encima de la meseta: “Un traguito no me vendrá mal”, dice a la par que suelta un suspiro grueso, cuyo hálito, denso, caliente, llega hasta mi nariz. Robertón sirve ron para los tres y a seguidas celebra la música que ella gusta escuchar; luego, busca alguna ilación con las canciones de Lola Flores y comienza a hablar de literatura germánica, consciente, claro, de que ella no sabe ni lo que significa la palabra germánica. Cuando la flama en el calorífero se va extinguiendo, el maestro, repitiendo con compás musical azu-li-ta azu-li-ta azu-li-ta, hace girar la manija, prende un fósforo y lo acerca al quemador. La llama sale azul y potente. Lo de potente es por la limpieza del conducto que había hecho yo. “Qué bueno quedó –exclama ella–. ¿Cuánto es?” “¿Y tú por qué no te llegas a casa de Josefina y vas desarmando su fogón, para ir adelantando?”, me propone Robertón.
Termino de empacar las herramientas y me despido de la mujer.
Me fui hasta el Parque y me senté en un banco frente al hotel Santa Clara Libre. Recordé al médico: era un hombre muy suavecito; se me ocurrió que aquella mulata espigada, recia, de tan altanero andar, podría convertirlo en jugo si lo abrazaba. Como una hora después desembocó Robertón por la calle Tristá y miró hacia los lados. Le chiflo y parte hacia mí. Viene con esa expresión satisfecha de quien ha terminado de comer. Se sienta a mi lado y me entrega un paquete envuelto en papel azul de regalo. –Esto me lo regaló ella –me dice–, es una caja de talco. –¿Y por qué me la das? –Porque entonces yo te la regalo a ti para que tú se la regales a Magalí... o a ese maricón socio tuyo.
*****************************FIN*******************
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Datos del autor:
Félix Luis Viera: (Santa Clara, 1945) Poeta, cuentista y novelista. Ha publicado los poemarios: Una melodía sin ton ni son bajo la lluvia (Premio David de Poesía de la Uneac, 1976, Ediciones Unión, Cuba), Prefiero los que cantan (1988, Ediciones Unión, Cuba), Cada día muero 24 horas (1990, Editorial Letras Cubanas), Y me han dolido los cuchillos (1991, Editorial Capiro, Cuba), Poemas de amor y de olvido (1994, Editorial Capiro, Cuba) y La que se fue (2008, Red de los Poetas salvajes, México); los libros de cuento: Las llamas en el cielo (1983, Ediciones Unión, Cuba), En el nombre del hijo (Premio de la Crítica 1983. Editorial Letras Cubanas. Reedición 1986. ) y Precio del amor (1990, Editorial Letras Cubanas); las novelas Con tu vestido blanco (Premio Nacional de Novela de la UNEAC 1987 y Premio de la Crítica 1988. Ediciones Unión, Cuba), Serás comunista, pero te quiero (1995, Ediciones Unión, Cuba), Un ciervo herido (Editorial Plaza Mayor, Puerto Rico, 2003) y la novela corta Inglaterra Hernández (Ediciones Universidad Veracruzana, 1997. Reediciones 2002, 2006 y 2008, Edizoni Il Flogio, Italia.) Su más reciente novela, Un ciervo herido –que aborda el tema de las Umap, eufemísticamente llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción y, en realidad, campos de trabajos forzados establecidos en Cuba en la década de 1960–, ha sido traducida al italiano por la editorial L´Ancora del Mediterráneo. Actualmente es ciudadano mexicano.
Datos del autor tomados de La Primera Palabra, Blog de Heriberto Hernández Medina.
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21 comentarios:
interesante conocer de lo que sigue haciendo Felix Luis Viera . Gracias por sostenernos el hilo de la historia de la literatura cubana de dentro y fuera.
abrazos
Juan Carlos: He disfrutado mucho leyendo a Viera. A veces nos escribimos, siempre leo sus artículos y comentarios, me he leido todas sus novelas y poemarios. Fue mi jefe en un tiempo y fue muy generoso conmigo. Cuando Heriberto publicó mi novela él escribió un largo comentario que me alegró mucho y se lo agradecí. Lo creo un hombre íntegro, simpático y amigo. Demasiadas virtudes que él sabe muy bien llevar. Un abrazo, aristides.
Mayra Delgado Novoa ha comentado
"Intenté dejarle un mensaje en el blog, pero no hubo manera que pudiera. Le decía que es un excelente fragmento. De Felix Luis Viera conocía la poesía, pero veo que su narrativa es también interesante. Gracias por compartirlo!"
Que Dios le dé luz, que esta novela sea publicada pronto, el fragmento es magistral, qué tono.
He leido algún otro fragmento de esta novela. Este que usted publica es intenso, cómo será posible ir de una parte a otra sin poner siquiera punto y seguido, y uno no pierde el interes, al contrario, es la ténica de este autor... tan buena. Espero que la novela sea publicada pronto, es un maestro de verdad.
olvidé poner mi nombre en el comentario, disculpas
Claudia Araiza
Pedro Felipe Lopez July 12, 2010 at 3:34pm Mensaje por facebook
(sin asunto)
Muchas gracias por publicar EL CORAZON DEL REY. Su narrativa me llevó en un Sentimental Journey de la última vez que visite a Santa Clara en el año 1963 Me es de un valor patriótico emocional de sabor amargo dulce de mis vida en Santa Clara en los años 57 y 58, durante el cierre de la Universidad de la Habana , para asistir a la facultad de Pedagogía de la universidad central Marta Abreu. La foto que publicas en tu SENTADOS EN EL AIRE - muestra el parque Vidal y el Hotel Santa Clara Libre, que si mal no recuerdo debe estar todavía marcado por impactos de balas de la metralletas checas . El nombre del Edificio era Cloris , y estaba frente al Teatro La Caridad construido por Marta Abreu
Mil perdones al director del blog, puse este post en otro texto, de poemas, también muy buenos por cierto.
Anonymous said...
Escrito como con la precisión de un relojero, se va deslizando uno hasta el final, chido el fragmento. Ojalá la novela circule aquí en México.
Maestro Félix Luis, aprovecho para dejarle un saludo. Teresita me pasó el link.
Alejandro Reyes Juárez
Sin novedad el suceso, doblemente agradecido por la lectura a Ricardo Riverón y a Félix Luís Viera, excelentes escritores y mejores personas, gracias a todos por acercarse al Corazón del Rey.
Esto es lo que se llama un erostismo fino, uno va detrás de esa mulata, "lavada" dice el narrador, que ya quisiera ver una por acá, Félix Luis, a ver qué tal, que parece verla moviendose y que tanto hace sufrir al chavo amolado.
Si esto es un fragmento y con esa portada ya me imagino como viene la ranchera en esta novela. Gracias.
Eduardo Ortega
por lo que veo en el frgamento creo que esta novela será un de esas que tanta falta hacen para no olvidar el pasado y poner a la luz la memoria perdida o borrada por quienes les conviene, eso del erotismo y el humor ya veremos, segun dice en letra tan chiquita la contraportada. Gracias.
Felix, espero ya pronto salga la novela a la venta, muero de ganas de leerla. Tremendo fragmento.
Excelente texto, magnífico escritor.
Gracias, amigo Juan Carlos, por dejarnos leer lo mejor de la literatura cubana.
Bendiciones
qué más decir con lo dicho. Excelente, minuciosa, maldita. "Con ese feeling con el que cuenta las cosas".
gracias Félix, y gracias Juan Carlos
gumersindo
qué más decir con lo dicho. Excelente, minuciosa, maldita. "Con ese feeling con el que cuenta las cosas".
gracias Félix, y gracias Juan Carlos
gumersindo
Maestro Félix Luis, ya había leido un fragmento de esta novela en otr apublicación, este que plica aqui es breve pero da otra idea. Mucha sugerencia, como usted dice, mucho"corte", que mucho valen los silencios, tanto como las palabras. Espero tener la novela pronto.
Angélica Rojas
Este y el otro fragmento que ya había leido son muy buenos. Me encantan.
Espero tenerlo pronto en mis manos.
Un abrazo.
Aarón Freyre
Gracias por este fragmento, Félix Luis, muy sobrio y sugerente. Eso del trapecio de los hombros a los lados inferiores de las nalgas hay que aprendérselo muy bien, la de Gracias al blog. Espero ver pronto la novela.
Víctor Hugo
Viera es un artista intenso, original, con un estilo que se parece a él, es decir, único.
Siempre lo he leído con mucho placer. Ahora me deleito con este fragmento que anuncia una novela memorable, de las vivencias y los recuerdos. Empezando por esa calle Tristá, incrustada en la memoria. Y conociéndolo un poco, no será localismo estrecho, minucia, sino una manera de estar en un mundo en el que podemos participar con nuestras propios recuerdos, poder de la ficción.
No deja de correr al encuentro con su lector la escritura de Viera. Qué alegría!
Felicitaciones para el autor, también para Juan Carlos Martínez por la divulgación.
He tenido el privilegio de estar entre los primeros lectores de la impresionante novela de Viera. La leí en manuscrito, versión original. Sé que el autor la ha corregido y ligeramente reducido y conociéndole, estoy seguro de que el texto ha ganado en intensidad. Entre las cosas más interesantes de "El corazón del rey" está la época que revive y el espacio (pocas novelas hay, que yo sepa, que tengan por carne la vida cotidiana en una capital de provincia cubana durante los primeros años 1960. Se trata, además, de Santa Clara, ciudad que en general cuenta una bibliografía restringida. "El corazón del rey" recoge la vida del personaje-narrador antes de "Un ciervo herido", la otra excelente novela de Viera sobre el período. La una sirve de contexto previo a la otra, pero no solo de contexto biográfico y humano, sino de contexto político-social. Los restos de libertad individual de la Cuba de los primeros años 60 permiten adelantar el zarpazo que en la segunda mitad significaron las siniestrazs UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción: en otras palabras, campos de reeducación)y la "Ofensiva Revolucionaria". Quienes lean "El corazón del rey" deben proseguir con el Alter Ego de Viera en "Un ciervo herido", y quienes hayan leído esta última y estremecedora novela, no deben perderse "El corazón...", una obra más leve, no por el peso de su prosa ni por la profundidad humana, sino porque el mundo reflejado era más luminoso.
Joel Franz Rosell (elpajarolibro.blogspot.com)
Joel muy agradecido con su comentario que propicia una infomación tan válida a los lectores, Viera a puesto lo suyo por el material de que está hecho el narrador, de Caoba, pienso. Muy buena esta promoción para invitar a su lectura.
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