lunes, 4 de octubre de 2010

LA CARA COTIDIANA DE LAS COSAS






Por: Aramís Castañeda Pérez de Alejo


No oía lo que iba diciendo. No aceptaba el final. ¿Y quién no hubiera querido darle salvación, darle vida? La lluvia aliñó su muerte toda la noche. El oxigeno no llegó a sus pulmones. La sangre no fluyó hasta el corazón.
En La puerta rota, sin embargo, Blanca Blanche prefiere decir:
Reiteraba las palabras sin oír apenas lo que ella misma se decía, poseída por el llanto. No aceptaba el final suspenso y siniestro de toda aquella existencia. ¿Y quién no hubiera querido darle salvación, hacer otra escritura, postergar la vida? Pero el cántico de la lluvia aliñó su muerte la noche entera. El oxígeno naufragaba mucho antes de llegar a sus pulmones y la sangre, sin benevolencia, dejó de fluir hasta el corazón.
De haberse decantado por una prosa, aquella: la de oraciones breves, sentencias como ráfagas, el punto y seguido guillotinando la idea, la rispidez…la sequedad, quizás su nombre figurara hoy entre los premiados en cualquiera de los tantos concursos literarios a los que se convoca en el país. Y se diría, luego, que se está en presencia de una novedosa forma de decir, que si la experimentación con el lenguaje, que si la estrategia de desplazar el punto de vista por toda la narración para lograr planos de lecturas elevados, la alteración de toda representación preestablecida, la obligación a una relectura del texto una vez que se finaliza con él; que la estrategia de forzar al lector a no leer con facilidad, la palabra que se resiste y rebela contra las convenciones, la novedad verbal, la huída de toda simetría u ordenamiento; que si la variedad de sus apuestas distributivas, que si el riesgo, la dinámica, el movimiento, el aparente descuido de la construcción que no es más que un ardid, la alteración del discurso, el metatexto, la palabra que recicla su propio sentido, la singularidad, el oficio y la valentía. Se le catalogara, aún reconociendo alguno que en el fondo tal palabrería no le dice nada o gusta del todo, como una escritora sagaz y profunda.
De haberse decantado por una prosa, aquella, y luego colocado algún fragmento representativo en una hipotética columna A y cinco, seis…diez nombres, en una B, para engarzar el pedazo escogido con el de su posible autor hubiera sucedido también que no resultara fácil discernir, con claridad, el nombre correcto. Y es que, a la vez que se plaga otra vez por los efectos cíclicos de los boom temáticos ─como dijera el crítico Noël Castillo─, también la sobreabundante, desbordada, excedida narrativa cubana actual, se va peligrosamente acercando, en estilo, demasiado la una a la otra. Y no se trata, en todo caso, de eso que llaman aliento de época.
Con La puerta rota ─la historia de Ana, una actriz que vive sola con su hija y trata de recuperar, luego de una tonta discusión en la que mucho ha pesado el alcohol ingerido, la atención de La Rata─ Blanca Blanche devuelve el aliento cuando enfrenta la cara cotidiana de las cosas poniendo, otra vez, llanto donde debe ir llanto y corazón donde corazón. Reintegrando a la palabra su destino feliz de traducir los sentimientos no de impresionar con ella; que lo último se aprende, lo primero no tanto. Una escritura cálida y palpable, al fin, con la que ha construido una de esas heroínas trágicas de las que nuestra mejor literatura ha sido heredera y que hoy, entre tanto afán por resplandecer con caracteres de una marcada, y bien armada, diferencia, de igual modo se echa en falta.
Ana, que no es una mujer suscrita por aberración sexual alguna, fantasías con menores, la violencia per se o un único y trascendental suceso que la torna significativa, rara, en su particularidad, porta, en efecto los rasgos de la gran trágica: aferrarse a la recuperación del amor perdido sin reparar en consecuencias, anteponer pasión a entendimiento, conciencia desde el comienzo de la batalla que se lucha por una causa perdida, fatalismo, presencia de la muerte rondando cada acto, el desvincularse de la realidad ─por aislamiento geográfico, medianía intelectiva, padecimientos físicos o mentales, prejuicios, tradición, convencionalismos o, como en este caso, la inexistencia de espacios sólidos donde hacer corpóreos los grandes planes. Porque la gran tragedia de Ana no es siquiera haberse quedado sin su hombre sino sin modelos en los cuales reconocerse. No hay ídolos, desparecen las guías, se devalúan los paradigmas, hace mutis la motivación, se estrecha el terreno donde soñar o ilusionarse. Visto así ¿qué queda? Volver los ojos y entregarse en cuerpo y alma a una causa más accesible o, en todo caso, a una que nos permita reconciliarnos en algo con la vida, si esto todavía es posible, hasta que llegue lo que ha de tocarnos, lo que nos merecemos. Que es lo que hacen otros tantos cuando se convierten a la fe, al baile desenfrenado y la diversión, las vestiduras, la perfumería y la baratija, la escritura incesante, la persecución enfermiza del reconocimiento público o la vaguedad de los parques. Queda, como hace Ana, fabricarse su propio destino desde la intimidad y vivir, única y exclusivamente, dentro de él y para él. Nótese que las veces en que interactúa con el exterior lo hace para tropezarse con una ciudad destruida y llena de seres deshumanizados, corruptos o inmorales: Los Tomases ─el Grande, el Sinmuelas, el Cojera, el La Muerte, el Bizco, El Genio, el Héroe─ Daniel, Daylín. Nótese que, a salvo ─en el refugio que se crea una vez cerrada la puerta que da a la calle─ es que conviven los personajes portadores, aún, de ciertos valores: Renato, Noelio, el Juez.
Las patadas y puñetazos se oían en toda la ciudad. La energía del deseo dirigida una y otra vez hacia el centro de la puerta. Alguna tabla tendría que aflojarse, cuartearse, romperse; la pared, el cemento, las tejas, todo puede venirse abajo: es cuestión de golpear cada vez más fuerte hasta conseguir abrazar aquello que se sabe hay que abrazar, dice Ana y a lo que busca con desesperación ceñirse es a la vida que, al no encontrar fuera, cree dentro.
Como a la puerta, también echa mano la autora a otros leit motiv para el movimiento de su historia ─el propio nombre de la protagonista que remite a la Karenina de Tolstoi, la figura del juez, la presencia de la perra parida o la lluvia, el apodo de Rata de su prometido, esa niña que, desde la portada, se asoma, llena de ingenuidad, lo que haría pensar en una novela de símbolos ─que ya muchos la han catalogado así─; pero Blanca Blanche, y no olvidar que, además de narradora y dramaturga, es poetiza, lo que ha creado, con ellos, son imágenes ─que no es lo mismo, se sabe─; el recurso literario más adecuado cuando se trata, como aquí, de verter ensoñaciones, fantasías, estados de vigilia, evocaciones de la infancia y el tormento que provoca la locura o el hambre.
Es la imagen, y su buen manejo dentro de la trama ─entre capítulo y capítulo para poder digerir la realidad que, a través de las acciones y el diálogo, se nos ha descrito, sin afeites, segundos antes─ la que provoca, sin dudas que, terminada la lectura, quede flotando en el aire un irremediable deseo: el que pide tener más de este personaje, que aparezca nuevamente, que centre otra fabula, que no puede ser este su final definitivo. La gran trágica que trasciende su propia historia para permanecer. ¿Qué más pedirle a un escritor? ¿Qué más esperaría un escritor de su obra?
Pero tampoco creer que La puerta rota, por poner llanto donde debe ir llanto, corazón donde corazón y reintegrar a la palabra su destino feliz de traducir los sentimientos, descuida su envoltura ¿Cómo pensar de una mujer que más que a cualquier otro mundo, pertenece ─tal vez sin ella misma tenerlo claro─ por condición al teatro, pueda despojar a su creación de una recia dramaturgia estructural? Con tino Blanca escoge, ora la nota en un cuaderno, ora la carta recibida, ora la pesadilla febril, ora la fábula para que la hija duerma, ora esa parábola surrealista donde, junto al Juez, trata de buscarle sentido a la existencia, suerte de urgida masturbación con la que aligerar el ahogo, la forma otra con la cual equilibrar su entrega desde diferentes escrituras y apresar, así, al lector. Ojo, sin dejar que la articulación de lo que dice y como lo dice se trague de cuajo el discurso; demasiado claro tiene que forma es la encarnación material del contenido no quien lo boicotee.
La puerta rota inscribe de lleno a Blanca Blanche en una de las líneas que, históricamente, ha definido nuestra tradición literaria: la de los inverosímiles existenciales, los absurdos lastimosos en que puede extraviarse el simple ser humano sometido a las contradicciones de su sociedad y atado por sus limitaciones personales. Una novela que nos recuerda, al rebozar de ella, como la vida es siempre mucho más que casos anómalos o gente diferenciada. Que, acerca de la vida, también ha de contarse no solo escribir.

Tomado de Hacerse el cuerdo revista literaria de la UNEAC, Santa Clara, Cuba. Cortesía por email, Edelmis Anoceto 




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Datos de Aramís Castañeda:


Aramís Castañeda Pérez de Alejo (Santa Clara, Cuba, 1965). Graduado de Filología por la facultad de Letras de la Universidad de Las Villas en el año 1990. Narrador, crítico e investigador. En el 2007 las Ediciones Capiro publicaron su libro de crónicas Un extraño en la bañera. Artículos, reseñas y críticas suyas aparecen en revistas y publicaciones de Cuba y el extranjero. En 1995 obtuvo el premio de ensayo en el Encuentro Debate Nacional de Talleres Literario. En el propio evento y géneros alcanzó mención en 1998. Obtuvo la Beca de creación Ciudad del Che 2006 por su proyecto de libro Un lugar en el mundo (la historia del Mejunje). En el 2009 obtuvo el premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en la categoría cuento por su libro La ciencia avanza pero yo no y, en el 2010, mención especial en el concurso Fundación de la Ciudad Fernandina de Jagua por el volumen de cuentos Yo me manejo bien con todo el mundo. Su labor de investigación en el campo de las Artes Decorativas también le ha merecido premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional. Actualmente se desempeña como promotor literario de la Librería Ateneo "Pepe Medina" de Santa Clara.
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