martes, 13 de septiembre de 2011

Y siento más tu muerte que mi vida….




Ricardo Riverón Rojas.
Aunque Agustín de Rojas y yo somos de la misma edad, su eternidad llegó primero que la mía, no porque haya muerto, sino porque su obra ha viajado más lejos y en ella el tiempo tiene más peso específico. Su obra digo, que merece mayor reconocimiento.
No fuimos grandes amigos. Tampoco enemigos. Discrepamos mucho, eso sí, desde aquel lejano 1980 en que se apareció en el taller literario “Juan Oscar Alvarado” con el manuscrito de Espiral, novela con la que ganaría el premio David de ese mismo año.
Agustín abogaba por una poesía que alejara los pies de la tierra mientras yo exigía lo contrario. Ambos ganados por la gran discusión literaria de la época: una poesía de circunstancias versus otra de esencias. Aún ignoro si ambos teníamos razón o en qué por ciento los dos nos equivocábamos.
Pero… ¿saben cómo terminaban aquellas “enconadas” discusiones? Pues con la lectura de las “Actas del taller” que Agustín se esmeraba en redactar, verdaderas joyas de la ironía socarrona que lo caracterizó y tanto nos hizo reír, o rabiar, como mismo lo hicieron sus infinitas cartas donde, ajedrecista hasta el final, ponía numerosas trampas sofísticas a sus interlocutores para agarrarlos fuera de base y comerles la dama o darle jaque mate al peón más simple.
Tiene razón Arístides Vega, se nos va un niño travieso: aquel que se propuso demostrarle a Pablo René Estévez que la Estética no es una ciencia y para ello hiló una larga longaniza de ejemplos que ningún doctor pudo rebatir con el mismo ingenio que él derrochó en sus devaluaciones.
Aquel debate, que despertó un interés desmesurado, condujo a su más controvertido libro, del cual fui editor. Catarsis y sociedad (Ediciones Capiro, 1993) en su recorrido editorial tuvo un final parecido al de la fiesta del Guatao, primero por la bronca en torno los honorarios —que me ganó— y, finalmente, por la polémica con Jorge Ángel Hernández y Omar Valiño, vertida en las páginas del suplemento Huella.
En nuestra relación profesional nunca olvidaré cuando Agustín preparaba con esmero y puntualidad para el propio suplemento Huella (en su primera etapa, cuando yo era jefe de redacción) aquellas traducciones de Asimov que tanta suspicacia despertaron en quienes “analizaban” la publicación. Fue a pedido mío que las hizo y ahí están; quien las busque y las lea sabrá que se trataba de textos sumamente inocentes, pero inquietantes para aquellos finales de los 80’s.
Juntos trabajamos en la fundación del Centro Provincial del Libro y la Literatura y de la Editorial Capiro, en 1990. Él como director del Centro y yo como Jefe del departamento de Literatura. Nunca nos llevamos mejor. Nunca me puso trabas, sino que luchó codo con codo conmigo para que la editorial no naciera torcida. Mucho se le debe a Agustín en ese sentido. No obstante, el detalle gracioso fueron sus consejos de dirección, que duraban dos y tres días y podían ser interrumpidos por un chofer con una pieza harta de grasa en la mano para que Agustín le dijera donde arreglarla, o por el jefe de almacén, que entraba súbito a comunicarle que tenía que despachar los libros y el ayudante estaba perdido, o por El Chino, jefe de servicios, para informarle que no había triciclo para buscar el almuerzo. Era algo desesperante, porque la cadena de imprevistos se ventilaba a la par del consejo, sin censura ni limitaciones para acceder al despacho del “director”.  Desesperante, pero gracioso por lo inusitado.
Ahora me viene a la mente aquella jornada de locura de 1993, cuando en el encuentro debate provincial de talleres literarios, que tuvo por sede el preuniversitario en el campo de La Carranchola, en Manicaragua, Agustín disfrutaba apaciblemente la lectura de no sé qué ensayo, totalmente transportado hacia el nirvana, con las orejas pegadas a las bocinas de audio mientras estas ladraban con más decibeles que cien Berjovinas “El baile del perrito” (magistralmente bailado por Barreto, el de Falcón), quizás en un impresionante alarde guinnes de lector inmune a las catástrofes del éter.
Agustín fue también agricultor, allá por 1994, de una finca redonda (nunca he visto nada parecido) abierta pico y guataca en el marabú colindante a su apartamento de Virginia, donde sembró dos matas de frijoles, tres de yuca, una de tomate, cuatro o cinco de ajíes, y de donde —me dijo— extraería la cosecha del año. Él guataqueaba —no es una exageración— con una guataca cuyo cabo había asegurado con una cuña del mismo palo, razón por la cual se le desencababa constantemente; seguramente todos recuerdan que no hay peor cuña que la del mismo palo, y él lo sabía, pero le daba igual. Donois Arrechea, que me acompañó en la visita a la que también acudió Lorgio Batard, le cambió la cuña por una de otra especie maderable, y cuando Agustín vio que había quedado firme, concluyó, con su gesto más común” Ahhhh, ahora no tengo pretexto para parar cada cinco minutos”. Mirta y las hijas cargaban el agua, en latas de cinco galones, de una cañada adyacente y todos se veían contagiados por la alegría de la posible vendimia. Esa era, seguramente, una de las virtudes de Agustín: involucrar a sus seres queridos en sus deliciosas locuras. De la cría de pollitos de a peso no hablo, porque esa aventura terminó muy rápido, diezmadas las avecillas por la avitaminosis, para dolor de toda la familia y graciosas sesiones de autoburla, a posteriori, de Agustín.
Y cómo olvidar aquella polémica que desde el Club del Poste sostuvimos con Agustín, cuando estuvo en desacuerdo con un artículo mío y la sección humorística que tenía el Club en la revista Umbral. Fue un duro cruce de palabras, pero al final nuestro ido y querido Agustín —ajedrecista hasta el final, ya lo dije— inclinó el rey y felicitó al que adivinó autor de las más agudas respuestas: Yamil Díaz.
Hoy, lejos como estoy de la Patria —lejos pero no distante—, con la certeza de amarla más que nunca y los recuerdos quizás dulcificados por la grandeza que la propia lejanía pone de manifiesto, lamento no haber abrazado más fuertemente y con devoción a ese gran hombre que fue Agustín de Rojas, no haber sido más su amigo, no haberle regalado más sonrisas.
En los últimos tiempos, ignoro por qué, le dio por elogiarme; lo hacía con mis hijos, a quienes les decía: “siéntanse orgullosos de su padre”. No sé si entendí adecuadamente aquella señal, creo que no la reciproqué como merecía. Y lo lamento profundamente. Pero ya no tengo posibilidad de repararlo.
No obstante, por si sirve de algo, lo digo sin pudor, casi con lágrimas: esta muerte me ha dolido tanto, queridos compatriotas de la Patria Grande y de la Patria Chica, “que por doler, me duele hasta el aliento”. Ojalá la eternidad te resulte más habitable y generosa, maestro. Ojalá mi abrazo póstumo te alcance.
Ricardo Riverón Rojas.
México D.F. 12 de septiembre de 2011, 4.48 p.m.
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¡Dios mío, ha muerto Agustín de Roja! ¿Ha muerto o fue abducido?
Recuerdo aquel día de octubre de 1995 en que llegó a mi casa con un mecanuscrito de El Publicano, se lo agradecí enormemente porque, además, visitarme en aquellos día era un acto de de fe y osadía.
Luego me entregaría un trabajo sobre la censura titulado El problema del espejo que ya había leído en la UNEAC de santa Clara: Guarda esto--me dijo--siento carros que me frenan detrás. Ya había comenzado la paranoia que no lo abandonaría jamás.
Ahora creo que él llegó a creerse, que no «filmaba» como muchos decían, que preparó hasta su partida.
Agustín creyó que era la hora de irse y se fue, tal vez a otra galaxia, a otro estadio del tiempo.
Salve Agustín
Alexis Castañeda Pérez de Alejo
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Agustín de Rojas: no saber decir adiós

En la foto, Agustín y Michel Encinosa Fu, uno de sus ahijados más talentosos, en la última y lluviosa tarde de Santa Clara que compartimos, en julio de este año.

 
por Norge Espinosa Mendoza
 La vejez comienza, de manera indeleble, cuando empieza a sorprendernos el modo en que han crecido los hijos de nuestros amigos, y cuando perdemos a varios de nuestros conocidos. La manera en que unos se hacen adultos y el modo en que otros nos abandonan, va creando ese raro estado de ánimo que es la verdadera soledad, al descubrirnos que ya no vibramos según las tensiones de los que lucen sus 20 años, o no podremos dialogar más con alguien que nos parecía imprescindible. en esa santa clara que he reinventado tantas veces, mis antiguos condiscípulos ya se quejan de la estatura de sus hijos, y falta ahora Agustín de Rojas. Que haya muerto él, que era un personaje salido de sus propias novelas, dotado de las maniobras verbales más delirantes y tremendas que uno pudiera esperar de un autor que escribió ciencia ficción para recordarnos que cualquier género exige talento verdadero, me lleva de cabeza a esa otra soledad, en la que sabemos que algo va deshaciéndose, y ni el amparo de las letras nos protege. Con Espiral, en 1980, Agustín removió y catalizó mucho de lo que la ciencia ficción en Cuba era o creía ser. Fue él quien me puso delante de Silvio Rodríguez la única y rápida vez que tuve al trovador delante, para que me firmara el poster de uno de sus escasísimos conciertos en Santa Clara. Y quien me prestó la primera Biblia, para que aprendiera de dónde viene, en mito, literatura y otras formas de la fe, casi todo. Nunca creó escuela, pero sí tenía devotos. Sus cartas y teorías políticas serán pronto parte la leyenda santaclareña. Lo peor es que, tal y como me sucedió con la reciente muerte de mi queridísima Nidia Fajardo, Puchy, para quienes la abrazábamos y queríamos en La Habana y tantas partes, no sé cómo decirle adiós. Fue él quien me enseñó a respetar la literatura fantástica y otros géneros que se tienen por menores. En el centro del laberinto borgiano puedo imaginarlo ahora, riéndose de todo esto. Con la misma sonrisa en que lo vimos durante la sesión de raro homenaje que hace muy poco se le brindó en la sede la de la UNEAC villaclareña, en la que él mismo quiso escoger a sus exégetas, tan confabulador como de costumbre. Que leerlo sea la mejor manera de abrazarlo. Mientras crecen los hijos de los amigos y otras conversaciones van apagándose, irremediablente.
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Agustín, un “loco” despierto en la cultura cubana

 
por Luis Machado Ordetx. 12|9|2011

La Voz del Otro. Allí se sometió al amplio cuestionario oral que hice sin darle tiempo a una reflexión reposada. De aquel encuentro suscribo los puntos de vista que ofreció en torno a la ciencia ficción, su labor narrativa, y también las consideraciones que lo convirtieron en un defensor de la Cultura Cubana.
Agustín, el escritor cubano más prolífero de la ciencia ficción, acaba de fallecer en Santa Clara. Este lunes 12 de septiembre fue sepultado en la necrópolis de esta, su ciudad natal.
A pesar del lamentable suceso, todavía guardo instantes de aquellas asiduas conversaciones momentáneas que ocurrían en las aceras de la calle Céspedes, en las proximidades del Parque Vidal, cuando bien temprano en la mañana salía a auscultar la realidad social que observó por más de seis décadas de existencia.
A paso lento y al saludo de los amigos —tal vez los conocidos—, le hacían detenerse, soltar una ironía en voz baja; decir una sarta de ocurrencias sobre un suceso histórico o el panorama político del mundo. Más de una ocurrencia que movía a la risa o la reflexión soltaba al interlocutor que conocía de su locuaz y pertinente conversación. Por más de veinte años, antes de trascender como escritor tras la llegada de la novela Espiral (1981) —Premio David de Ciencia Ficción—, lo intimé en la calle sin que mediaran formalismos.
Su sencillez al vestir y dialogar, jamás lo envanecieron ante nadie. No importaron sus triunfos literarios para mantenerse por igual: Una leyenda del futuro (1985); El Año 200 (1990); El Publicano (1990) —Premio Dulce María Loynaz—, y Catarsis y sociedad (1995). Desde entonces, decía: “sin un sustrato de humedad no hay hierba que crezca”, para referirse al por qué no escribía en estos tiempos en que un pensamiento más allá de lo cotidiano lo hizo permanecer fiel a sus raíces.
De camino hacia la Academia de Ajedrez de Santa Clara, a donde iba para seguir aprendiendo sobre el juego ciencia y comulgar con los jóvenes que allí concurrían, al encontrarlo casi siempre espetaba: “El espíritu de un pueblo está en el escritor, en el que ausculta la realidad social, porque crear es vivir. Estos son tiempos difíciles donde lo material golpea con una fuerza tremenda; por eso no se puede renunciar a ser un simple vientre”.
Una vez le pregunté, ¿pero Agustín, para que vas a la Academia?, y de inmediato dijo: “Nada, a pensar. Yo soy malísimo en el ajedrez, y la gente me busca para hablar de cosas cotidianas; y escucho sin que el mundo me caiga arriba, sin echarme a reír. El que escribe es por que tiene que decir algo, pero debe saber oír, con humildad. Ahí tienes al barrendero, con un nivel de satisfacción cuando ve terminar su limpieza. Todo lo hace con amor o dedicación. El mayor estímulo es sentirse amigo de esa persona; y si algo necesita la gente cotidiana es el estímulo, el ser juzgado en lo positivo; eso es el saber oír a los demás cuando hay problemas, el reconocimiento de los valores; el tratarlo con respeto, el mostrarlo con aprecio”.
A principios de año, el tercer jueves de enero de 2011, Agustín de Rojas Anido acudió a mi invitación en la tertulia literaria La Voz del Otro, un encuentro mensual entre escritores y periodistas. Vino a compartir el espacio con el periodista Yandrey Lay Fabregat y el público. También a someterse a la inquisición de mis preguntas sobre la ciencia ficción y el periodismo. Son tópicos muy distantes, pero de cierta vinculación. Cada cual, desde su punto de vista, ausculta la realidad; uno la futura, la hipotética; el otro la inmediata, la que hace trascender.
A cada pregunta, entre el sorbo del líquido que rebosa una taza de café y el acostumbrado cigarro Popular, surgió una pertinente respuesta en sentido paternal. Era el profesor, el biólogo, el escritor, el sencillo hombre de calle el que conversaba con el público. Por supuesto, pudieron derivarse muchas interrogantes en torno a lo que decía; en cambio, el imperio del horario, el ceñirse al tiempo, obligó a la coherencia de un diálogo, de un instante de comunicación.
—¿Cómo surgen tus libros?
—Nada, por un azar del tiempo. Ya existen tres estudios universitarios sobre mi obra, aunque creo que se hizo otro por la Universidad de La Habana. Hay cientos de comentarios que la ubican como referente de la ciencia ficción en Cuba. Mi profesión es biólogo, y como hombre de ciencia persiste undeslumbramiento a partir de lecturas juveniles. Allá en el preuniversitario Raúl Cerero Bonilla, de La Habana, se destapó el primer bichito. Ver y disfrutar cómo existen, en manchas negras sobre papel blanco, seres de carne y hueso. Ahí está la magia de la palabra; hace ver cosas que antes no se apreciaban, eso es lo insospechado de la realidad, y comprendí que la ciencia ficción denota los mundos posibles.
—¿Es necesario estudiar Letras para escribir un libro?
—¡No, no, que va! Por suerte no estudié Letras; me hubiera suicidado. Recuerdo que los profesores de Matemática y Español se enfadaron: querían que optara por una de esas especialidades. Tenía idea de estudiar Antropología, y de ahí vino la Biología. Con eso no hubiera escrito jamás, cosa que ahora al cabo de los 60 años entiendo, y la comparación más exacta es cuando ves una película de buena acción en el cine, con la condiciones idóneas. Sales a la calle y te identificas al vivir las imágenes como algo real. Es como percibir las manchas negras sobre el papel, esos personajes son los reales que apreciaste desde la óptica de la ficción, y dices, pero que es esto, un sueño.
“La magia está en la palabra, en el acto de conocer, y pensaba escribir el día que me jubilara; esto era un sueño imposible, como Sancho Panza con su eterna Ínsula. También estaba el trance de la vida, como cuestión práctica —ganabas un premio literario o tenías que cortarte la cabeza—. Pensé en ganar un premio, pero no sabía nada de escritura, y no quería someterme a la literatura corriente, sino a la ciencia. Tenía su conocimiento, y también la captación de ese pensamiento. Todo lo que está detrás del hombre de ciencia, y esa era la única variante para hacer literatura.
“No es hasta finales de 1979 en que anuncian el Premio David. Tenía escrita las dos primeras partes de Espiral. Todo lo hice a máquina, con una cinta que se partía constantemente. Eran más de setecientas cuartillas, y al fin envié la novela. Ya el año anterior Daína Chaviano había ganado ese certamen con Los mundos que amo. Dije entonces: ahora le toca a Espiral. Ángel Arango, el patriarca de la ciencia ficción de Cuba, no era partidario del catastrofismo, y era el presidente del jurado. Lo veía todo perfecto y luminoso. En cambio, mi novela hablaba de guerras nucleares y los sobrevivientes reducidos a nada. Miguel Collazo era otro del jurado, integrado, además por Daína. Ahí ocurre el milagro, me salvan los criterios compartidos, y viene el premio”.
El Publicano tiene un giro, una vuelta, ¿por qué?
—Por la cantidad de cosas que desconocemos, por la existencia de una sola visión; si hay muchas visiones nos podemos marear, y confundirnos y eso es malo. Ya no existe un pensamiento enciclopédico; eso se acabó con el Renacimiento. Sin embargo, cualquier ciencia puede ser objeto de ficción. Hay una diferencia clave si leemos el artículo “Desde la imaginación disciplinada”. ¿Cuál es? Pues, entre fantasía e imaginación. La fantasía, autentica, rompe con lo que es conocido, y en la realidad se introducen cosas que no tienen fundamentación. En la imaginación, lo importante es qué pasaría si…. Es algo que no es conocido, pero al menos resulta probable y no contradice planteamientos. Eso obliga a mayores conocimientos. El mundo no se traslada, y se crean personajes. El escritor de ciencia ficción tiene que preocuparse por la coherencia; ser creíble, y eso sin error no rompe la atmósfera mágica. La coherencia es para mi la visión número uno, con la cosas que allí interaccionan en la creación de un universo.
“Soy un fresco, y se me quedó el hábito de la coherencia. Cuando termino El año 200, estaba totalmente desinformado de lo que se hacía en el mundo: Tenía otra novela casi concluida, pero la dejé por falta de documentación correcta. No quería hacer nada que no fuera reproducción exacta de una época; algo así como novela histórica de ciencia ficción. Algunos no consideran esas obras en un panorama puro, pero aplicando principios científicos, es posible reconstruir la historia con un universo creíble que se enmarque en una época, y que suene convincente. Así nació El Publicano, no para demostrar una tesis, sino para contar aspectos del realismo sin penetrar en signos imaginativos o del concepto clásico de lo fantástico; sin nada artificial.
“Ángel Arango con El visitante inesperado convierte a Jesús en un extraterrestre, casi similar a nosotros. Un científico jamás lo admitiría; por eso fui a los textos bíblicos para no hacerlo creíble, sino que emocione al lector, y demostrar como un individuo tiene una influencia notable en la humanidad. Hasta en los milagros doy una explicación”.
—En la década del 80 trataste de explicar en teoría tu obra, ahí están tus libros teóricos sobre el teatro, ¿porqué ese cambio por la unidad o la organicidad de los seres humanos?
—Mira, si dan una bofetada a un cubano en cualquier parte, uno lo siente como propia. Eso es martiano; ahí está la unidad en el ser humano a la que te refieres. No es salvar el pellejo, sino dibujar con claridad cómo habían soñado Marx y Engels la sociedad del futuro, del comunismo. Creí en el deber que la gente pudiera entender a dónde podíamos llegar, sin que eso fuera una inocencia. Por eso hice algunos ensayitos cortos.
“El escritor tiene como objetivo tratar de preparar a la gente para el futuro; no por hipótesis científicas, sino como abertura hacia las posibilidades persuasivas de la magia literaria. Ahí está la ciencia ficción, con un público capacitado para contemplar al hombre fuera de la faja de su tierra; como si la imaginación permitiera salir más allá de la realidad de los pensamientos normales, coherentes.
“Es como despertar un gusto en el lector; es llamar la atención y dar un impacto social, y cultural en la historia. Es el sueño de la realidad, y la imaginación, sin dudas es más importante que el propio conocimiento, y siempre se va más allá de lo sencillamente conocido. El poder profético de la literatura está, desde los Viajes de Gulliver o Julio Verne. Desde entonces se hablaba de viajes, de la existencia de dos satélites, y recorridos submarinos. Son ejemplos proféticos, de anuncios que aparecen no solo en la ciencia ficción, sino en cualquier palabra escrita por el hombre.
“Por mis concepciones y mi manera de escribir, enclaustrado en Santa Clara, surgió en algunos corrillos el concepto de que ‘¡Agustín está loco!’. En una ocasión dije en la tertulia de La Buena Pipa —conducida por Lorenzo Lunar Cardedo— que ¡sin esa fama de loco, tu sabes dónde estaría yo!’. Lorenzo me interrogó: ‘pero ¿tú estás loco?’, y respondí: ‘bueno hijo tu sabes que la locura tiene muchas definiciones, en alguna estaré yo’. De veras, mi locura es escribir y apreciar la realidad social y cultural de un pueblo; de mi pueblo”.
—Vamos a otro punto. ¿Qué es para ti el hecho cultural?
—Estar aquí conversando con ustedes. Yo a veces me cuestionaba y decía, por aquí no podemos llegar allá. Cuando la UNEAC hace el llamamiento que lo primero que necesitamos salvar es la Cultura, afianzo la perspectiva del conocimiento orgánico del individuo. Los seres humanos más cercanos son mis compatriotas, y si tienen un problema, ese también me afecta a mí. Hay quien es como los canarios que cantan y no se dan cuenta de lo que hay atrás. Está el concepto de mucha gente que por diversas razones quiere ser cualquier cosa menos su tradición cultural, histórica. ¿Quién fuera…? Así dicen. El tipo quiere hablar todos los idiomas, menos el propio. Es el sueño de mucha gente que ve como modelo ideal lo extranjero. No hay cosa que amenace más la integridad cultural de una nación que aspirar a dejar de ser creíble. Eso me preocupó, y me sigue preocupando. Hay quien se viste para aparentar ser un turista, y eso es amenazante.
“La cultura cubana tiene valor; soy un simple producto de la cultura villaclareña, cubana. Defiendo el genio universal de Martí, está regado entre nosotros, y no soy un genio, sino un sencillo cubano, con sus locuras —tal vez una— pero en pelea desde cualquier calle del país. Así abro la vista, y también contribuyo a que mis coetáneos sean cada día mejores.”
Así percibí a Agustín de Rojas Anido. Durante años lo aprecié como un sencillo niño; hombre de ciencias, despierto en defensa de la Cultura Cubana dentro de las constelaciones de un firmamento histórico concebido para defender y confirmar al hombre entre los sueños posibles de ese futuro que describió sobre el papel y su literatura.
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Nunca pensé que Agustín moriría. Le había reservado un espacio, un lugar, donde siempre pensé que existiría, como el robot de Asimov. Hace poco, muy poco, hablé con alguien y salió a relucir Aguistín. y ahora me golpea la noticia. No, no creo que haya muerto. Ese Agustín nos está mirando con su sonrisa pícara por alguna hendija del espacio-tiempo, en alguna dimensión perdida donde quizás, ahora, encarna a algún hidalgo caballero, que bien enjuta su figura llevaba. No, señores, Agustín anda por ahí. Cualquier noche de estas, cuando Marte bien destelle, lléguese usted por el parque Vidal y no se asombre al verlo de lejos conversando y gesticulando, hilvanando historias que, de tanto creérselas él mismo, era capaz de hacérselas creer a los demás.
No te preocupes, Agustín, que por ahí nos volveremos a ver. Recuerda que ya me hiciste el cuento aquel de los lagartos venusinos.
Un abrazo, amigo.
Nos vemos.
F. Mond
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