lunes, 21 de noviembre de 2011

Llueve al otro lado del espejo

 Por Anisley Negrín          

     Si yo pudiera decirte, mi santa, que el mejor espejo es uno mismo, que basta solo con mirarnos dentro, que no hay lado bueno ni malo. Si lo entendiera yo y me dejara de acicalar para ti, que no me ves ni me escuchas, y cesara mi lástima por ese al que empujaste a un final que no era el suyo: el hombre que hubiera podido hacerte feliz.

Él se ganó toda mi lástima al venir, como los demás, por una mezcla de curiosidad y temor. Curiosidad por toparse con esa pitonisa que parecía una diosa cuando se paseaba por las calles sin asfaltar, toda de blanco, desarmando hombres a su paso. A esa hora no importaba si el destino se muestra a través de los caracoles, las carnes abiertas de los peces, la borra del café, los naipes o la mano. El saber asusta.

    Él no sabía lo de la enfermedad, ni tú tampoco. El destino de ese hombre no se mostró ante ti de forma clara. Ni el pez ni el caracol hablaron para él; pagó tan caro tus palabras…..Así surgió la lástima, mi santa, lloviendo lenta y espesa. Las gotas de mi compasión se demoran en lamer los cristales de ese pobre infeliz. La contemplo caer dilatada, cual reptil de vientre aceitoso. La lluvia y la lástima tienen su propia dialéctica, que no necesariamente tiene que ser la nuestra, o la tuya; aunque tú desafíes todas las leyes con esos ojos que echan chispas, y esa osamenta descomunal, y esos pechos puntiagudos que laceran miradas. Mi santa, tú desafías hasta la gravedad cuando te paseas por estas calles sin asfaltar del fin del mundo, cual sobre una pasarela, y eres pitonisa y modelo y reina…Todo a la vez, mi santa, todo a la vez.

   ¿Qué te hizo, si él vino a rendirse a tus pies, a intentar darte un poco de su amor de infeliz? Solo quería acercarse a tu lado divino y tomar prestada un poco de luz. Nada más. Lo sé yo, que me la pasé metido en su cabeza, y sus pensamientos fueron un libro abierto para mí,  porque era un ser inofensivo y lineal, predecible hasta el fin. Te valiste de eso, ¿no es cierto, mi santa? Se nota tu suspicacia. Sí, le vaticinaste sus días fastos, nefastos e intercisos con total precisión. Pobrecito, yo lo veía asombrarse por todas esas patrañas que le vendiste sin ningún escrúpulo, y lloraba por él. Poco, pero lloraba. Poco, pero eran profundas mis lágrimas, como intensa era mi lástima. Asentía a cada pregunta tuya, con sus manitas de grande por gusto hechas un río de sudor. De haber brotado sangre se te hubiera muerto ahí mismo. Entonces trocaría mis lágrimas en risas cuando no supieras qué hacer, si esconderlo en el patio o llamar a alguien, vivo o muerto, da igual, a esa hora nos mezclamos todos, chocamos y nos damos cabezazos. Pero no, mi santa, no hay quien ablande tu corazón de jade. Ni tu madre agonizante conseguiría el milagro de ablandarte. Me gustaría verte convertida en un charco verde sobre el suelo, semejante al vómito.  Sé que odiarías mucho la comparación, pero las imágenes acuden a mí sin yo llamarlas, mi santa, y nada puedo hacer.

        No me dejas otra opción que hablarte y hacerte entrar en razón. Estoy intentándolo desde el primer día en que se apareció el infeliz y esperó paciente su turno, como todo buen muchacho, tan correcto, tan educado cuando se trata de conocer la pitonisa más hermosa de estos parajes.

Me paseaba por las habitaciones de tu casucha, confundido con los clientes que esperaban tu llamado, el día de su llegada. Oír tu reclamo. El siguiente, era un corrientazo que revolvía los estómagos. De ahí la señal subía al corazón y luego al cerebro, que conminaba: Vamos, levántate ya, idiota, que la pitonisa no tiene todo el día para dedicártelo. Entonces el cliente iba a ti, a una mesa con un vaso de agua en medio, que es tan mágico, y un rico olor a palos de incienso, y una atmósfera púrpura como de burdel, y tus ojos, mi santa, girando en sus órbitas; señal de caer en trance, o hacer como quien cae.

     Quise alertarte de los riesgos de fingir el trance, pero no tienes  paciencia para escuchar mi voz, que es un soplo de viento fresco jugando con tu pelo o las cortinas, al que siempre maldices por volarte los naipes. Mi voz es fugaz y tú, sorda. Ella advertía: Mi santa, no finjas el trance, que los espíritus  son unos roñosos de mierda.  No tendrán en cuenta tu figura grácil, o tu piel de delfín, o tus obscenos veinte años, para enviarte una maldición de la cual ni yo mismo podría salvarte. No deseaba eso para ti.

    Es muy dura la vida, lo sé: y el dinero no alcanza, tienes hambre, aunque la disimules tras dietas inventadas para hacerte la actriz de cine que cuida su figura, el techo amenaza con sepultarte. Es dura, pero basta de justificaciones. Después de todo, se huele el gusto que le has tomado a la farsa. Pero, dime si era necesario abusar…Esa criatura se puso en tus manos sin ninguna reserva, y mi piedad por él supera lo mucho que te quiero, mi santa. Te ruego me disculpes. No lo puedo evitar. Él hace que mi lástima llueva lento y el corazón se me comprima, si es que lo tengo.    Estar situado frente a él equivalía a verme reflejado en un espejo, mi santa, y ya te dije: el mejor, uno mismo. Lo miraba y sentía piedad por mí. Me veía como una triste flor de alcantarilla, una florecilla endeble pero bella, siendo arrastrada por la corriente albañal. Ni el lodo mismo podría empañar tal belleza. El lodo no, pero esa predicción sí. Le auguraste un mal que lo roería lentamente. Padecimos juntos al escuchar tu vaticinio, dicho así, tan tranquila. Haga todo lo que tenía pensado hacer, y hágalo pronto, quizás el tiempo no le alcance. Ese fue el puntillazo que faltaba para que comenzara a caer, mi compasión, en finas gotas, preludio de una lluvia de obesos y pausados goterones. El tiempo es lo que más teme un hombre, mi santa. ¿Acaso no lo sabes? Con el tiempo de un hombre está prohibido jugar.

   Si tuviera certeza de que recibes mis palabras, me detendría a enumerarte los esfuerzos que hice para que te creyera. Le puse a mano una herradura, de muy buena reputación contra los daños, hice aparecer en sus bolsillos de infeliz cientos de patas de conejo, prendí azabaches a los cuellos de sus camisas, puse yerbas bajo su colchón; pero el muy tonto te creyó y no le tuvo fe a ningún amuleto. ¡Qué cruel fuiste, mi santa! Y quisiera sentir que me has decepcionado, pero ni eso logro. Tú no me decepcionarás nunca. Es por eso que temo. Y el temor por nosotros es inmenso, idéntico a mi lástima.

    Ese insignificante animalejo se derrumbó, justo como aseguraste, y no debiste…, no debiste. Él no pretendía lastimarte. No podría aunque quisiera, porque las pitonisas como tú son casi invulnerables. Se proveen de algo así como una coraza, que les impide ser atravesadas por sentimientos tan vulgares como ese poco de cariño que él te entregó sin pedir nada a cambio. Presencié todo el proceso de su decaimiento, mi santa, y era triste, muy triste verlo encogerse, hacerse cada vez más pequeño, leer su mente cuando pensaba: Me voy a morir, la pitonisa me lo dijo, los espíritus se lo dijeron a ella, nadie sabe más que los espíritus. Iluso, siempre hay quien sabe un poco más, incluso que aquellos que más saben.

Yo me zambullía dentro de él, al punto de hacerlo resplandecer como una estrella, y el espejo se empeñaba en reflejar su deterioro. El espejo discrimina, sin piedad, todo lo gran hombre que pudimos ser algún día, lo que de bondad nos queda, los sentimientos puros; y nos enseña esa mala cara que llegamos a detestar con tanta furia, como si no fuese la nuestra. Maldigo al espejo, mi santa, y me maldigo, porque quizás pude hacer más por ese desdichado que te quería de veras, igual que te quiero yo, y no lo hice. ¿No te has preguntado qué hubiese sido de él, de no haberlo condenado? Bien se hubiera visto de padre de familia. Una vida normal, como la de los demás seres normales, llena de paz, de ese sosiego que tanto se parece a la dicha. A lo mejor te enamoraba ese primer día en que vino a consultarse contigo y te hacía su esposa. Ahora te verías tú, mi santa, convertida en madre, en dueña de casa, una casa mejor que esta choza miserable que ya no te sirve de refugio, en gran amante…Él se hubiera conseguido un buen trabajo y no tendrías que vender patrañas para ganarte la vida. Y yo estaría orgulloso de ambos y bendeciría tu hogar con miles de conjuros blancos y siempre tendría buenos sueños. Quizás hasta te visitara y conversáramos en completa y absoluta frecuencia. Eso sería maravilloso, mi santa, pero la realidad es otra, muy distinta. Por eso imploro clemencia para él, lloviendo mi lástima a cántaros;  que termine por inundar las calles sin asfalto, aplaque el polvo del camino, desborde los ríos, las cloacas, refresque los corazones como el tuyo, destupa tus oídos y lave tus ojos, para que me puedas percibir tal como soy. Pero está la culpa. Hay que echársela a alguien. Qué remedio queda, sino depositar en ti toda la culpa por las desgracias que sufrió ese pobre infeliz que vino, sincero, a amarte. Un desdichado que recibió los dardos de tu falsa predicción.

     ¡Ay…, mi santa!, si entendieras cada cosa que digo, te concedería el privilegio de verme sin afeites, ni aire de caballero, ni estilo chic. Echaría a un lado esta apariencia fluorescente y me vestiría de carroña para ti.  Quién sabe si te mueres del susto, sola, en tu casucha de mala muerte, y te vuelves etérea como yo, y contemplamos juntos cómo descubren tu cadáver pasada una semana, por el hedor, y escuchamos a la gente que se apiade de ti y dice: Pobre, no vio en las cartas que iba a morir…, y nos dejamos arrastrar por las aguas turbias de las cloacas, como dos flores de alcantarilla, con la esperanza de abrazar el mar.
_______________________Fin___________________
Tomado de su libro: Temporada de Patos.
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Cada libro niega al anterior, y el anterior me niega a mí (entrevista a Anisley Negrín)

Por:  Yaniuris Nápoles Rodríguez

“Hay talento joven pujando un lugar en las letras”, dijo en algún momento Gaudencio Rodríguez Santana. Yo diría que los jóvenes narradores están inmortalizando sus creaciones en tiempo record. Por ejemplo: Anisley Negrín Ruiz, Santa Clara, noviembre de 1981. Primera investigación: apenas unas publicaciones en revistas literarias. Segunda búsqueda —dos años después—: Sueños morados/sueños rojos (Editorial Sed de Belleza); Feeling, Premio de Cuento “Félix Pita Rodríguez”, (Editorial Unicornio); Temporada de patos, Premio de Cuento “Alcorta” (Editorial Cauce); Isla a mediodía, mención en el Concurso Iberoamericano de Cuento Julio Cortázar, Diez cajas de fósforos (Premio de Cuento “David”, todavía en edición).

Enigmática, como suelen ser algunos letrados, accedió a esta entrevista. Demasiado cuidadosa, quizá, para hablar de sí misma y de sus dotes literarias. 

¿Desde cuándo escribes cuentos?

Desde siempre. Desde el estupor ante el enero del 2004 que nacía muerto, y de pronto se estuvo muerto para que yo lo narrara. Desde el primer poema  pésimo que pintó mi pluma y pisoteó mi pie. Desde la primera letra que aprendí, la a, y la segunda, la be, y la tercera, la ce, y la sensación agónica (o canónica) de juntarlas. Desde una acera de mi infancia, frente a un parque. Desde un parque de mi juventud, frente a una acera. En el 2004 me graduaba de una carrera que te enseña que legalidad y justicia no tienen por qué ser lo mismo, y cobraba mi primer salario por decidir no ejercer ni la una ni la otra, sino enseñar a otros que legalidad y justicia no tienen por qué ser lo mismo. En el 2004 intentaba ser otra: me dejé crecer el pelo, me vestí de domingo, me senté en un banco y observé. Decidí que el año estaba bastante muerto ya, así que no había nada que me impidiera escribir. Y escribí. Y estamos hablando de unos cuantos cuentos.

Del primero no me acuerdo, o no quiero acordarme. Lo que tengo como primer buen cuento es un suceso bastante reciente: la lectura de un texto, la inconformidad que sucede al haberse quedado con ganas de más, la tentadora posibilidad de escribir aquello que me hubiera gustado leer. Dicen que eso mismo hacía Eliseo Diego (de hecho, lo dijo él en una entrevista). Así surgió La acera infinita. De mis textos, el que con mejor suerte ha corrido. Y aclaro, es infinita, no eterna.

¿Concibes alguna maqueta de inicio, desarrollo y final de un cuento, o nunca sabes lo que va a pasar en una historia, ni hasta dónde puede llegar el comportamiento de algún personaje?

Me trazo una maqueta, pero nunca sé lo que va a pasar ni a dónde puede llegar, no un personaje, sino yo. Me parece en extremo frío concebir una historia y conseguirla, y por ello, absolutamente fascinante.

¿Cuál es tu fórmula para escribir cuentos? Quiero decir, ¿tienes una?

Sí: E=mc².

¿Hay algún horario que prefieras para escribir, o aprovechas el ataque de la musa dónde quiera que estés?

Prefiero las tardes. Si están nubladas y hace frío, mejor. Si la escritura se hace acompañar de un buen café, un buen té, un buen vaso de vino, perfecto. Si lo que escribo me complace, no quedaría nada por pedir. Pero eso casi nunca sucede. Y a mi musa, si es que la tuve, le dio un ataque al corazón hace bastante tiempo. De ahí que escriba cuando pueda, como pueda, donde pueda: en un tren, de camino a una ciudad que no me pertenece, en la sala de espera de un hospital, mientras mi abuelo abre los ojos al mundo, o el mundo le abre los ojos con un bisturí Nº 10, a falta de láser para extirpar la catarata, en un aula, frente a 45 ó 50 estudiantes, siendo observada por 45 ó 50 pares de ojos. En el mientras tanto que nos permite la vida diaria.

¿Podría decirse que mantienes alguna disciplina para la creación?

Las privaciones, más que inconvenientes nos son innatas. Nos privamos de cosas todo el tiempo. Nos sacrificamos por cosas todo el tiempo. Y escribir me gusta. Así que no me arrepiento. Pudiera decirse que soy disciplinada. Como mismo lo sería el heroinómano cuando persigue la dosis que le hace falta para pasar el día. Escribir es mi heroína. Podría considerarse heroico el acto de hacerlo aún en contra de las relaciones sociales y laborales y el resto del tiempo que me queda para compartir. Pero para héroes basta con Batman, Superman, Constantino, y aquellos que la Historia se empeña en clasificar como tales. A mí la Historia me disolverá, como a la heroína en sangre.


¿Por qué le concedes tanta importancia a los títulos?

Titular es un arte y yo no soy artífice; en todo caso, artificio, obra y gracia del Espíritu Santo. Mi madre lleva el nombre de María, que nunca le pusieron, colgado al cuello. De niña me llevaban a inyectar a ese lugar llamado Nazareno, que para mí era un Calvario. Los títulos me cuestan. Digamos que mi necesidad de explicar atenta contra mi poder de síntesis. Muchas veces opto por el paratexto, como si cuento y título estuvieran al mismo nivel y no se supeditara el uno al otro. Otras, tomo de aquí y allá títulos prestados, siempre que me funcionen, y el texto lo agradece, no así yo.

Háblame sobre algunos personajes de tus cuentos o sobre aquellos que sean agradables para ti.

Recuerdo un vago agrado por todos. Un vago odio por todos. Podría hablarte de algunos, pero creo que te aburrirías. Prefiero hablarte de cuando fui asesino, femme fatale, barrendero, asesino otra vez y víctima, a un tiempo, y las aceras parecían infinitas (o lo eran); de cuando me llamaba Tony y me enamoré de un gato muerto que se parecía demasiado a Dios (o lo era); de cuando usaba ese vestido de guinga rosa que me hacía lucir abierta como una sombrilla de siete mil aristas (¿o lo era?); de cuando una niña con muñeca me bailó muy cerca del rostro, como si yo fuera ciega (¿o lo era?); de las veces que he sido un personaje de mi propia ficción (o lo era), para mi propia afición, o lo que fuera.


O mis personajes están muertos, o soy alguien muy retorcido, porque le guardo afecto a mis personajes negativos —cabría mejor decir oscuros (no creo que los personajes tengan carga eléctrica como las baterías). No podría identificar en mis textos quién es el bueno y quién el malo. Supongo que todos son un poco como yo. En ese caso escribir se convertiría en un juego de espejos, donde el héroe y el villano, cuando se enfrenten, terminarán matando al autor.

¿Le das tus textos a alguna persona que tenga opiniones determinantes para ti?

No los doy, me los roban. Digamos que escribo bajo la supervisión de un gran ojo, similar al de Dios, que absorbe las palabras en la medida en que las escribo. Y el ojo ha ido cambiando. El ojo de los padres. El ojo de un amigo. El ojo escritor. El ojo lector. El ojo censor. El ojo editor. El ojo crítico. El ojo propio. Siempre hay alguien velando la escritura. Alguien que evita (re)velarla demasiado. Alguien que no sabe lo que sobra o falta, pero te hace creer que sí. Alguien con una opinión determinante “sobre” mí.

¿Crees que te ha aportado acercarte a algún grupo de escritores, compartir con ellos, introducir tu nueva creación en algún taller, por ejemplo el “Carlos Loveira” que atiende Lorenzo Lunar?


"Escribir es un acto que se consuma en absoluta soledad". La frase se ha convertido en un lugar común—parafraseando un cuento de Lorenzo—, pero no por ello deja de ser cierta. Lo opuesto sería la vida bohemia. Otra vez los extremos. Mientras, el zen recomienda el equilibrio. Y el equilibrio está en un encuentro mensual, o dos, donde exponer unas pocas ideas y escuchar las que los otros tengan que exponer. "Escribir es un vicio". Otro lugar común o frase hecha. Hecha a la medida. El vicio se vuelve enfermedad. La enfermedad necesita tratamiento, rehabilitación. El taller ideal funcionaría entonces como una especie de clínica, o como los encuentros de Alcohólicos Anónimos. Somos escritores AA, alcalinos, recargables. Don’t throw in fire.


¿Qué tan importantes son para tí los criterios de otros escritores amigos, o no tan amigos?

¿Criterio viene de crítica, o al revés? ¿Podría decirse que uno hace al otro? No sé. No tengo edad suficiente para conceptuar. Todavía. Pero en cualquier caso me interesa lo que los "escritores" tengan que decir sobre mi escritura (¿excritura?). Intento sacar provecho de esos criterios y decidir si un texto malo no lo trabajo más y simplemente lo dejo ahí, con su maldad, para que se defienda por sí mismo. Hay dos palabras que pudieran —descontextualizadas—, significar cualquier cosa, pero que definirían mi posición ante la posición ajena para con mis textos: receptiva y abierta (o al revés). 

¿En qué lugar pones la crítica y qué resulta más importante para ti: la opinión de un escritor en ciernes como tú, un consagrado cazador de publicaciones, o un simple lector alejado del mundo de la creación interesado únicamente en saborear historias?


¿La crítica?, en primer lugar, para que los críticos no se molesten, aunque creo que no abundan, y en último, para no molestar a los escritores, que cada vez son más, a juzgar por la cantidad que gradúa el Centro Onelio Jorge Cardoso anualmente. En ese caso, el lector sería el crítico primigenio, en tanto cuenta con aptitud para emitir un juicio sobre lo que consume. El escritor en ciernes, por su parte, estaría permeado por un alto grado de competitividad. Y el cazador de publicaciones consagrado (¿crítico de profesión?) me suena demasiado a perito, y quién sería —entonces— experto en literatura; pero sobre todo: qué es la literatura.


¿Cómo manejas las teorías literarias, supongo en algún momento hojearás tu ejemplar de Los desafíos de la ficción?


Aún no aprendo a manejar. Soy pésima al volante. Y la teoría literaria es como un autobús lleno de gente. Habría que estar pendiente a todo, de cada señal, de cada cambio de luces, y bajo esa presión no hay quien maneje, solo los expertos (¿peritos?). Los Desafíos de la Ficción me los leí antes de pasar por el taller del Centro Onelio, gracias a la generosidad de una amiga. Luego lo guardé en mi librero, con una advertencia: cuidado, no lo intentes en casa. Y, si me permites, podría compartir contigo una máxima que me ha funcionado bastante bien hasta la fecha: a la teoría hay que tomársela muy en serio para poder escribir, y luego dejar de tomársela tan en serio para poder escribir.

La literatura escrita por los jóvenes de hoy está más hambrienta de la categoría de premiado que interesada por la culminación más lograda de sus obras, ¿clasificas también dentro de esta premisa?

No.


¿Crees en la veracidad de los premios; haberlos ganado te da confianza en tu pluma, te hace creerte cosas, o son un punto de partida?


Emile Cioran no envió obra alguna a concurso, murió con sed de belleza, tras una vida de gaceta, de gacetilla, de folletín rosa; no conoció a Carpentier, a pesar de haber vivido en Francia muchos años; no estuvo presente en ninguna fundación de la ciudad. Cioran, rumano (degeneración de romano), dijo: "siempre viví entre contradicciones y nunca sufrí por ello". Los premios son una novela de Cortázar y también esa contradicción que Cioran no sufrió, como tampoco yo. Por supuesto que son veraces (hay cifras contantes y sonantes que lo demuestran), como mismo es veraz la ficción. Merece un premio tanta veracidad. Pero el dinero no trae la seguridad a una pluma de por sí segura de que lo que escriba nunca será definitorio o absoluto.


Ganar algunos premios, por lo general, te convierte en jurado de sucesivos concursos, ¿cómo es esa Anisley, defensora de sus gustos estéticos y temáticos, o de la buena creación?


Difícil (la pregunta). Cuando te enfrentas a un buen número de textos y debes seleccionar uno, o unos pocos, los conceptos de buena y mala literatura dejan de ser una cuestión subjetiva para convertirse en sinónimos. Lo cual indica que no debe uno fiarse de ellos, sino ir más fondo, a la intención de los textos ―si se puede―, a aquello que nos tengan que decir; ser el soporte mismo donde se pauta la palabra: piedra, papel, página virtual. A la hora de evaluar un texto más que censor, soy lector.


¿Te identificas con el realismo,  el absurdo, o el existencialismo?

Con alguno me tengo que identificar, qué opción me dejas. El realismo y lo fantástico están tan distantes entre sí que casi se tocan las espaldas. Además, no hay tendencia literaria pura; como mismo no hay artista puro. La pureza sigue siendo un mito. "La pureza de los clérigos/ la pureza de los académicos…/ la pureza de quien no llegó a ser lo suficientemente impuro para saber qué cosa es la pureza"  —dejó dicho Guillén en un poema, quizás el único de su pluma que me gusta, quizás porque no hay que abrir muralla alguna, quizás porque ya fue derribada la muralla, quizás porque me recuerda a Berlín, quizás porque nunca he estado allí. Digo que yo no soy una mujer pura. Lo juro. Qué más. Me identifico con todos, pero no practico ninguno. Al menos no a conciencia, no del todo. Como mismo me identifico con Dios sin atenerme/someterme a ninguna religión.


¿Qué opinas de la censura que defiende la narrativa limpia de malas palabras, sin divergencias políticas, ni sexo, ni violencia, ni lenguaje de adultos?

Que es demasiado aséptica para mi gusto.


¿Lees algún género literario en específico?


Leo. No decanto. No discrimino. Me interesa la escritura como acto violento. Escribir es violentar; leer, ser violentado, violado, penetrado por el otro. Jurídicamente hablando, cuando hay placer en la víctima no hay violación. Leo entonces desde el displacer, desde la resistencia. Me resisto a ser convencida. Como lectora soy exigente y exigua. Implacable desde mi infinita pequeñez. Como escritora (¿excritora?), el tiempo lo dirá.


¿Alguna influencia?


Mi influencia es la afluencia. El espacio donde confluyen estéticas e historias, retórica y didáctica, juego y jugo. Mencionar nombres, movimientos o escuelas sería un ejercicio estéril. Pero no podrían faltar en la lista ejemplificativa: Ray Bradbury, Charles Bukowski, Carson McCullers, Ena Lucía Portela, Hemingway, Pedro Juan Gutiérrez, Raymond Chandler. Aunque yo no los vea por ninguna parte en mi escritura. De hecho, lo que escribo es bastante personal —lo cual no significa autobiográfico—, y por tanto, desmarcado de todo lo que no sea experiencia vital. Claro, que dentro de mi experiencia vital ha estado el leer algún que otro libro, preferir algún que otro estilo. No deberíamos confundir preferencias con influencias. A fin de cuentas, lo que consumes no te define; porque de ser así, ya nos hubieran salido escamas por comer pescado y, que conste, esto es solo una metáfora.

¿Seguirás escribiendo sobre las mismas temáticas, tienes proyectos para contarles a los jóvenes o a los niños lo que interpretas desde sus perspectivas?


Cada libro niega el anterior, y el anterior me niega a mí. No tengo en planes contar nada. En cuestiones de escritura suelo ser egoísta e ignorante. Escribo para mí sin saber lo que escribo, sin importarme. Si los niños me leen, bien; si los jóvenes, las mujeres embarazadas, los ancianos, igual; si todos a la vez, ¡viva!; si ninguno, no importa, me tengo a mí. Para explicarte mejor, hago mías las palabras de un amigo que me dio en respuesta a una pregunta parecida: No pienso ya en términos de tema. Yo añado: Nunca he pensado en términos de tema. He escrito y escribo sin otro propósito que no sea el exorcismo, y mis demonios no están clasificados.


Mi creación se interesa por el género texto. Sea lo que sea que esto signifique. Por jugar con las palabras y su significado. Que el ejercicio lúdico devenga estética de la reiteración. Me repito, me multiplico, me clono. Extrapolo frases, imágenes, personajes a otros ámbitos, donde son los mismos (o lo mismo) y a la vez otros. Ensayo lo que me gusta llamar teoría del destierro, intentando demostrar que para la palabra no existe el término pertenecer. La palabra no tiene patria. Nada existe que la ate a un texto en específico. Por lo que esa deslocalización, esa fragmentación de una frase, una imagen, un personaje, contribuiría a la idea de universo, de cosmos. Como mismo hubo un Big Bang, o al menos eso dicen.

¿Ser abogada y profesora universitaria de la carrera de Derecho, limita o estimula tu creación?

Ni me limita ni me estimula, me condiciona la escritura. Y ya sabemos qué quiere decir condicionar. Lo mismo ayer que en el futuro. A propósito, olvidaste preguntarme por el futuro. ¿Eludes las preguntas tradicionales, o es idea mía? Mejor. Del futuro no tengo nada que decir.

Del futuro no tiene nada que decir. Por el momento será respetado su secreto. Luego veremos, ¿indiferente o profeta? La genialidad es amiga de los antagonismos. Para los científicos es aceptable que lo nuevo niegue lo viejo. En asuntos de literatura, no siempre es así. La arena ya ha comenzado a llenar el cristal, tras el cúmulo quedará la respuesta.
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Para leer sobre la autora:

Diez cajas de fósforos






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Portada de otros  libros:
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Sueños morados sueños rojos
ISBN: 978-959-229-123-2
Autor: Anisley Negrin Ruiz
Año de publicación: 2008
Colección: Ábrego
Editorial: Sed de Belleza
Género literario: Cuento

Reseña: Espejos del alma, puertas de acceso y de evasión, fuentes de luz o agujeros negros son los ojos. Manera engañosa de hacer lo corpóreo subjetivo, de asimilar la realidad y hacerla otra en nuestra mente. Los personajes de estos cuentos parecen mirar la existencia a través de un prisma individual que la bifurca en misteriosas facetas como la luz blanca en el espectro. La autora se desdobla y experimenta sus angustias; escarba en sus fobias; transgrede lo real o cuestiona lo onírico; legitima el absurdo. Nada escapa a su mirar intranquilo del que también somos partícipes. Por sus ojos nos embargan al unísono la vida y la muerte, la perplejidad ante su oscura semejanza.
La joven y talentosa narradora Anisley Negrín presentará sendos libros de cuentos. Diez cajas de fósforo, Premio David en el 2009 y que ha salido bajo el sello editorial UNION y Sueños morados/sueños rojos, una redición de la colección La puerta de papel, del Instituto del Libro.
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Datos:

Anisley Negrín: (Santa Clara, 1991) Licenciada en derecho. Graduada  del centro de formación  Onelio Jorge Cardoso. Premio Nacional de narrativa Monorosa 2006. Premio de cuento Fotuto 2006. Premios Minicuentos La casa tomada 2007. Temporada de patos  Premio Alacorta 2007.
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