lunes, 20 de septiembre de 2010

LA BELLEZA DE ESCRIBIR SIN INGENUIDAD SOBRE NUESTRA BELLEZA


La conciencia de saber lo que se escribe, y de asumir sus riesgos, presume de un acto de valentía que por muchos años no me atreví a tocar como tema entre amigos y mucho menos en alta voz. Por una necesidad de no sentirme desprotegido. Pero René Coyra, el poeta de Banes, adoptado como hijo ilustre por la ciudad de la benefactora Marta abreu, me ha devuelto claridad sobre el tema, y la curiosidad del lector que se siente complacido con el logro de su libro. Si partimos que no todo fluir de la emoción depende de el acto espiritual del subconciente, o de estados de ánimo, "supuestos tiempos propicios ante el espacio que abre la mente" cuando se enfrenta ante la página en blanco. En su libro Agreste, (ediciones Mecenas, Cienfuegos, Cuba, 2004), el poeta hace el recuento de vivir o de estar vivo dentro de la realidad de una vida austera o quizás, no siempre cómoda al acto idóneo para la escritura. En las 48 páginas el lector avanza con la magia que propone la inspiración de un joven maduro desde su existencia, que desborda, casi igual a como se enamora, con unos versos escritos sobre la sal de los días y la herida, la cotidianidad, donde hace un resumen también de pensar y existir con lo necesario.
Agreste no deja de ser un libro que inspira, ni se aleja de la belleza que toda escritura necesita para disponer del interés por su lectura. Uno aprende a entender al ser humano que detrás ha entregado una forma también conciente de confesarnos con mucha inteligencia, la zona supuestamente escondida de sus sentimientos:

" hablabla solo y solo dormía sobre la yesca del monte
y era bello aunque amaba como un hombre feo,
sin paciencia."

De modo que ilustrar casi como un iluminado ese acto donde la escritura no es el dominio de la emoción, sino que ha pasado a otra lectura que sin propónerselo sublimiza, el hecho de que la contensión y la síntesis, no corta, o no impide el filosofar de una manera desenfadada, con enfásis en el modo profundo de valorar las experiencias existenciales a través de las relaciones humanas, y coherentes con el manejo hacia el terreno fértil, donde el poeta no solo alumbra su vida, su permanencia en el entorno social, también sus dolores o carencias, vistos como un cristal que nos deja ver más de lo que cualquier apariencia proporciona; él nos obliga a que le escuchemos, sin caer en ese falso juego, donde otros impresionan por metáforas tras metáforas, como si se tratase de un muestrario o duelo, de adornar la palabra para salir airoso con un presupuesto estético. En este aspecto, hay un vicio marcado, que generaliza a muchos poetas de las últimas generaciones, sobre esto y sobre otros que en la búsqueda de su originalidad, se van al otro extremo e intentan acomodar sin gracia el uso de lo antipoético, con resultados que en su mayoría francamente aburren. Agreste, no cae en ningúno de estos vicios, sabe descomponer los símbolos y reiniciarlos con otra lectura, que lo hacen postmoderno sin cambiar la forma que la poesía, necesita mantener, esa forma que no debe traicionar el elemento lírico, el ritmo y la rima interna de unos versos que si son escritos para los demás, asuman lo que el poeta dice:

"si fuese por lo difícil del alimento sobre la mesa
escribiría un verso tras otro,
pero es más bello el paisaje gótico
de flores silvestres
en las montañas amarillas,
clara alusión a lo que debe existir
en nuestro destino
y nos resulta imposible de entender."


Lo que no es imposible para el lector, ni lo fue para el poeta, es dejarse penetrar por unos versos ya pensados:

"medité sobre el cuaderno-cubierta de libro por escribirse.
palabra agreste sobre piedra del fondo
la distancia que produce disfrutar del acto
desde la contemplación de vivirlo."

Finalmente, el gusto que Agreste provoca, viene también de ese yo, que desgarra su verdad, con sincera armonía:

"yo tuve este cuerpo
y el diminuto cuerpo tuyo
y el de quien pidió un poco de dinero
y nada de fulgor"



Juan Carlos Recio
NY/ septiembre 18 del 2010

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Apostilla sobre el poema el gran apagón

iríamos a ver el mar, entre los robles.
donde antaño hubo unos robles inmensos
-ahora quedaban algunos robles macilentos
y algunos pinos-.
la gente se abrazaba de trás de las caletas
y utilizaba los pinos -bastante flacuchos- como soporte.
se encontraban para abrazarse,
alguna vez debimos estrellarnos en un par de ojos bellos,
un buen abrigo, una ráfaga de espuma.
me vestía para ir a tu encuentro
cuando la señora que alquila el cuarto,
que siempre viene a pedir algo,
barruntó sobre el futuro. se llevaron la luz:
no teníamos luz, no teníamos casa.
iría a buscarte para ver el mar
se tragaba la media luna de agosto,
el rojo-plata sobre el fondo azul.
la gente transitaba sin curiosidad,
nada acontecía en sus vidas, no esperaban nada.
la incomodidad de vestirse a media luz
provocó que pensara sobre la vida por venir
recordé el cuadro
medité sobre el cuadro-cubierta de libro por escribirse.
palabra agreste sobre piedra del fondo
la distancia que produce disfrutar el acto
desde la contemplación de vivirlo.
le di el algo que buscaba la dueña del cuarto,
le pareció poco, fui a tu encuentro para llevarte al mar
donde se posarían unos pájaros negros hambrientos,
anidaban sobre los pocos robles que quedaban:
el amanecer es más caro que el oro, pensé
y supuse debía escribir sobre ello.

3



si haz de mentir hazlo.
presérvate a ti mismo
desconfía del hombre mísero
hurga en el pasaje desconocido
vuélvete prudente.
la prudencia del hombre sabio
permite la exaltación ante la belleza.
este olor es el que se necesita
en estas altas horas.
volvíamos por las noches
a sentarnos sobre el malecón
la piedra fosca que el hombre dejó sin pulir
y sirve ahora de soporte a la palabra vida
invierno transeúnte soledad
yo te complacía en tu deseo de contemplar
el agua, rosa tártara.
el hombre mísero te quiere mal
y por ello los astros están contigo.

La piedad

recogía guijarros en la orilla,
como un niño pobre reunía caracoles y pensaba
en la música que deja el mar sobre el diente de perro,
en los carcos de la roca mojaba su cara
y las aguas le servían como espejo,
hablaba solo y solo dormía sobre la yesca del monte
y era bello aunque amaba como un hombre feo,
sin paciencia.
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la mujer gorda no ha asistido a las clases de estética
no sabría explicar sobre lo bello o lo sublime
la distancia del guijarro el estridente aire del camafeo
la belleza del farol tiznado en las noches sin luz.
ella pasa por el pan, con su pan bajo el brazo
conoce el secreto de la oferta
y la hora que debe llegar para ir con su pan a casa.
puede suponer lo inhumano de las conflagraciones
y deduce que es mejor del lobo un pelo,
el horrendo cuerpo de pedegrí sin retorno
el hombre sin filogenia, el hombre que grita
y escupe.
no sabe de asuntos tan extraños al hombre común
como el de la regia arquitectura
de lo que otrora fue mansión
y hoy angosta casa de familias
dividida en infinitos compartimentos.
tiene ojos azules, más amables que el más fino zafir
o la mirada de las cosas disueltas por la sangre.
el poeta tardaría en poner a arder los pedazos
de cedro o ébano
aunque no luciera la ropa extremadamente limpia
como los hijos de la mujer (negra por demás).
la mujer no está dispuesta a contarnos algo de su vida.
¿tocaste su seda en el cordel?
poco diferencia el sonido de sus pasos
de la agonía del pájaro que en el cercado serpentea.
su nostalgia es más vasta que los mares.
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Datos sobre el autor:

René Coyra (Banes, 1970). Poeta y editor. Ha obtenido importantes premios nacionales entre los que se destacan: premio Los Pinos Nuevos, Ser Fiel, Regino E. Boti, Fundación de Fernandina de Jagua...Es autor de Las vidas miserables, En el jardín de Epícuro, El oráculo de Delfos.

Textos suyos aparecen antologados en Cuba y el extranjero, además de publicar trabajos en las más importantes revistas cubanas.
ISBN: 959-7035-53-7Autor: Juan René Coyra GonzálezAño de publicación: 2000Colección: FazEditorial: CapiroGénero literario: PoesíaReseña: En atención -entre otros méritos -"al equilibrio y unidad del discurso poético" se concedió el Premio Ser Fiel 1999 a Las vidas miserables. Lleno de evocaciones, éste sólido poemario irrumpe felizmente en el conglomerado de voces que viene a dar testimonio de nuestros días. "Tras las argucias del recuerdo", el poeta canta. La nostalgia, los más claros afectos, y aún el rumor de las cosas cotidianas, son valiosas claves para comprender su fe. Las ciudades recorridas a deshora, aquellos parques de estar con los amigos, la inconfundible noche de la ínsula, iluminan estos versos que el lector, sin duda, reconocerá como suyos.
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