sábado, 19 de mayo de 2012

No debe estar resbaladizo: último consejo de Mario Brito



tomado de VientoyMarea, revista de literatura de Villa Clara.
No: 4 mar/2012
Por Fidel Cruz Rosell

«No debe estar resbaladizo» es una oración que si la descontextualizamos queda en una advertencia contra los riesgos que implica contrarrestar la fricción. Cuando la trasladamos al universo de la creación y específicamente al de la narrativa, puede acogerse indistintamente a presupuestos estéticos o narratológicos o, incluso, éticos. Con semejante exhortación nos invita Mario Brito Fuentes a adentrarnos en su último título, en el que ha agrupado cuatro relatos escritos en distintas épocas.

Ya han transcurrido veinte años de que fuera publicado En torno al equilibrio, su primer libro y uno de los inaugurales de la entonces naciente Editorial Capiro. Veinte años que pueden no ser nada según la perspectiva del que los vive, pero que a Mario le han servido para, a fuerza de ejercicio, llegar a la mayoría de edad como narrador. Ahí están Fuegos fatuos, Dile al corazón que ame en voz baja y Ríos de primavera, de la misma editorial villaclareña, más La tierra del cebú, novela publicada por la editorial Oriente y presente en la recién concluida 21 Feria Internacional del Libro, lo mismo que Había una ventana, cuaderno de cuentos sacado a la luz por San Librario, de Colombia.
Mario ha situado a Ríos de primavera como un punto de giro en su obra, porque en él, dice: «me despego de algunas ataduras y de algunos vicios. Porque no sigo corrientes ni tendencias, al menos conscientemente. Porque lo considero un libro de madurez».[1]

En No debe estar resbaladizo, muestra una vez más su calidad como narrador: una técnica depurada y una mirada aguda y precisa que penetra hasta los resquicios más profundos en busca de las motivaciones biológicas, psicológicas y sociológicas de los cubanos de esta época. Para ello nos sitúa nuevamente en la geografía de Ríos de Primavera, un poblado de su invención que tiene mucho que ver con el entorno donde siempre ha vivido el autor.
El cuaderno se inicia con «El viejo que se comía la suerte», un cuento cruel, descarnado, donde el conflicto se vuelca hacia el interior de la protagonista, una mujer que ha quedado sola al cuidado del suegro enfermo y senil. El paso del tiempo y la decadencia cada vez más evidente del anciano han ido limando las fuerzas de la cuidadora.

Mario juega en ambos lados del campo de los valores éticos. En uno, el deseo vehemente de la mujer de poner fin a la agonía de ambos; en el otro, el respeto a la vida de alguien que ya apenas tiene conocimiento de su existencia. Una contraposición que se va nutriendo poco a poco de elementos a favor y en contra, en un crescendo nada vertiginoso que va convocando lentamente al lector a asentir o a disentir, cuestionándose sus propias convicciones. El abandono, la soledad y la pobreza restallan en este relato. Elementos indispensables para que aflore el desencanto y la tristeza, pero también el atisbo de esperanza que se cuelga de un hilo tan endeble como la superstición.
Pronto el conflicto interno es atacado desde el exterior por un elemento que pretende inclinar la balanza hacia el mal, y que al final va a ejercer como catalizador pero en sentido contrario. Se trata de un increíble «comprador de viejos» que pretende utilizar al anciano como alimento de un cocodrilo, mascota de un personaje aun más siniestro.

La trama le permite al autor explotar la veta escatológica a través de un marcado regodeo en todos los fluidos del cuerpo con sus olores y colores. El tratamiento en detalle acentúa los pesares de la protagonista, que debe sumar la fetidez constante a las angustias cotidianas.
 «De león a mono», segundo relato del libro, cuenta la novatada de un escritor principiante que se enfrenta por vez primera a la «canalla» que se gesta al calor de los eventos literarios. La frase del título, que en su uso habitual remite a un enfrentamiento asimétrico, es utilizada aquí para mostrar la transición de la vanidad al ridículo del protagonista.
A pesar de que el cuento refleja el ambiente de un encuentro-debate provincial de talleres literarios, con la presencia, incluso, de alguna que otra personalidad de las letras en Villa Clara, el argumento no enrumba hacia aspectos de la crítica o la  teoría literaria, sino que se adentra en pos del filón psicológico y sociológico. Por ello los espacios de la trama esquivan los locales de debate y se centra en aquellos en que la interacción es más social que literaria.
El guajirito aspirante a escritor es vapuleado por la caterva de jodedores que siempre pulula entre los cubanos de cualquier extracción social. Su timidez y extrañeza ante un medio totalmente impensado para él lo inhibe y paraliza a la vez que compulsa a aceptar cuanta novedad conlleve, por inaudita que parezca. Por eso, cuando uno de los escritores, que se hace pasar por experimentado practicante de la magia negra, lo convence de que ha sido convertido en un temible león, nuestro apocado personaje despliega la melena que no posee y ruge endemoniadamente, exteriorizando la energía guardada para su futuro literario. El resto de los participantes en el evento cooperan con el taimado performance, propiciándole autenticidad al mismo y aupando a la víctima hacia la cúspide del ridículo.
«¿Agüela se escribe con H?», el tercer relato, recoge las fechorías de dos niños a costa de una abuela no menos traviesa. Aquí Mario se apoya en la confluencia psicológica entre dos edades extremas, una contienda entre abuela y nietos con la madre como mediadora.

Un cumpleaños lleva al clímax las interacciones. Una fiesta a la cubana que el autor aprovecha para descargar atisbos de crítica en contra de las paradojas que aquejan a nuestra realidad económico-social, reflejando las artimañas que han hecho especiales a los cubanos por sobrellevar el día a día de un largo período de tiempo. Las connotaciones cubanas de los verbos resolver y conseguir tan claras para nuestros coetáneos, no así para los extranjeros, como bien apunta Padura en el epílogo a su libro de memorias, quedan expresadas aquí en todo su esplendor.

En este caso se trasladan al entorno hogareño las técnicas de supervivencias. Esta vez la batalla se libra por la adquisición de las confituras por medio de la «inteligencia» sin tener que llegar al «combate» de la piñata. Y aunque la contienda concluye en términos dramáticos, el humor circula de principio a fin. Un humor mucho más explícito que en el resto de la obra de Mario, logrado fundamentalmente a partir de componentes situacionales y, sobre todo, del lenguaje. El autor busca las palabras precisas sin importarle la fuente, y cuando no las halla las inventa: mierdulina, murruñento, cangrejudo, gusmaya, fusmayeta designan y califican cosas, mientras que Marchatrá de tierra o de aire nos remiten a animales imaginarios.
«El piso no debe estar resbaladizo» cierra el cuaderno en tono festivo. Una fiesta de graduación conforma el núcleo espacio-temporal del argumento, donde el protagonista —uno de los recién graduados— transita de la sobriedad a la embriaguez con toda la metamorfosis que este proceso conlleva en algunos individuos.
El cuento —que aprovecha la primera persona y una perspectiva deficiente sustentada en la amnesia temporal inducida por el alcohol— se inicia en el momento de la resaca, cuando el personaje, ya en su casa, es sorprendido en ropas de mujer por la esposa. A partir de aquí, el relato se adentra en una amplia retrospectiva que viaja desde el comienzo de la fiesta hasta que la memoria se atasca en el lodo oscuro de la inconsciencia. Un trayecto en el que el protagonista es rechazado una y otra vez por la mujer que se ha propuesto conquistar a toda costa. Con cada rechazo se reanuda la insistencia hasta desembocar en acciones violentas.

La pregunta qué sucedió en el lapso de tiempo que la memoria se niega a revelar nos lanza en una búsqueda detectivesca junto al marido atrapado in fraganti.
En este cuento, como en el primero, el antihéroe es conducido al ridículo, solo que si antes nos apiadamos del tímido guajirito, ahora más bien nos regocijamos con el castigo a la fanfarronada de quien se cree conocedor absoluto de la psicología femenina y de todos los caminos que conducen al éxito.
Estamos, en fin, ante un cuaderno cuya lectura agradecerá el lector común, por la autenticidad y solidez de las fábulas propuestas, por los personajes trazados en sus perfiles más reveladores y por el humor unas veces sutil y otras, más explícito. Al lector avisado, por su parte, no escapará la destreza narrativa de quien recorre la escritura sin resbalar, no obstante exponerse a peripecias técnicas como la variedad de narradores, puntos de vista y perspectivas; la dislocación de los componentes de la historia… Tampoco pasará por alto, el equilibrado movimiento pendular entre las normas culta y popular del habla, sin menosprecio, incluso, de la vulgar, donde no faltan las frases ingeniosas cargadas de significación ni el reacomodo lexical en función de la trama.
Pienso, en definitiva, que si Mario catalogó a su libro Ríos de Primavera como la impronta de su madurez como escritor, en No debe estar resbaladizo la confirma incuestionablemente.

Notas

1 En entrevista publicada en el boletín digital Antares. Agosto de 2010

sábado, 5 de mayo de 2012

CUANDO SE ESCRIBE PARA LOS OTROS.




Hace no mucho tiempo trazaba un itinerario de la vida de dos escritores que no tuvieron la suerte de coincidir sus trenes, no hubo una estación definida para concretar el encuentro. Hablo del post que escribí para un acercamiento a la poesía de Camilo Venegas, ESCALERAS PARA SUBIR AL CIELO. http://www.sentadoenelaire.com/2010/05/escaleras-para-subir-al-cielo.html

 De alguna manera quería cumplir con esa nostalgia de aquellos tiempos que nunca son totalmente del pasado, y  recordar lo posible desde una Gaveta que podía también ser donde caben o se clarifican, no los destinos de un país pero sí gran parte de esa nostalgia. Y es que aquella guarida refugio donde Bladimir Zamora me comentó por vez primera de Venegas, y el verso de Emilio García Montiel, tienen a mi capricho, el que uno quiere treparse en esas sensaciones casi inigualables donde lo que escribe otro te pertenece, por razones que muchos "otros" pudieran reclamar. Hace apenas una semana, por gentileza de su autor,  ¿Por qué decimos adiós  cuando pasan los trenes?,Ediciones Capital Books ), tuvo su mejor itinerario virtual ante mis ojos; hay cosas que parecen tan veloces como un clip, o como uno de esos trenes donde se nos va la vida, en curvas y cañaverales que fueron dispuestos para ver perderse sin entenderlo, los destinos de un país con todos nosotros dentro, y perderse además aquellos colores de la infancia que no volverán, porque como en los estadios, todos juntos podemos perder no sólo un juego importante, sino el sentido de las cosas que nunca más serán las mismas, excepto, en la memoria.

Lo cierto que aún sigo sin conocer al autor pero algo me dice que uno se equivoca al pronunciarlo, quizás es mentira, debe ser una contradicción, es un imposible no conocer a este guajiro del Paradero de Camarones, no se trata de su bitácora, de su muro de Facebook, es su mundo expuesto para entrar, como lo hacen los trenes a su llegada a la estación, por increíble que parezca, esas cosas sólo pueden darse, cuando en realidad el escritor no solo ofrece un ticket, un puesto en un vagón, un pasillo con algunas ventanas por donde se describe el paisaje, el hombre que sabe por qué decimos adiós cuando pasan los trenes, ofrece todo el peso de su insomnio, diría concretamente que él ha estado embarazado por mucho tiempo, que tuvo el acierto de no quedarse en desgarrar la historia para que hagamos catarsis con su feeling, tiene al contarnos una manera mágica de hacer que entremos, no hay casualidad de quedar fuera, uno vive y respira como uno de sus personajes, toca y huele el polvo de las cosas que inevitablemente van al polvo, pasa y marca las huellas por donde ya estuvo, y todo lo logra como se suceden esas postales de la vida real, porque cada cosa, momento, cada rostro tiene el arraigo de una identidad que nos pertenece, no importa en cual ciudad o mapa del mundo ud. ha nacido, es como una estación donde se arriba sin importar si uno lo merece tanto, es como ese primer amor de juventud que nos quita la virginidad pero en su esplendor nos deja intacto aquel latido para siempre. Y para colmo, Camilo Venegas saca uno de esos faroles que no son imaginarios y nos ilumina:  En el salón de espera hay dos bancos inmensos, uno frente al otro, de manera que todos los que se sientan en ellos están obligados a mirarse a los ojos o a bajar la vista. O cuando su abuela  se refiere a uno de esos días sin nombre —En esta casa siempre tuvimos un motivo para tener una vela encendida —dijo Atlántida con la vista fija en ese lugar que ella mira cuando no mira a ninguna parte—. Antes los días tenían su santo escrito debajo del número.

De todos modos yo bien pudiera plagiar todo esto desde los itinerarios que terminado de leer ya reclamo, bien pudiera haber nacido del humo de esos trenes que pasan y se llevan como en un coro nuestras voces, pero le advierto, si ud. quiere, si lo desea mucho, como suelen ser esos sueños que queremos cumplir con los ojos abiertos,  verse en la luz de un farol o convertirse en un cambiavías o, llegar a esas historias donde por misterio la belleza bajo un cielo azul puede ser tan complicada y repetida como uno de esos silencios de un pueblo fantasma al mediodía con sus casas despintadas y sus paredes a cal y canto, por donde pasan unas nubes enormes de los incendios vecinos, o por donde se pueda llegar como el ruido de una locomotora antigua, el ladrido de un perro a medianoche, o por qué no, ser tan sabio para contemplar un tiempo pasado que siempre fue un porvenir mejor inscrito, aquellos tiempos donde ser feliz no pareciera tanto el peso de una condena, y donde la campana de una iglesia, el lamento de un ingenio en plena zafra o el rugir de ese león al inicio del filme que un cine de pueblo tiene, _para acomodar sus almas_, que de alguna forma no desean dejar de rodar, como les pasa a las monedas que se nos caen de improviso. Si de verdad quiere entender ¿Por qué decimos adiós cuando pasan los trenes?, no se quede solo como una res a la intemperie, camine sobre el riel, y busque en este libro por donde pasan no sólo los trenes y las personas que les sirven: Si se requieren las medidas exactas de algún personaje, puede que esté en las paredes de una de las habitaciones.  En la estación exacta donde como en los estadios, se respira el aire: Entre el cansancio de un hombre que no quiere llegar y el letargo de un mundo que no quiere salir.
Juan Carlos Recio
NY/ Mayo 5 del 2012
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Paradero de Camarones, tomada del Fogonero.

Apuntes para el escenógrafo


El escenario debe ser mucho menos realista
de lo que supone esta descripción.

Tennessee Williams



El escenario es una vieja estación construida por los Ferrocarriles Unidos de La Habana en 1914. A su alrededor no hay ni siquiera un detalle que no pueda verse en cualquier vieja estación de las tantas que aún persisten a lo largo de toda la Isla. Si se miran desde un aeroplano, las líneas de ferrocarril y los caminos parecerían heridas abiertas en una uniforme combinación de verdes intensos y sol irresistible. Los interminables campos de caña y las aisladas torres de los ingenios azucareros se suceden una y otra vez.

La estación está pintada de gris con las puertas en azul y los frisos en amarillo. En una de las puntas del andén podrá leerse el nombre abreviado del pueblo: Camarones. El edificio tiene la inexplicable forma de un castillo, pero sus merlones y almenas no consiguen disimular la parte más elevada de un techo de zinc a cuatro aguas.

A un lado de la ventana de cuatro hojas de la oficina, que sobresale del resto del edificio, se conserva aún el gancho de la campana con la que se anunciaba la salida de los trenes. La campana desapareció hace mucho tiempo —existe la hipótesis de que fue robada para una iglesia de papier maché que desfiló por las Parrandas de Remedios—, pero su sonido podrá reproducirse cuando se quiera conseguir un ambiente melancólico, imperecedero.

Para los fondos es suficiente con un hermoso cielo de verano. En esta región, aún en lo más gris de noviembre o febrero, siempre es un hecho el sopor de julio y agosto. La estación tiene dos andenes, que al unirse forman lo que en geometría se conoce como un triángulo rectángulo. En un andén, el de la fachada, se detienen los trenes que circulan entre Cienfuegos y Santa Clara. En el otro, sólo los que se internan o salen por el ramal Cumanayagua (el ramal fue demolido a finales de la década del noventa; en las historias donde ya no existe, la línea debe sustituirse por un hierbazal y dos vagones —una plancha y un caboose— que permanecen varados allí).

Las luces exteriores de la Estación son bombillas de cien bujías protegidas por pantallas de metal. Su luz cenital es muy parecida a la de ciertos cuadros de Edward Hopper. En general, la obra del pintor norteamericano puede ayudar mucho en la iluminación. En el Paradero de Camarones, incluso en el mismo punto del mediodía, la luz crea sombras exageradas que siempre se juntan para establecer nuevas penumbras. 

El interior de la estación está pintado de blanco, azul cobalto y de un amarillo parecido al del heno. De las paredes cuelgan itinerarios y avisos. En la oficina hay un viejo reloj de inmensos números romanos, un boletinero, una caja fuerte, teléfonos de manigueta, faroles, arcos de vías y banderolas verdes, blancas y rojas. En el salón de espera hay dos bancos inmensos, uno frente al otro, de manera que todos los que se sientan en ellos están obligados a mirarse a los ojos o a bajar la vista. En el cuarto de expreso hay dos carretillas (una grande y una pequeña), una romana, muebles, latas de películas y bultos que pueden ser despachados en el próximo tren.

La casa de vivienda no se ha pintado hace mucho tiempo y eso debe notarse. Todas las habitaciones fueron blancas con una cenefa azul oscuro de poco más de medio metro, pero sobre ellas hay ahora una manto de humo que han aportado el bagacillo de las cañas quemadas y el polvo que le sacan a las piedras los trenes que pasan.

El techo por dentro es de un tabloncillo muy cuidado, pero colmado de telarañas. Es obvio que su altura no permite que se desholline con regularidad. En muchas paredes hay apuntes hechos a lápiz, por lo regular medidas de corte y costura que no pertenecen a ninguno de los que habitan la casa ahora (los hizo la señora Morales, esposa del anterior jefe de Estación). Si se requieren las medidas exactas de algún personaje, puede que esté en las paredes de una de las habitaciones.

La humedad de las filtraciones y las goteras ha provocado grandes manchas y descascarados en las paredes, sobre todo en el último cuarto, en la cocina y en el pasillo que une las dos mitades de la casa. Cada habitación tiene una altísima ventana de dos hojas y dos postigos. Las ventanas podrían desvanecerse antes de llegar al techo, permitiendo que la sombra de los trenes que pasan se proyecte en él, lo cual simularía el efecto de un cinematógrafo.

Una magnífica balaustrada protege el interior de la casa, por lo que las ventanas siempre permanecen abiertas al andén. Cuando los personajes aparezcan por las puertas y las ventanas, como maniquíes o figuras rígidas, inanimadas, el espectador debe parecer un voyerista que se entromete en lo privado de esos seres.

Los muebles no se diferencian en gran cosa de los de cualquier casa cubana de los años cincuenta (en casi todas han permanecido los mismos desde entonces), los adornos tampoco (un Buda de falsa porcelana, un elefante de espaldas a la puerta de la calle, una pareja de cisnes colgando de la pared, figuritas de biscuit, un Sagrado Corazón de Jesús y retratos de la familia en bodas y cumpleaños).

Salvo un piano vertical color bambú (que ahora yace desafinado y deshecho por el comején), la mesa, las sillas, el gabinete, el aparador, las mesitas de noche, las coquetas, los sillones, el sofá y los butacones son de un humilde eclecticismo y a duras penas han logrado resistir el peso de tantos años. En la cocina la luz es muy poca debido a que su ventana es mucho más pequeña que las otras.

Sólo hace falta llamar la atención sobre la enorme campana de la chimenea y sobre un viejísimo radio Westinghouse que hay encima de una mesa sin pintar. Todas las luces del interior son incandescentes y de mucha más intensidad que las requeridas por las dimensiones de los espacios. Si se mira desde lejos, la Estación puede parecerse a la casa excesivamente iluminada por dentro que Edvard Munch puso al final de su cuadro Stormen.

Las luces tienen unas pantallas nacaradas que son originales de la casa, salvo en la sala, donde hay una vieja lámpara de cobre que cuelga de lo más alto del techo y se mece cuando el aire sopla con demasiada insistencia. En cada una de ellas, cuando están encendidas, permanecen revoloteando mariposas nocturnas y toda clase de insectos.
tomado del Fogonero.

El Paradero de Camarones debe dar la impresión de estar muerto, deshabitado y conviene que los personajes permanezcan inmóviles, sin mirar a ninguna parte, el mayor tiempo posible. Dos carreteras y cuatro callejones dividen caprichosamente su geografía, sin permitir que una de sus porciones se asemeje a la otra. Dos tiendas, un bar, una barbería, un cuartel, escuela, una farmacia y un cine es todo el espacio que tienen para moverse los personajes cuando no están en sus casas o dentro de un cañaveral.

Si con estos apuntes no se consigue reconstruir el lugar, con un hermoso cielo de verano es más que suficiente. Tampoco debería desdeñarse el sonido de la campana. Lo demás puede resolverse con el ruido de los trenes y sus abruptos pitazos que taladran al silencio de pronto, ahogando cualquier voz o cualquier canción.

Hay Luna llena siempre.