Doble nueve
—No te será dificil encontrarlo, te lo aseguro, aproximadamente de seis dos, de hombros anchos, de pelo ensortijado, más bien mulato, de ojos muy negros… Perdón, supongo que ahora no podrán vérsele los ojos; ya sabes, todos estamos sujetos a sufrir accidentes. ¿Quisieras probar? Es casi seguro que lo encuentres.
—Estoy cansado, —fue lo único que respondió el hombrecito de tez mugrienta, de ropa mugrienta, a quien le era dirigida la súplica—. Estoy cansado. —Como si realmente quisiera significar algo más que el simple cansancio del que ha llegado al final del día en un trabajo miserable—. Si hubiera alguien aquí con esas señas ya lo habría visto: mulato, de más de seis pies, de hombros anchos...¿piensas que soy ciego? No, no hay nadie que se le parezca. Si no estuviera prohibido, te dejaría ir solo a registrar en las neveras; pero hoy no estoy para tu tontería; además enseguida te cansas.
Y miró con un mezcla de pena y simpatía al hombre de cabeza afeitada como un bonzo, montado en zuecos que lo hacían parecer ligeramente inclinado hacia adelante, vestido con cierto desenfado juvenil, con cierta frivolidad que resultaba divertida sin llegar al ridículo. Tenía unas manos largas, y hasta se podría decir que hermosas, cuando articulaban el lenguaje gestual con que acompañaba la palabra.
—Te juro que esta vez es algo más que un simple presentimiento. En un instante en que me quedé dormido en el sofá mientras lo esperaba, me despertó un grito y, enseguida, me di cuenta de que era él quien gritaba, pese a que —y esto lo dijo en un tono más bajo— no le había oído decir más que unas pocas frases; pero si hubieras visto lo que insinuaba en el pantalón te habrías animado a abrir el frigorífico.
El otro se limpiaba los dedos en la bata sin demostrar ningún interés especial. !Ay!, chico, de que me sirve si está muerto, pensó decir; o, más bien, si tú sabes que no está aquí; o, aún mejor, ¿ no es hora ya de que te las arregles con ciertos instrumentos de goma? Sabía que cualquier respuesta resultaría cruel para aquel hombre que, a fuerza de frecuentar la morgue, siempre en busca de alguien, de algún mozo <<de maravilla>>, había terminado por hacerse su amigo. Por eso no se le ocurrió otra cosa que decirle:
—Anda, cuéntame de tu vida en la Isla de Pascua, cuando te masturbabas al pie de las estatuas gigantes en las noches de luna llena.
—No confundas la historia —el tono del suplicante era ahora ligeramente solemne—, me masturbaba un negro que cargaba sacos en el muelle y a quien convencí de que las estatuas eran dioses verídicos, y yo, el sumo sacerdote que me proponía renovar su culto. Después danzaba, como Salomé, la danza de los siete velos, y el negro se contorsionaba como un poseso. Tenía una verga inmensa que se la ofrecía simbólicamente al dios en el punto donde la claridad lunar lamía la piedra.
—!Bah!, ustedes los artistas tienen una imaginación. Ya me has cambiado varias veces la historia. La última vez contabas que un pigmeo te perseguía con una enorme red de pescar, mientras saltabas desnudo por una playa al tiempo que en el agua también saltaban los peces voladores para imitarte; y antes me has dicho que ibas vestido de gasa transparente, y una mujer, deslumbrada por tu repentina aparición, te tomó por el maestro de un culto esotérico. Esa vez no sé si era en la Isla de Pascua o en Tahití, y la mujer, dedicada al misticismo, no era otra que Greta Garbo, a quien tú confundiste con Ana Karénina y saliste corriendo a buscarle un ferrocarril.
—!Basta!
Y el hombrecito se quedó mirándolo con una sonrisa dulce, ausente, viéndose un poco a sí mismo en el ademán opulento y la postura juglaresca de quien parecía reflejarle su propio cansancio, un cansancio interior, de vida terminada que se esfuerza en convocar la alegría y termina asociándose con los muertos.
Muchos años atrás, él también había llegado a la morgue en busca de alguien; pero, a diferencia de su visitante, sí lo había encontrado, al tercer o cuarto día de peregrinar por cementerios y salas de disección. Lo había encontrado allí, en la A12, con la cara deshecha, azul que parecía pintado, pero había podido reconocerlo: los dientes, la pequeña desviación artrítica del meñique de la mano derecha, un lunar en la entrepierna que conocía muy bien... Desde entonces le había tomado cierto apego al sitio. Había vuelto varias veces después de la cremación y, por curiosidad, el día de un gran incendio, se había acercado a la mesa de las autopsias. Era un oficio desagradable, pero se quedó. Un modo de familiarizarse con la muerte, pensaba, de estar cerca de él, de esa dimensión tenebrosa donde su amigo habíase ido a habitar llevándose toda la capacidad de sufrimiento del que se quedaba, toda su capacidad de asco. Ser dios es hacerse de piedra, como los gigantes de la Isla de Pascua de que le hablaba el calvo en su constante fabular; ser dios es no sentir la menor debilidad frente a la carne; y como mejor está la carne es muerta, congelada, amoratada, tajada... Y así Èl, con más de veinte años de oficio, hundía el bisturí o cosía, a instancias del médico forense, con la fruición del que cumple un designio salvador, del que ha encontrado una vía para redimirse, con la misma piedad con que un monje hace penitencia. Y sólo por olvidarse de aquel cuerpo, de su cuerpo.
Una mañana —tocábale a él el turno de la noche— al regresar a casa se había encontrado las sábanas manchadas de sangre, y las había olido como un cachorro en celo, y se había masturbado, y se había enfurecido, y a la llegada de Ted por la tarde (que dulce le resultaba ahora su nombre, Ted, Ted).
—Mira, puerco, no pudiste haber cambiado la sábana, —le dijo cuando el otro se recostaba antes de entrar al baño— no me explico cómo no te da asco.
Y Ted le había respondido: —tú eres el culpable por no quererme.
Y entonces se había quedado mirándolo a la cara, transfigurada por la luz del ocaso que encendía el cuarto, con la intención ya de recordarlo siempre así: yacente, a medio vestir, desvalido, niño. Un minuto, dos minutos tal vez, estáticos los dos, como pintados en un cuadro. Y Ted le había dicho: <<ven>> y lo había tumbado sobre las manchas de sangre con una de sus piernas poderosas.
Después había cambiado su horario de trabajo para pasar juntos las noches en aquel cuarto que, de súbito, se había convertido en el lugar más hermoso del mundo. Casi siempre él llegaba primero, a tiempo de tener alguna sorpresa para Ted: alguno de sus platos preferidos, una camisa que se había detenido a mirar con entusiasmo en el escaparate de la tiendecita vecina, unos boletos para el teatro…
Ted trabajaba lejos y debía tomar varios trenes, razón por lo que muchas veces regresaba tarde y exhausto; pero siempre sonriente, siempre silbando el tema de Casablanca, que él era capaz de oír a una cuadra de distancia por encima del bullicio del tránsito y de los gritos de los niños que jugaban afuera. Su vida anterior a ese encuentro le parecía de una aridez insoportable. ¿Cómo pudo haber vivido antes sin ese cuerpo perfecto que se le mostraba como una deslumbrante epifanía, sin ese gesto suyo de desnudarse que siempre era de una provocativa inocencia?
Se había hecho a la costumbre de bañarlo, derivada de aquel diario acto de adoración al verlo entrar al agua como un cervatillo aterido a quien el chorro de la ducha tornaba de pronto de una difuminada ingravidez. Después lo secaba como a un infante y tomaban café en una orzita que se había convertido en la preferida de ambos. Eso que llaman felicidad era entonces el gesto de Ted que suspendía el paso del tiempo en la penumbra de aquella habitación sórdida, y que lo dejaba sobrecogido, como si el ritmo de la respiración del que yacía indefenso y desnudo fuese el mismísimo pulso del universo.
Esa felicidad, que alguna vez Ted empañara con el anuncio de que en algún momento tendría que <<formar un hogar como Dios manda>>, lo absorbió completamente durante un tiempo cuya extensión real de meses, semanas, días, se negaba a contar; y luego el accidente, su peregrinar por los hospitales y necrocomios con los ojos fijos como un sonámbulo, la identificación del cadáver, y esa asociación, desde hacía tanto, con la muerte, con el modo más auténtico de mostrarse que tiene un cuerpo.
II
El visitante, de pie, impaciente, observaba con un aire de condescendencia al hombrecito, que parecía encogido detrás del escritorio. El azar, su búsqueda obsesiva de desaparecidos en aquel siniestro lugar y esa bondad natural que poseía, y de que tanto se vanagloriaba, le habían permitido tolerarlo, hasta tratarlo con alguna confianza, aunque a las claras podía verse que no eran iguales: pobre diablo que se fascinaba escuchándole sus relatos de viajes, sus aventuras, empequeñecido en el fondo de su oscuro pasado, deslumbrado por el mundo de fantasía que a él se le antojaba fabricar. Infeliz que había echado su vida en aquel tráfico de carroña sin conocer jamás la felicidad, sin haber tenido nunca un gran amor. Y se veía asomado a la borda del ferry que lo llevaba de Brindisi a Patras una noche de luna y, de repente, la voz que había dicho a su espalda:
—¿Le gusta mucho el mar?
—Con buena compañía sobre todo, así como la tuya.
Y el recién llegado le había oprimido la mano contra la baranda del barco mientras él aspiraba con voluptuosidad el olor a salitre.
Habían despertado desnudos en su camarote al tiempo de irse a andar por el paisaje más lindo del mundo. Héctor era de Salónica, pero se quedaría con él en Patras para servirle de guía. Con él iría a las ruinas de Micenas y Tirinto para hacer el amor ferozmente al pie de las murallas de los cíclopes. Con Héctor también había ido a las islas: Quíos, Icaria, Naxos, Milo, Creta. Era como sumergirse poco a poco en un pasado, perfectamente romántico, que hubiera abierto de pronto sus puertas para él.
Muchas veces se había dicho que el amor tenía que existir en alguna parte como un complemento de la geografía, como alguna propiedad del paisaje, de la brillantez del cielo, de la constancia del mar. Héctor lo acompañaría durante aquel verano que él había extendido todo lo posible, escatimando las horas, los minutos, despertándose al amanecer para verlo desnudo sobre las sábanas como una aparición demasiado perfecta para que fuese real. Por primera vez en su vida se sentía enamorado; pero las vacaciones se acababan y Héctor tenía que volver a la universidad, realidad que el joven parecía aceptar con entusiasmo.
A ratos hablaba de sus amigos en Atenas, de los burdeles donde trasnochaba con ellos, de las expediciones arqueológicas que a veces lo llevaban por semanas a hacer vida de campamento: días enteros excavando, desenterrando una tumba o un templo, coleccionando fragmentos de una vasija, reconstruyendo el pasado de ese país al que tanto debían todos. Pero aquella era otra dimensión a la que él no tenía acceso ni Héctor parecía dispuesto a dárselo, una especie de puerta por la que el joven se escurría, algo así como su ambiente natural al que parecía llamado a volver luego de este abandono del verano.
En suma, Héctor seguía siendo un extraño, alguien que, al igual que los antiguos dioses de su tierra, se había divertido en acompañarle como un amante complaciente, para regresar después sin mucho pesar —y esto era lo insoportable— a su indiferencia natural, a su mundo, en el que alguna mujer, doméstica, tejedora como Penélope, lo esperaba para consolidar en casa y familia sus fueros patriarcales.
Héctor se marchó a la universidad no sin decir alguna frase deplorando la ausencia; pero, al mismo tiempo, con manifiesta alegría por reunirse de nuevo con los suyos. El volvería a Nueva York detestando la ciudad y a las ancianas estiradas que acudirían, celebrando su vuelta, al elegante salón de la Quinta Avenida donde se había ganado fama de maestro. Después de casi tres meses acariciando la cabeza de un dios, le tocaba volver al oficio de embalsamador de cadáveres, a poner la mano sobre aquellas cabezas raídas por la decrepitud, esforzándose en ocultarles los costurones de las repetidas cirugías con que habían querido disfrazar la corrupción indetenible. Todas iguales, con pesados brazaletes de rubíes y de esmeraldas, aferrándose a una existencia asquerosa, deseando seducir aún con aquellos pellejos que pedían a gritos sepultura. Había decidido odiarlas, despreciarlas, culparlas por su manera servil de ganarse la vida.
—Gracias, señora, créame que le queda precioso, será usted el centro de la fiesta.
—Gracias a ti, querido, gracias a ti. Ya mi nieta mayor está en edad de que empiece a peinarse contigo. Serás el peluquero vitalicio de la familia.
—Lo será la puta de tu madre, bruja de mierda —decía para sí, mientras le hacía una leve inclinación de cabeza y pensaba en Héctor (pues Héctor era el nombre que ahora tenía la vida) solazándose en una playa del Egeo.
Había vuelto a Grecia al verano siguiente, y al otro y al otro, siempre dispuesto a acaparar el tiempo de Héctor, a renovar lo que ahora llamaba <<su amor>>, en el marco de un paisaje insólito poblado de ruinas venerables. Héctor había terminado por fin sus estudios y pensaba seriamente en casarse. No sabía, le había dicho, si con Bárbara, una alemana pelirroja de su mismo curso, o con Anyeliki, que había sido su novia por más de doce años.
—Podrás venir a pasar los veranos con nosotros, podrás tener un cuarto en casa, —sin advertir que lo lastimaba irremediablemente. Y sus noches seguirían solas, y el cuerpo de él pasaría como en propiedad a la pelirroja o a esa campesina de ojos bovinos que lo había esperado durante tanto tiempo sin protestar. La decisión parecía tan natural que no se atrevió a discutirla. Reclamar otra cosa hubiera despertado en Héctor un asombro más humillante cuanto más sincero.
—Está bien, tendremos una casa con dos alas y yo cocinaré para todos, e incluso podremos hacer excursiones los tres juntos, ya sabes que no soy celoso, y además...
—Te vas poniendo viejo —agregó el otro maliciosamente— y ya no me necesitas tanto como antes.
Y luego en tono de sentencia:
—Los viejos tienen que ir acostumbrándose a la soledad, al fin todos entramos solos en la muerte.
Después no había querido verlo más; así que cuando Héctor entró solo en la muerte, aplastado en el derrumbe de una de las ruinas que amaba, ya él se consideraba curado de esa pasión que, sin embargo, no logró disuadirlo de su búsqueda.
En los años que siguieron había procurado el placer desenfrenadamente, como le habían enseñado desde la adolescencia que alguien como él tenía que buscarlo. Y podía verse, infatigable y ubicuo, contratando muchachos en las ruinas del Coliseo o en la plaza de San Marcos, o perseguido por doce turcos pederastas en unas termas de Estambul, o entrando a hurtadillas a un gitano en un hotel de Valencia, con habitaciones bastante parecidas a otro de Oslo en el que un chico de quince años le dijera en un inglés muy suave it's the first time, be careful.
Ahora que no podía viajar —luego de abandonar su lucrativa profesión por la literatura— se conformaba con hacer incursiones por el barrio con algún pretexto honorable: comprarse una botella de vino, unas alcaparras para un guiso...
—¿Vives por aquí? ¿Estudias? Si no sabes mucho inglés puedo ayudarte, mi casa es al doblar.
—¿Qué quiere usted?, —podían responderle en tono hosco.
—Eso, —y apuntaba con un ademán inconfundible a las bragas del desconocido donde algo parecía abultarse con procacidad—. Este es mi teléfono, llámame cuando quieras. —Y después, para su desesperación, no llamaban.
Hasta que cayó en cuenta de que la belleza era el peor de los peligros: no se podía ser tan bello y sobrevivir. ¿Dónde podrían estar esos que le habían prometido llamar y no llamaban, esos que debían venir y no venían, sino muertos?
—Siéntate, —le dijo con la misma lentitud con que antes se quejara de su cansancio—. Siéntate, —repitió en un tono ligeramente conminatorio que empujó al visitante a obedecerlo.
El hombrecito sacó una llave del bolsillo y, con una especie de precaución acostumbrada, abrió una gaveta y extrajo un bulto que comenzó a desenvolver sobre la mesa. El otro lo seguía como quien asiste a un rito misterioso. Ahora tenía enfrente una caja de madera tallada, al parecer de caoba, de tapa cóncava y con asas, que semejaba un pequeño ataúd.
—Ten calma, ten calma —iba diciendo el hombre de la morgue mientras manipulaba la cerradura de lo que parecía, a simple vista, un joyero, una caja de música, o una urna funeraria victoriana.
—Tus visitas tendrán en lo adelante más sentido, comprende que no tenemos nada que buscar, ni aquí ni allá —e hizo un gesto despectivo para la oscuridad de la calle que se veía a través de la puerta.
Despacio, mientras el hombre de cabeza afeitada atendía embebecido, fue sacando de la cajita unas fichas de marfil y madera, antiguas y gastadas, y colocándolas sobre la mesa. Luego, con parsimonia, apartó la caja y comenzó a mover las fichas.
—Está prohibido, pero a esta hora yo soy el dueño del negocio.
Seguidamente las dividió y fue eligiendo al azar unas cuantas.
—Toma las tuyas. Si tienes el doble nueve, juegas tú.
August 6, 2010 at 1:25am
ResponderEliminarResp.: Un cuento de Vicente Echerri
me gustó, salgo de trabajar cerca de las 9p de Miami, llegar a casa y leer algo por el estilo, es maravillozo, como los link a Javier y otras tantas cosas..gracias Juanca..no sabes lo casi acritativo que eres conmigo al ofrecer tanto..un abrazo
(por facebook)
Corriendo entre penas , pero vuelvo a la luz, tengo que agradecerte por publicar ese texto, unica forma de que llegue hasta aca, porque es un gusto de los buenos , merecedor de tus palabras de presentacion que comparto y aplaudo. Gracias Juanca.
ResponderEliminarbesos
Me resullta interesante la narración de Echerri. Gracias por esta entrega, hermano.
ResponderEliminarSiempre,
Ihos
gran trabajo!
ResponderEliminarsaludos
Echerri cuenta muy bien. No hay posibilidades de apatia o abstencionismo. Muy bueno.
ResponderEliminar"Juan Carlos. Magnifica entrega del autor Echerri, y muy buena tu presentación, sobre todo el punto del narcisismo que sobrepasa el límite y va más allá de la valorización viril convirtiendola en infatuacion con la semejanza genital.
ResponderEliminarEl cuento toca el homo erotismo con trazados de amor que transcede las caracteristicas físicas.
Gracias. (por facebook)
Coments arriba, Pedro Felipe López
ResponderEliminar"Excelentes relato!!"
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