jueves, 12 de agosto de 2010

La ciencia Avanza pero yo no



Noel Castillo sobre el libro de Aramís Castañeda: La ciencia avanza pero yo no.Premio de narrativa 2009, Fundación de la Ciudad, Santa Clara, Cuba.


Apuntes mientras espero a que abra el Joseph’s Bar

José había dicho que, si las cosas cambiaban, él se haría dueño de un café. Luego aclaró que de un restaurant y finalizó determinando que mejor de un night club. Cuando avanzó la tarde, lo tenía claro. Joseph’s Bar –el nombre que tendría su sitio– sería amplio, muy amplio…

A. C.
Foto del muro de facebook del poeta Wiliams Calero
No ha de extrañarnos que, en la edición de 2009 del premio literario Fundación de la Ciudad de Santa Clara, el jurado otorgara su voto a este conjunto de cuentos. En medio de la sobreabundancia que experimenta la actual cuentística cubana, plagada otra vez por los efectos cíclicos de los booms temáticos (hoy de moda la inasibilidad de las posturas, el absurdo e incluso, como trasfondo, una muy armada diferencia), las historias de este autor logran motivarnos desde la condición prístina del género:

Contarnos algo con una voz potente, pero humana.
Detectar sus historias en un contexto álgido, pero estetizable.
Apuntalar su propuesta con alta dosis de humor o sarcasmo, pero sin convertirlas en zahirientes per se.

En la jerarquía de estos acápites que propongo como primer contacto, radica su orgánica diferencia; por ello quizás el no querer avanzar a la par de un tiempo en extremo orquestado (como lo es, sin duda posible, el tempo literario cubano de hoy); por ello el intentar preservarse desde su propia voz, desde esencias que permanecen por encima de figuraciones o modas literarias.
De tal manera, los cuentos que Aramís Castañeda (quien irrumpe, con toda la prestancia que otorga el saberse incontaminado, en la narrativa édita) nos propone, o más que proponernos nos asesta en La ciencia avanza pero yo no
[1] http://co118w.col118.mail.live.com/mail/RteFrame.html?v=15.3.2521.0805&pf=pf,
se estatuyen sobre una condición señorial que apuntala su lenguaje, un pavoneo digno que, más que minimizarnos como lectores, nos enaltece.
Podremos leerlos ahora en tinta impresa, uno junto al otro: sosteniéndose, compenetrándose, dialogando y así cerciorarnos de su completez como producto, no solo por esa factura leíble, disfrutable, sino también por su condición de digno modelo para quienes quieran detectar en una obra artística las variantes más inusitadas de un recurso que siempre vuelve: la ironía narrativa.
Esa ironía –y mucho más que el humor o el sarcasmo o el desparpajo–, reina pues en estas siete historias, se reduplica, trastocándose y renaciendo de sí misma como una especie de alien diegético; pero nosotros como lectores (más lectores mientras más leemos, más materia prima de estos cuentos, mientras más nos confabulamos), no nos sentimos –contraproducentemente– agredidos. ¿Por qué?, me pregunto, ¿por qué no me ocurre lo que a los primeros lectores de ficción narrativa de la isla, por allá por 1830? Lectores, los cuales (cito):
… por su colorido local, la buena observación y la pintura de nuestras costumbres (señalaba el animador cultural Domingo del Monte) ha hecho aquí mucho ruido

Foto cortesía de Arístides Vega
y la gente cubana, que es la primera vez que se ve retratada al natural, se ha escandalizado de su propia figura y tachado de inmoral al pintor…
La remisión a fecha tan lejana no constituye (no puedo constituir) gratuito alarde de arqueología, el autor no aceptaría dicha postura en quien presenta sus textos, so pena de ser asaetado por su detector de falsedades tan acendrado. Si lo traigo a colación es por el emparentamiento raigal que he creído advertir entre su modus escritural y el de los pioneros (y por ende también incontaminados) de la narrativa cubana, tan influidos por el artículo de costumbres. Aquellos que se acerquen a este libro deberán ver en este cordón umbilical supratemporal más virtud que defasaje.

Aramís Castañeda, al concretar sus disecciones del ser cubano desde ese añejo método creativo, está apuntalando la prestancia de su decir, es ese y no otro garbo al que aludí en el inicio; como autor nutrido por una substancia y no por el pendular dominio de los gestos literarios, se está comprometiendo con las esencias permanentes de la nacionalidad y sus ramificaciones culturales, alejándose(nos) de modas, modos y reacomodos cíclicos, tal como señalé en la nota de contratapa.
Pero –y he ahí su coartada de contemporaneidad– provocando(nos), gracias al despliegue de todas las variantes irónicas imaginables, el reconocimiento, la consabida desautomatización que aspira provocar la modernidad en un nuevo lector, capaz de aceptar el guiño y devolverlo, más que escandalizarse. En estas revisitaciones que propone Aramís Castañeda al ser cubano y sus múltiples aristas, el ser lector, feijoosianamente, se resarce, sin viso de enojo a pesar de lo mal parado que pueda salir en ese enfrentamiento ante el nuevo y posmoderno espejo. Y ello es conseguido por la potencialidad de la voz irónica que urde las historias, por su vocación consensual para con el lector, la cual da cabida a nuestra supuesta perspicacia.

A lo largo de estas páginas, el autor despliega toda la potencia dinamitadora de lo que Tittler ha denominado ironía intraelemental, donde las categorías narrativas básicas (y por sobre todas ellas, la del narrador), se escinden, se «debilitan» en apariencia, adoptando una perspectiva conflictual en relación con su propia función dentro de los relatos. Nos dejamos apresar así por el cuento que da título al conjunto, donde cuatro deliciosos personajes modélicos (verdaderos frutos de la disección de la vida cubana actual, hija putativa de los avances tecnológicos inmersos en una escenografía inapropiada) abejean en torno a Chuchi un narrador-personaje que se debate entre su débil oposición y un irónico discursar:
Lo que dice Rafe debiera importarle solo a Madrecita y, probablemente, a sus familiares más allegados. Lo que dice Dios preferiría averiguarlo por mí mismo y cuando desee. Pero sería mucho pedir […] Lo cierto es que a estas alturas ando más claro de la vida que lleva Rafe que de la mía. A costa de saberme su diario con pelos y señales, ya viene siendo como mi hermano mayor.
[3] http://co118w.col118.mail.live.com/mail/RteFrame.html?v=15.3.2521.0805&pf=pf
Estos cuatro personajes tan típicos, tan vástagos de las típicas circunstancias, han sido recreados con tal sapiencia, que su condición roza lo inverosímil a pesar de tropezárnoslos a diario en este otro plano que podría constituir la escena de nuestro promiscuo discurrir vivencial.
De una a otra historia la urdimbre de la fábula se complica por enriquecimiento, sin que por ello se enrarezca la cadena comunicativa y así el autor (trastocado en los actantes que le prestan extraña corporeidad) transita, sisea desde la ironía tipológica autodenigratoria
[4] http://co118w.col118.mail.live.com/mail/RteFrame.html?v=15.3.2521.0805&pf=pf,
manifiesta en una voz que cuenta desde un supuesto tono lastimero, apocado, inferior e incapaz, hasta su homóloga ironía tipológica desestabilizadora, que no es más que la aceptación posmoderna de que lo paradójico y lo provisional, tanto en la vida como en la ficción, son inevitables. En momentos en que para muchos es ya cuestionable la sinceridad del método Realismo Sucio, en que para nada resulta sustancioso recalar como justificante en que la cuentística cubana transita por el desencanto, en que las estéticas de los más jóvenes y aupados exponentes de este fenómeno masivo se refugian en la poética de la mediocridad, la alienación a través de historias hijas del absurdo o la difuminación del sujet; en medio del maremágnum de ediciones/premios/manipulaciones del poder literario, este autor nos brinda un raro compendio desasido del cliché, divorciado de los efectos cíclicos de los booms temáticos, sostenido por un lenguaje que niega el patetismo o el desparpajo y es, por ello, un verdadero recurso del extrañamiento.
Si quieren comprobar la veracidad de su diferencia les remito al texto «Entre un hola y un adiós», que se regodea en sus pulsiones cuestionadoras de lo cubano/el cubaneo/el cubanocentrismo, pero desde adentro, con sonrisa benigna, manipulando con propiedad el uso del dato, convenciendo al lector (a esas alturas de la confulación) de que el narrador desidioso se ha jerarquizado sin apabullarnos. La frase con que concluye esta especie de dual meet entre José (quien, dicho sea de paso, entre altercado y altercado, sueña con tener un bar-café) y Juan resulta de una ternura y jocosidad raigales, que resume mucho de nuestro ser:
Ese día decidí no hablarles más. Pero, al mes, ya comenzaba a extrañar a Juan y a José
[5] http://co118w.col118.mail.live.com/mail/RteFrame.html?v=15.3.2521.0805&pf=pf.
… o leamos, si no, «Un sorbito de champán», visión socarrona del chismorreo, la promiscuidad, la interacción de grupos humanos que alguna vez compartimos o consentimos, pero no tuvimos el valor o la gracia de estetizar.
Todo ello es expuesto en La ciencia avanza pero yo no sin sordideces, manipulación o concesiones, apelando a un conjunto de personajes que transitan ante nosotros (o bien nosotros ante ellos; o junto; o desde ellos: siameses del pacto narrativo), como en un carnaval, una especie de parada festiva donde las actitudes denigrantes, amorales, censurables o negativas, en fin, que puedan (podamos) adoptar por fatalismo psicosocial, se soterran y ese efecto extraño, inexplicable de autorreconocimiento no se consigue provocar en literatura sin que existan la sapiencia y el dominio, la organicidad y el balance, la agudeza puesta a prueba y la ingenuidad de creer, aún, en la existencia del lector.
En un preámbulo del libro, altamente metaliterario y autoreferencial , el autor (que no es el autor) se debate ante el posible exergo a escoger, ante las apreciaciones sobre el «producto» que pondrá en nuestras manos invisibles; finalmente, nos lo escamotea… para negarse en un segundo acápite y concederlo, mas esta vez no ya a nosotros sino al corpus literario. Tras la lectura de estas historias –atávicas, modernas; canónicas, descacharrantes– el lector (que no es, no somos, los lectores) se desconcierta ante la presencia de un índice, indicativo del final… pero ello también resulta engañoso. No hay inicios ni finales en esta propuesta de Aramís Castañeda; no hay retrocesos ni detenimientos metafísicos, ni saltos dialécticos, no hay causas o efectos en esta Cuba ironizada. La ciencia avanza pero (el autor) no; la ironía hermana de la vida ha engendrado el pacto narrativo, pero nosotros, parientes sin genealogía la hemos deglutido, el libro se cierra pero nosotros seguimos (siendo) sus personajes.

Noël Castillo
Santa Clara julio de 2010

[1] Editorial Capiro, 2010, Santa Clara, Cuba, 81 pp.
2 El crítico se refiere a una de las primeras novelas cubanas, deudora de los artículos de costumbres: Una pascua en San Marcos, del primer narrador cubano: Ramón de Palma.
3 "La ciencia avanza pero yo no" en La ciencia avanza pero yo no, Editorial Capiro, Santa Clara, 2010, pp 35-36.
4 La ironía tipológica autodenigratoria, según la denominación de Linda Hutcheon es aquella que nos sugiere que lo inferior tiene su propia superioridad.
5 "Entre un hola y un adiós", en La ciencia avanza pero yo no, p. 62
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Cuento de Aramís Castañeda del libro: La ciencia avanza pero yo no


SIGO SIENDO AQUEL

Dibujo tomado de Iberoamérica, Historia de su civilización y cultura
Mi regreso a Cuba. Nada más poner los pies en el aeropuerto, ya me pregunto si es que no me he equivocado otra vez. Minutos antes, mientras repartían unos tristes caramelos, y los pasajeros nos ahogábamos de calor, todavía la presencia de la aeromoza alcanzó a aguar mis ojos. Pero el aeropuerto es otra cosa. Por muy elevado que sea mi infantil sentido de justicia, la realidad óptica resulta más fuerte: no puedo evitar que el instinto funcione por mí y me entristezca. ¿No es acaso la manera en que la funcionaria me arrebata los documentos de la mano, otra señal de que me he estado inventando demasiadas cosas? La autopista oscura y mi primo haciendo malabares para esquivar los baches, en el viaje de ida a casa, no cuentan.
De la manera en que lo veré después, la aeromoza vino a ser el último vestigio de seguridad. Había hecho la última parte de mi viaje desde Cancún en un avión de Cubana. La señora que tenía al lado no escatimó en hacer mohines durante el trayecto. Con ellos querría decir «Uff, que vergüenza» o bien «Quién cojones me mandaría a mí a no sacar un pasaje por la aerolínea mexicana» pero la verdad es que yo la miraba, entonces, con conmiseración y pena.
Soy, para que se entienda, de esas personas que, si alguien le asegura que otro mundo mejor es posible, confía plenamente en sus buenas intenciones. Para mí no hay malos más malos que los ricos, ni buenos más buenos que todos los desheredados de esa tierra ─sin término medio─; y, cuando escuché por primera vez la frase ayuda desinteresada, casi muero de la emoción. También orino hacia los bordes y nunca directo sobre el charco del urinario en los baños públicos, para no molestar con el ruido al de al lado y la vez aquella en que la niña dejó caer la cadena de hierro sobre mi rodilla hasta sonreí, tras decir al padre: «no es nada». ¿Se ha oído de alguien a quien den un pantalón a cuarenta pesos para que lo venda a cincuenta y así se gane diez y, en su lugar, lo haga a treinta y reponga la diferencia porque le da pena con el comprador? A ese grupo pertenezco. El dato está en que, por actuar así, me creo diferente, no un tonto.
La furia de la señora en el avión obedecía, al parecer, a lo miserable de aquellos caramelos zarandeándose sobre la bandeja. Cuando se los acercaron, el mohín dijo clarito «Ni loca». Bastante tenía la pobre con soportar el ruido y la humareda que inundaban el compartimiento. Para ella estaba bien la condición de país necesitado, pero hubiera sido preferible no repartir nada, a asistir a la desfachatez de los caramelitos sueltos en una bandeja que, más bien, parecía una caja de tabacos sin tapa. En una palabra: se avergonzaba de compartir el mismo origen de aquellos que motivaban semejante ridículo.

En mi caso, lo que vi en la aeromoza fue algo completamente distinto. Encaramado sobre el pedestal de mi humildad y honradez, aquella simple muchacha representaba la salvación del caos. No me importaban ni el humo, ni los esmirriados caramelos, ni el ruido sordo, ni el calor o mis rodillas empotradas en el respaldo del asiento delantero. Ella, con su maquillaje de tiza y las gotas de sudor encima del labio, evidenciaba el lugar que realmente ocupa lo legítimo respecto a virulillas tales como la incomodidad que sentíamos los viajeros. También me ha perseguido siempre un afán desmesurado por demostrar al mundo cuán equivocado está en eso de no valorar lo sencillo. Cuando ese afán me atrapa, invento símbolos en lo que se me antoje: una vieja paralítica, un niño huérfano, una madre divorciada, un vendedor ciego, el mesero atormentado que me sirve en el restaurante o, como en ese caso, la aeromoza con el maquillaje de tiza.
Otra de mis obsesiones me impulsa a aclarar, de una vez y por todas, cuán valiosos somos los cubanos ─ aunque resulte un poco más difícil. Nada me hace más feliz que cuando oigo decir: verdad que se los come la miseria pero, mira, hay algo en ellos que los hace distintos. Es de ese modo que, con ojos de extranjero, pienso que piensan los extranjeros de verdad cuando vienen a mi país; aunque también están los que dicen no sé cómo pueden vivir en la cárcel de mierda esa, pero estos, en realidad, no encajan mucho en el mundo austero que me fabrico. Cuando digo distintos, agrego usualmente un por y, después, una sarta de adjetivos: inteligentes, desprejuiciados, creativos, francos…


El caso es que yo miré a la muchacha, entonces, con ojos de sueco y, en mi lucha soterrada contra el mundo materialista y déspota, ella representaba el non plus ultra de la pureza. Por eso regresaba: había decidido vivir entre carencias y penurias con tal hacerlo donde se valorara la honestidad. Ya no quedaban tantos creyéndose algo así, pero yo era uno.
Restan los doscientos sesenta y cinco kilómetros que median entre La Habana y Santa Clara. Tampoco puedo asegurar haya pensado en lo correcto o no de mi regreso, tras llegar al aeropuerto. Siento una mezcla rara, y una mezcla rara no puede catalogarse todavía como arrepentimiento. Queda Santa Clara recibiéndome con su luz mortecina y las calles desiertas, mis padres intentando darme la bienvenida junto a dos vecinos y los días siguientes donde la frase más común será «Tendrás que estar contento, porque esto es lo que tú querías, ¿no?», traducida como «Ahora, ¡jódete!».
Miles de personas, todos los días de este mundo, regresan a su pueblo natal. A no ser que exista un misterio detrás, como en aquel cuento de la hermana Visia o que quien retorne tenga un cuerpo despampanante como el de Sonia Braga en Tieta do Agestre, nada hay de llamativo en ello. Pero yo estoy regresando a Cuba y, a Cuba, muy pocos regresan. Quizás los viejos con cáncer ─no es menos cierto que los cementerios cubanos son más agraciados, por ejemplo, que los norteamericanos. Pero yo no soy un anciano en fase terminal y mucho menos vengo a morir, sino a vivir con dignidad.
En momentos en que la gente se lanzaba al mar en una balsa y en los claustros universitarios los profesores se sacaban los trapos sucios tras el viaje a Brasil; mientras los entrenadores deportivos denunciaban hasta a su madre por tal de que los enviaran en misión a Ecuador o los médicos soñaban con las ganancias que les reportaría Venezuela ─más que delante de la cámara dijeran otra cosa─, yo estaba haciendo el viaje pero en sentido contrario y, nada más y nada menos, que para vivir con decoro.
Los días siguientes a mi llegada serán, verdaderamente, los más difíciles. Yo habré cambiado y la ciudad también. En la imagen que aún me represento, toda ciudad que se precie de serlo debe tener un teatro o más de un cine y ─ en lugar de cagajones de caballo, charcos de orine y perros famélicos─ al menos sus cuatro o cinco calles principales, con algo de retoque e higiene. En la imagen que aún me represento las mesitas de dominó en medio de la acera se reservan para los barrios; igual la gente en chancletas y sin camisa sentadas en el quicio de la puerta. En la imagen que aún me represento cuando cae la noche y vas por la carretera, la claridad en el cielo, te indica que vas llegando a un asentamiento urbano de cierta relevancia.
En los días posteriores a mi regreso, la gente sentirá mucha curiosidad: sus mentes generarán una interminable serie de interrogantes, a las que sus propias mentes estarán dando respuesta:
─Se metió en problemas de drogas y tuvo que salir huyendo de allá.
─Es de la Seguridad del Estado.
─Tiene SIDA
─Tan pájaro que no puede vivir lejos de la saya de su madre.
─Se enamoró aquí.
─¡Qué clase de comepinga!
─Lo que se merece es una mano de tranca por la cabeza.
─Es que Dios le da barba al que no tiene quijá… ¡desaprovechar una cosa como esa!
─¡Qué genio me da!
Y, de seguro, otras cosas que no alcanzaré a precisar porque me lo impedirá la gorra encasquetada hasta la nariz, la mirada clavada en el suelo o el preferir las rutas por donde no tropezar con ningún conocido. Encontraré, de seguro, mucha gente ilusionada ─sobre todo con abandonar el país─, y a los más cercanos, que se alegrarán de verme, pero muy pocos diciendo: de que hayas vuelto.
Para los días que tengo por delante este es el plan: ver a un psiquiatra para que me ponga un tratamiento, a la semana de mí llegada; coger una cámara, a la segunda, e irme a retratar lagartijas y cundiamores; incorporar a mi lenguaje la frase leche fortificada, a la tercera. Después de eso, hacer mohines.
Volver a recuperar el apetito, sin embargo, me ha costado mucho. Recuperar el sueño más, aunque alguna que otra noche se me aparezca todavía la silueta de la aeromoza, pero ya no rodeada de un halo celestial. Ahora es ella quien mira con conmiseración y pena, mi maquillaje de tiza y el sudor encima de los labios.

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DATOS DEL AUTOR

Aramís Castañeda Pérez de Alejo (Santa Clara, Cuba, 1965). Graduado de Filología por la facultad de Letras de la Universidad de Las Villas en el año 1990. Narrador, crítico e investigador. En el 2007 las Ediciones Capiro publicaron su libro de crónicas Un extraño en la bañera. Artículos, reseñas y críticas suyas aparecen en revistas y publicaciones de Cuba y el extranjero. En 1995 obtuvo el premio de ensayo en el Encuentro Debate Nacional de Talleres Literario. En el propio evento y géneros alcanzó mención en 1998. Obtuvo la Beca de creación Ciudad del Che 2006 por su proyecto de libro Un lugar en el mundo (la historia del Mejunje). En el 2009 obtuvo el premio Fundación de la Ciudad de Santa Clara en la categoría cuento por su libro La ciencia avanza pero yo no y, en el 2010, mención especial en el concurso Fundación de la Ciudad Fernandina de Jagua por el volumen de cuentos Yo me manejo bien con todo el mundo. Su labor de investigación en el campo de las Artes Decorativas también le ha merecido premios y reconocimientos a nivel nacional e internacional. Actualmente se desempeña como promotor literario de la Librería Ateneo "Pepe Medina" de Santa Clara

4 comentarios:

I. Hernández dijo...

Interesante, irónico, y sugerente cuento desde el inicio... Ojo con el maquillaje de tizas, y las fotos a las lagartijas... El asunto del que regresa -como un viajero a clavarse de cabeza en el pasado perpetuo?.... Merecido Premio-



Gracias, Juan Carlos por la entrega.

Siempre,

ihos

Salvador V dijo...

Salvador V Guerra ha comentado tu enlace::

muy coerente el comentario, desarmar al nerrador y el libro, para luego ofrecer un exelente cuento, digno de cualquier otro premio

Jose Félix León dijo...

El 12 de agosto a las 13:57 Responder
Gracias. Noel Castillo es muy lúcido escribiendo. Qué alegría saber de él!

Anónimo dijo...

Javier Iglesias Tanto la introducción como el libre son geniales.