Hace no mucho tiempo trazaba un itinerario de la vida de dos
escritores que no tuvieron la suerte de coincidir sus trenes, no hubo una estación
definida para concretar el encuentro. Hablo del post que escribí para un
acercamiento a la poesía de Camilo Venegas, ESCALERAS PARA SUBIR AL
CIELO. http://www.sentadoenelaire.com/2010/05/escaleras-para-subir-al-cielo.html
De alguna manera quería
cumplir con esa nostalgia de aquellos tiempos que nunca son totalmente del pasado, y recordar lo posible desde
una Gaveta que podía también ser donde caben o se clarifican, no los destinos de
un país pero sí gran parte de esa nostalgia. Y es que aquella guarida refugio
donde Bladimir Zamora me comentó por vez primera de Venegas, y el verso de
Emilio García Montiel, tienen a mi capricho, el que uno quiere treparse en esas sensaciones
casi inigualables donde lo que escribe otro te pertenece, por razones que muchos
"otros" pudieran reclamar. Hace apenas una semana, por gentileza de su autor, ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes?, ( Ediciones Capital Books
), tuvo su
mejor itinerario virtual ante mis ojos; hay cosas que parecen tan veloces como
un clip, o como uno de esos trenes donde se nos va la vida, en curvas y cañaverales
que fueron dispuestos para ver perderse sin entenderlo, los destinos de un país con
todos nosotros dentro, y perderse además aquellos colores de la infancia que no
volverán, porque como en los estadios, todos juntos podemos perder no sólo un
juego importante, sino el sentido de las cosas que nunca más serán las mismas, excepto,
en la memoria.
Lo cierto que aún sigo sin conocer al autor pero algo me dice
que uno se equivoca al pronunciarlo, quizás es mentira, debe ser una contradicción,
es un imposible no conocer a este guajiro del Paradero de Camarones, no se
trata de su bitácora, de su muro de Facebook, es su mundo expuesto para entrar,
como lo hacen los trenes a su llegada a la estación, por increíble que parezca,
esas cosas sólo pueden darse, cuando en realidad el escritor no solo ofrece un
ticket, un puesto en un vagón, un pasillo con algunas ventanas por donde se
describe el paisaje, el hombre que sabe
por qué decimos adiós cuando pasan los trenes, ofrece todo el peso de su
insomnio, diría concretamente que él ha estado embarazado por mucho tiempo, que
tuvo el acierto de no quedarse en desgarrar la historia para que hagamos
catarsis con su feeling, tiene al contarnos una manera mágica de hacer que
entremos, no hay casualidad de quedar fuera, uno vive y respira como uno de sus
personajes, toca y huele el polvo de las cosas que inevitablemente van al
polvo, pasa y marca las huellas por donde ya estuvo, y todo lo logra como se
suceden esas postales de la vida real, porque cada cosa, momento, cada rostro
tiene el arraigo de una identidad que nos pertenece, no importa en cual ciudad
o mapa del mundo ud. ha nacido, es como una estación donde se arriba sin
importar si uno lo merece tanto, es como ese primer amor de juventud que nos
quita la virginidad pero en su esplendor nos deja intacto aquel latido para
siempre. Y para colmo, Camilo Venegas saca uno de esos faroles que no son
imaginarios y nos ilumina: En el
salón de espera hay dos bancos inmensos, uno frente al otro, de manera que todos
los que se sientan en ellos están obligados a mirarse a los ojos o a bajar la
vista. O cuando su abuela se
refiere a uno de esos días sin nombre —En esta casa siempre tuvimos un motivo para
tener una vela encendida —dijo Atlántida con la vista fija en ese lugar que
ella mira cuando no mira a ninguna parte—. Antes los días tenían su santo
escrito debajo del número.
De todos modos yo bien pudiera plagiar todo esto desde los
itinerarios que terminado de leer ya reclamo, bien pudiera haber nacido del
humo de esos trenes que pasan y se llevan como en un coro nuestras voces, pero
le advierto, si ud. quiere, si lo desea mucho, como suelen ser esos sueños que
queremos cumplir con los ojos abiertos, verse
en la luz de un farol o convertirse en un cambiavías o, llegar a esas historias
donde por misterio la belleza bajo un cielo azul puede ser tan complicada y
repetida como uno de esos silencios de un pueblo fantasma al mediodía con sus
casas despintadas y sus paredes a cal y canto, por donde pasan unas nubes
enormes de los incendios vecinos, o por donde se pueda llegar como el ruido de
una locomotora antigua, el ladrido de un perro a medianoche, o por qué no, ser
tan sabio para contemplar un tiempo pasado que siempre fue un porvenir mejor
inscrito, aquellos tiempos donde ser feliz no pareciera tanto el peso de una
condena, y donde la campana de una iglesia, el lamento de un ingenio en plena
zafra o el rugir de ese león al inicio del filme que un cine de pueblo tiene, _para
acomodar sus almas_, que de alguna forma no desean dejar de rodar, como les
pasa a las monedas que se nos caen de improviso. Si de verdad quiere entender ¿Por
qué decimos adiós cuando pasan los trenes?, no se quede solo como una
res a la intemperie, camine sobre el riel, y busque en este libro por donde
pasan no sólo los trenes y las personas que les sirven: Si se requieren las medidas exactas
de algún personaje, puede que esté en las paredes de una de las habitaciones.
En la estación exacta donde como en los
estadios, se respira el aire: Entre el cansancio de un hombre que no
quiere llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.
Juan Carlos Recio
NY/ Mayo 5 del 2012
____________________________________Paradero de Camarones, tomada del Fogonero.
Apuntes para el escenógrafo
El escenario debe ser mucho menos realista
de lo que supone esta descripción.
Tennessee Williams
El escenario es una
vieja estación construida por los Ferrocarriles Unidos de La Habana en 1914. A
su alrededor no hay ni siquiera un detalle que no pueda verse en cualquier
vieja estación de las tantas que aún persisten a lo largo de toda la Isla. Si
se miran desde un aeroplano, las líneas de ferrocarril y los caminos parecerían
heridas abiertas en una uniforme combinación de verdes intensos y sol
irresistible. Los interminables campos de caña y las aisladas torres de los
ingenios azucareros se suceden una y otra vez.
La estación está
pintada de gris con las puertas en azul y los frisos en amarillo. En una de las
puntas del andén podrá leerse el nombre abreviado del pueblo: Camarones. El
edificio tiene la inexplicable forma de un castillo, pero sus merlones y almenas
no consiguen disimular la parte más elevada de un techo de zinc a cuatro aguas.
A un lado de la
ventana de cuatro hojas de la oficina, que sobresale del resto del edificio, se
conserva aún el gancho de la campana con la que se anunciaba la salida de los
trenes. La campana desapareció hace mucho tiempo —existe la hipótesis de que
fue robada para una iglesia de papier maché que desfiló por las
Parrandas de Remedios—, pero su sonido podrá reproducirse cuando se quiera
conseguir un ambiente melancólico, imperecedero.
Para los fondos es
suficiente con un hermoso cielo de verano. En esta región, aún en lo más gris
de noviembre o febrero, siempre es un hecho el sopor de julio y agosto. La
estación tiene dos andenes, que al unirse forman lo que en geometría se conoce
como un triángulo rectángulo. En un andén, el de la fachada, se detienen los
trenes que circulan entre Cienfuegos y Santa Clara. En el otro, sólo los que se
internan o salen por el ramal Cumanayagua (el ramal fue demolido a finales de
la década del noventa; en las historias donde ya no existe, la línea debe
sustituirse por un hierbazal y dos vagones —una plancha y un caboose— que
permanecen varados allí).
Las luces exteriores
de la Estación son bombillas de cien bujías protegidas por pantallas de metal.
Su luz cenital es muy parecida a la de ciertos cuadros de Edward Hopper. En
general, la obra del pintor norteamericano puede ayudar mucho en la
iluminación. En el Paradero de Camarones, incluso en el mismo punto del
mediodía, la luz crea sombras exageradas que siempre se juntan para establecer
nuevas penumbras.
El interior de la
estación está pintado de blanco, azul cobalto y de un amarillo parecido al del
heno. De las paredes cuelgan itinerarios y avisos. En la oficina hay un viejo
reloj de inmensos números romanos, un boletinero, una caja fuerte, teléfonos de
manigueta, faroles, arcos de vías y banderolas verdes, blancas y rojas. En el
salón de espera hay dos bancos inmensos, uno frente al otro, de manera que
todos los que se sientan en ellos están obligados a mirarse a los ojos o a
bajar la vista. En el cuarto de expreso hay dos carretillas (una grande y una
pequeña), una romana, muebles, latas de películas y bultos que pueden ser
despachados en el próximo tren.
La casa de vivienda
no se ha pintado hace mucho tiempo y eso debe notarse. Todas las habitaciones
fueron blancas con una cenefa azul oscuro de poco más de medio metro, pero
sobre ellas hay ahora una manto de humo que han aportado el bagacillo de las
cañas quemadas y el polvo que le sacan a las piedras los trenes que pasan.
El techo por dentro
es de un tabloncillo muy cuidado, pero colmado de telarañas. Es obvio que su
altura no permite que se desholline con regularidad. En muchas paredes hay
apuntes hechos a lápiz, por lo regular medidas de corte y costura que no
pertenecen a ninguno de los que habitan la casa ahora (los hizo la señora
Morales, esposa del anterior jefe de Estación). Si se requieren las medidas
exactas de algún personaje, puede que esté en las paredes de una de las
habitaciones.
La humedad de las
filtraciones y las goteras ha provocado grandes manchas y descascarados en las
paredes, sobre todo en el último cuarto, en la cocina y en el pasillo que une
las dos mitades de la casa. Cada habitación tiene una altísima ventana de dos
hojas y dos postigos. Las ventanas podrían desvanecerse antes de llegar al
techo, permitiendo que la sombra de los trenes que pasan se proyecte en él, lo
cual simularía el efecto de un cinematógrafo.
Una magnífica
balaustrada protege el interior de la casa, por lo que las ventanas siempre
permanecen abiertas al andén. Cuando los personajes aparezcan por las puertas y
las ventanas, como maniquíes o figuras rígidas, inanimadas, el espectador debe
parecer un voyerista que se entromete en lo privado de esos seres.
Los muebles no se
diferencian en gran cosa de los de cualquier casa cubana de los años cincuenta
(en casi todas han permanecido los mismos desde entonces), los adornos tampoco
(un Buda de falsa porcelana, un elefante de espaldas a la puerta de la calle,
una pareja de cisnes colgando de la pared, figuritas de biscuit, un Sagrado
Corazón de Jesús y retratos de la familia en bodas y cumpleaños).
Salvo un piano
vertical color bambú (que ahora yace desafinado y deshecho por el comején), la
mesa, las sillas, el gabinete, el aparador, las mesitas de noche, las coquetas,
los sillones, el sofá y los butacones son de un humilde eclecticismo y a duras
penas han logrado resistir el peso de tantos años. En la cocina la luz es muy
poca debido a que su ventana es mucho más pequeña que las otras.
Sólo hace falta
llamar la atención sobre la enorme campana de la chimenea y sobre un viejísimo
radio Westinghouse que hay encima de una mesa sin pintar. Todas las luces del
interior son incandescentes y de mucha más intensidad que las requeridas por
las dimensiones de los espacios. Si se mira desde lejos, la Estación puede
parecerse a la casa excesivamente iluminada por dentro que Edvard Munch puso al
final de su cuadro Stormen.
Las luces tienen unas
pantallas nacaradas que son originales de la casa, salvo en la sala, donde hay
una vieja lámpara de cobre que cuelga de lo más alto del techo y se mece cuando
el aire sopla con demasiada insistencia. En cada una de ellas, cuando están
encendidas, permanecen revoloteando mariposas nocturnas y toda clase de
insectos.
El Paradero de Camarones debe dar la impresión de estar muerto,
deshabitado y conviene que los personajes permanezcan inmóviles, sin mirar a
ninguna parte, el mayor tiempo posible. Dos carreteras y cuatro callejones dividen
caprichosamente su geografía, sin permitir que una de sus porciones se asemeje
a la otra. Dos tiendas, un bar, una barbería, un cuartel, escuela, una farmacia
y un cine es todo el espacio que tienen para moverse los personajes cuando no
están en sus casas o dentro de un cañaveral.
Si con estos apuntes no se consigue reconstruir el lugar, con un hermoso
cielo de verano es más que suficiente. Tampoco debería desdeñarse el sonido de
la campana. Lo demás puede resolverse con el ruido de los trenes y sus abruptos
pitazos que taladran al silencio de pronto, ahogando cualquier voz o cualquier
canción.
Hay Luna llena siempre.
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