Los
cabezones de Camajuaní: un libro que ni se alquila ni se vende
Por: Edelmis
Anoceto Vega
Cuando en la introducción a Fieras broncas entre Chivos y Sapos René Batista escribió que había podido atrapar la
memoria histórica de esas fiestas durante más de un siglo,[1]
no estaba dando por concluida su aproximación a este suceso cultural que le era
tan caro y que, de hecho, constituyó elemento esencial en su vida y en su obra.
Si bien aquel volumen de 2006 es uno de los textos más importantes que se hayan
dedicado a esas festividades —el propio René Batista había publicado con
anterioridad libros y artículos periodísticos sobre el tema—, existen dos
razones para que este autor continuara incursionando en las mismas con la
vehemencia y la pasión que lo caracterizaban. Una es la riqueza indiscutible y
el caudal de elementos artísticos que se imbrican en las parrandas, los cuales
ofrecen mucha tela por donde cortar, gracias a que, con mayor o menor calidad y
apego a sus esencias, el evento se sigue celebrando cada año; la otra es la
vocación y la voluntad de este investigador, cuya capacidad de trabajo mantuvo
hasta los días finales de su existencia. A esto último se debe precisamente que
aún hoy podamos seguir disfrutando de libros póstumos como La fiesta del Tocororo o El
vuelo de Andrés La Batúa. Este disfrute solo se ve manchado por la imposibilidad de contar con la
presencia del autor para compartir con él la satisfacción de ver sus
investigaciones plasmadas en blanco y negro.
Esa es exactamente
la situación en que me encuentro hoy ante su Los cabezones de Camajuaní. Una tradición canaria, publicado por la Editorial Idea de Tenerife,
Islas Canarias, 2012, libro que desarrolla en toda su magnitud el fenómeno que
René esbozara en el tercer capítulo del mencionado Fieras broncas… En el presente, como en aquel, se aprecia la
intención del autor de respetar la expresión coloquial de los relatores en
virtud de la naturalidad y de una comunicación con el lector que apela más a la
oralidad que a la literatura. Así visto desde su aspecto formal, el volumen
tiene como primera virtud algo ya recurrente y distintivo en la obra de René: la
gentileza con que se dirige al lector para exponer más que teorizar. Se trata
de una urdimbre articulada en una gracia estilística que se apropia de la
especificidad oral como vehículo de expresiones artísticas que hallan
referentes en al cultura universal.
De inmediato
estamos en presencia del cabezón como figura prácticamente reducida a la
invención particular de los habitantes de una localidad, pero que alcanza
dimensiones extraterritoriales al encarnar personajes como Liborio, Harold
Lloyd, el Tío Sam, Popeye el Marino y Romeo y Julieta, por ejemplo. La historia
y la tipología de los cabezones, su especificidad como creación artesanal y en
complementación con otras manifestaciones artísticas como la música y la poesía
popular son el hilo conductor del volumen, pero durante la lectura no podemos
evitar que mediante la palabra viva se nos bosquejen los rostros de los
testimoniantes y experimentemos, de alguna manera como coprotagonistas, los
sucesos narrados. Así se equilibran magistralmente divertimento y profundidad
conceptual, pues en la exposición ingenua se esconde lo verdaderamente enjundioso
del mensaje de estos hombres de pueblo, quienes sienten su participación en la
parranda no como un acto de repercusión cultural sino como un simple hecho de su
más natural cotidianidad pueblerina.
Es la parranda
camajuanense un fenómeno de la cultura popular que cuenta entre sus
particularidades identitarias al cabezón, de hecho su evolución en el siglo xx está atravesada por la presencia de
este elemento bailable, aunque también por el profundo vacío que ha marcado su
no aparición en las últimas décadas de esa centuria y hasta nuestros días. Debe
considerarse que una expresión de tal espontaneidad como el cabezón de
parranda, como cualquier otra, parte de una necesidad y halla su justificación
en las interioridades socioculturales que rigen el pulso de la creación
popular; los pueblos le abren sus puertas, la acogen y la protegen como algo
valioso para su propia existencia, aun sin caer en la cuenta de esa realidad. Propiciar
su continuidad sin violentar con fórceps esa acogida es, por lo tanto, una
forma directa de proteger las comunidades de agentes externos nocivos como los
medios masivos de vulgarización y banalización, siempre al acecho para llenar vacíos
espirituales; por otro lado, el soslayarla o minimizarla mediante una filistea
devaluación puede abrir profundas heridas en la psiquis colectiva y en la
calidad de vida social. Es por ello que esta compilación de testimonios nos
convoca, más que a evocar, a tocar sensibilidades y a remover conciencias
acerca de la pérdida de este elemento competitivo de los barrios parranderos.
Nada mejor en ese empeño que pasar por alto estudios científicamente
prejuiciados que desde las distancias burocráticas y laptopcráticas ven
desvanecerse lo que las comunidades han forjado durante tantos años y que
muchas veces constituye parte esencial de sus vidas.
Urge ir directamente
a presentar, por ejemplo, a la familia de cabezones que se topa con un funeral
a las tres de la mañana, o al hombre que estuvo cinco días con el cabezón
puesto, o a los cabezones autodefensivos, o la posible intervención
norteamericana en la Isla
por el secuestro de un cabezón, o la boda de dos cabezones que luego tuvieron
tres cabezoncitos, al parrandero que al rescatar el suyo sentenció machete en
mano: «¡Arriba, bola ’e cojones, echen el cabezón pa’ arriba del camión o los
hago picadillo!», y luego colocó un cartel en la fachada de su casa que decía:
«No moleste que no presto el cabesón no lo alquilo no lo vendo y lo bailo
cuando me de la gana gracias».[2]
Atrapar la memoria
histórica de las parrandas no era para René Batista otra cosa que tocarla con
la mano, posibilidad que tuvo, por supuesto, al ser protagonista y espectador
excepcional de las mismas. Era acopiar cuanta foto existía y cuanto impreso se
publicaba; era preocuparse en detalle por el procedimiento artesanal en la
fabricación del cabezón, los materiales, el vestuario, la forma de bailarlo, su
relación con manifestaciones como la música, la danza, la décima y las artes
plásticas, su iconografía, el impacto que producía en los pobladores según
fueran estos menores o adultos; pero sobre todo era, mediante sus propias
palabras, por más sencillas y campechanas que fueran, salvar del olvido a los
hombres y mujeres que hicieron posible este hecho cultural y otorgarles con
ello un lugar de trascendencia que difícilmente tenga cabida en otro tipo de investigación
folclórica.
Con este libro se
reafirma además la validez de un género que en los últimos años viene ganando plazas
en el movimiento autoral villaclareño, y que marca una diferencia con respecto
a otras provincias —revísese en este sentido los premios Memoria del Centro
Pablo—. Mucho ha tenido que ver en ello que sea el nuestro uno de los pocos
territorios, si no el único, desde donde se convoca un premio de testimonio. En
el devenir de esa práctica en predios villaclareños, con antecedentes
emblemáticos en José Seoane Gallo y Samuel Feijóo, la figura de René Batista se
suma como ejemplo impulsor de una labor literaria muchas veces preterida y
subvalorada por instituciones reduccionistas, exclusivistas y «belloletristas»,
tanto editoriales como de promoción.
Se hace preciso aclarar
que si bien en el título se especifica que se trata de una tradición canaria,
la indicación sirve solo como punto de partida para desarrollar el proceso de
arraigamiento en Camajuaní, por ello bien se lee en la introducción, donde el
autor hace una reseña histórica desde la aparición del cabezón en Cuba y luego
en su pueblo natal, que «lo demás es historia que va a ser contada por los
testimoniantes».[3]
El hombre y el
investigador René Batista sabía, quizás de manera intuitiva, que una tradición
tiene nacimiento y muerte naturales, pero también, por experiencia de vida, que
esta puede romperse de manera forzada, quedando solo rutinas que no refieren a
ninguna verdad esencial del contexto donde tuvo surgimiento, dando lugar a fetiches
y reproducciones esteriotipadas que no se ajustan a los marcos establecidos por
la misma tradición. El escritor René Batista sabía a todas luces que la
creación popular era el indicador más elocuente de la riqueza espiritual de sus
conciudadanos, mostrarla al mundo fue un hecho de puro altruismo, pero también
uno de sentido de pertenencia y de amor a su pueblo. Camajuaní debe tener ese
gesto en gran estima. En este sentido se impone llamar la atención a los
implicados en las parrandas camajuanenses, instituciones, instancias de
gobierno y pueblo, sobre el hecho de que paradójicamente es en esta publicación
foránea, que por derecho propio merecería un sitio en cada biblioteca
particular del poblado, donde queda perpetuada una zona de su identidad que a
nadie incumbe más que a ellos.
[1] Cfr. René Batista Moreno: Fieras broncas entre Chivos y Sapos,
Editorial Capiro, 2006, p. 11.
[2] Se
respetó la ortografía.
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