La ciudad se derrumba y yo cantando
Silvio Rodríguez
Silvio Rodríguez
Por Edelmis Anoceto Vega
Lo había dicho Eliseo Diego en su prólogo a Por los extraños pueblos: «No es por azar que nacemos en un sitio y no en otro, sino para dar testimonio. A lo que Dios me dio en herencia he atendido tan intensamente como pude; a los colores y sombras de mi patria; a las costumbres de sus familias; a la manera en que se dicen las cosas; y a las cosas mismas».[1] Y los poemas que siguieron son ejemplos inigualables del acto de prestar atención a las cosas y destacar en ellas lo connotativo; aquella cualidad que siempre estuvo oculta se revela de manera sorpresiva y nos hace preguntarnos cómo es que no la habíamos notado. Pero los pueblos que Eliseo nombró se extasiaban en una luz maravillosa, y por ello era su canto noble y ennoblecedor. Todo lo entrevisto se bautizaba mansamente; y el poeta, maestro en sutiles juegos sinestésicos, se regodeaba en los detalles coloridos y en la lenta añoranza de la infancia magnífica y las costumbres viejas. A la vuelta del siglo el mundo ha girado ya mucho sobre su oxidado eje, han cambiado los pueblos; y los poetas continúan atendiendo y cantando a sus predios, aunque con otros tonos, miradas y puntos de vista.
Veremos cuatro ejemplos de poetas cuyos textos han sido motivados por la decadencia de los pueblos. Un primer texto ejemplar en este tipo de acercamiento poético al lugar de nacimiento lo tenemos en «Acerca del súbito cierre de las posadas», de Sigfredo Ariel.[2] Se comienza haciendo una enumeración de lo que subsiste, aún sin añadidos emotivos: «las columnas de hierro de la bodega antigua/ la tienda del polaco, el bar-cafetería» e inmediatamente lo enumerado comienza a enriquecerse con otros elementos descriptivos, lo que no constituye solo un mero cambio en el discurso, sino además una sugerente analogía con la transformación sufrida por los sitios descritos:
En el lobby del Venus viven dos o tres familias
que los sábados junta el dominó
/ la alta música prácticamente obliga
pero nadie baila ante la puerta de polvo
aluminio y cristal.
En la estrofa siguiente el poeta es mucho más directo. Nos dice, cual cronista, exactamente lo que ha ocurrido en esos refugios para las poblaciones temporales del amor:
Los que fueron calurosos cuartos de Las Palmas
son ahora hogares calurosos
tomados por derecho de conquista
y el hotel Amistad es un yermo que alberga
desperdicios de calles cercanas
donde prosperan con entera libertad
poblaciones de larvas invencibles.
En tan breve fragmento la sensación de decadencia es manifiesta y se refuerza con las voces calurosos, yermo, desperdicios y larvas. No es explícito en el poema un sentimiento de añoranza por las cosas perdidas; el decir del poeta es más bien de quien se resigna a exponer: «En la puerta del Oasis amarran bicicletas/ los muchachos ciclistas». Aunque el poeta no exterioriza su dolor directamente, el lector puede percatarse de ello. Lo no dicho adquiere un valor. Este texto es una prueba de que la poesía, para mantener sus esencias, no debe intentar ir por el camino más recto, sino por otro aledaño.
Más adelante lo que se ha perdido en lo físico acarrea otras pérdidas de carácter espiritual, y con ello el poema alcanza su clímax, tres versos aislados y un delicado toque de gracia coloquial en que se revela la pericia y el ingenio de Sigfredo Ariel: «Podría decir ya no existen/ amores transitorios/ o algo así». Luego el cierre del poema no puede ser menos, con la voz patria precedida por un silencio gráfico —pocos son los poetas que en la actualidad utilizan esta palabra sin intenciones dramáticas: «...patria/ que fue posada/ antes».
También el poeta José Luis Santos nos llama la atención en el mismo sentido, pero en su caso la actitud es colindante con la crítica. En su texto «Explico a Edelmis Anoceto lo que es vivir en un ingenio»[3] me refiere, me explica de hecho, que: «central es una palabra muerta, echada del lenguaje,/ se recuerda su dulzor mínimamente/ y a veces ni se recuerda./ Un héroe presta su nombre intemporal/ a un montón de casas en menguante». ¡Casas en menguante! Bohíos, chozas. Ninguna otra metáfora puede servir mejor a su propósito. No conforme, vuelve a enfatizar con la misma crudeza: «Ingenios, centrales/ pocilgas al amparo de la retórica y de los yerbazales infinitos,/ nada que dar a quienes regresaban de las extrañas guerras/ que se olvidan al pasar los días». Por supuesto, si los yerbazales son infinitos no dejan espacio para nada más. En comparación con el texto de Sigfredo Ariel, este nos plantea de frente y con toda la fuerza verbal del poeta la terrible frustración del ser ante el ocaso inexorable del sitio natal. Por ello se permite decirnos en el final, ya cansado de no comprender: «...aldea, esa estructura de gorriones sin migajas,/ o la crisis, palabra que no define bien el Larousse».
No es sin embargo este el poema en que mejor aborda José Luis el tema que nos ocupa. En «Los apagados muchachos del verano» [4] su blanco no es ya el pequeño ingenio o lo que de él queda; se trata ahora del poblado de Cifuentes. Su descripción se torna cruda y denunciante. Aquí el acercamiento no es el del ser preocupado por el entorno físico; existe una abierta preocupación social: «En Cifuentes, delante de sus quioscos neobarrocos/ y sus policías con músculos romanos y estatura egipcia/ he visto quejarse a la gente, como Charles Bukowski,/ por la escasez de comida». Y luego refiere las prácticas de los jóvenes cifuentenses como un resultado lógico del vacío de pensamiento y la pérdida de valores elementales: «pero algo falta en sus explícitos cuerpos de trapo/ [...]/ un vacío como de esturión o de madreperlas». Obsérvese esturión y madreperlas, dos elementos anacrónicos en el ámbito de Cifuentes, pueblo mediterráneo; connotan la falta de visión, de imaginación y de poesía de estos muchachos, algo tan grave para el poeta que él mismo se confiesa incapaz de enmendar: «que no puede remediar el verso».
El comienzo de la segunda parte de este poema conmueve; su autor se torna reflexivo y su perspectiva de la realidad es identificada con una poderosa y pesimista imagen, es enmarcada en planos más elevados del pensamiento: «La realidad de Cifuentes es la de un único río/ de aguas horrendas y liturgias horrendas,/ de aguas negadas por la ley de la negación de la negación./ Negadas por todas las leyes filosóficas...» Si bien esta imagen es grandilocuente y absoluta, no pierde mérito poético, pues nos regresa inmejorablemente un viejo motivo literario: la relación del hombre con el medio. Pero es este un caso de extrema incompatibilidad. José Luis Santos, tanto en los ambientes foráneos de su primer libro de poemas como en los más locales y personales de su segundo, es un poeta de la existencia atormentada, de las múltiples caras de la miseria humana y de la caída del hombre. Alguien le ha reprochado el sentimiento de frustración en sus textos; pero hay que advertir que se trata simplemente de la continuidad de una línea que Cintio Vitier identificó como rasgo esencial en Lo cubano en la poesía desde Julián del Casal: «Diríase que para nosotros —señala Vitier— la frustración se ha convertido en una especie de oscuro deber. El que, por lo menos en apariencia, no se frustra, es un traidor que merece ser lapidado».[5]
Temprano se sumó al tema que nos convoca el muy joven Idiel García con su primer poemario Los días de mi muerte.[6] Ya desde su título se observa una intención por parte del poeta, y también narrador, de sugerir a través de sus textos disímiles estados emotivos cercanos al dolor, como son la soledad, la añoranza por un pasado irrecuperable, el tedio y la ausencia.
En el cuerpo del libro se agrupan poemas marcados por los recuerdos menos felices de la infancia, la casa, la familia, en especial la abuela, y el amor. Se hace énfasis en el ser humano y su entorno, y el cuestionamiento existencial. Aparece también la noción patria y el tema del poeta que le canta a la misma. En este sentido es destacable la excelente pieza «acuérdate de abril»,[7] escrita en tono imperativo, en la que se manifiesta la nostalgia por el sitio del cual se es oriundo y se hace un explícito reclamo por lo perdido. El poeta dialoga con su pueblo: «santo domingo acuérdate de abril/ recuerda los barrotes de las puertas/ las calles opalinas y desiertas/ el parque agonizando en el añil (…) defiéndete del mundo que te alquilan/ no mires los parajes que aniquilan/ defiéndete del brillo de la plata/ si alguna vez la oscuridad te mata». Y se pregunta: «Cómo no avergonzarme de las hadas/ si me cuesta creer que aún hay remedio».
Igualmente el poema se inscribe en el modo del decir poético apegado a lo frustrante, a lo recuperado en la memoria y lo disuelto en el olvido; pero sobre todo es un sutil manifiesto desde el retiro del ser que esgrime los valores espirituales contra las adversidades de su contexto. Idiel tiene aún palabras de aliento para su Santo Domingo: «recuerda que el olvido es algo muerto/ donde todo culmina en la refriega/ recuerda tus recuerdos que abril riega/ interminables días de zozobra/ no sientas miedo del dolor y cobra/ vida en las polvaredas...»
Veremos cuatro ejemplos de poetas cuyos textos han sido motivados por la decadencia de los pueblos. Un primer texto ejemplar en este tipo de acercamiento poético al lugar de nacimiento lo tenemos en «Acerca del súbito cierre de las posadas», de Sigfredo Ariel.[2] Se comienza haciendo una enumeración de lo que subsiste, aún sin añadidos emotivos: «las columnas de hierro de la bodega antigua/ la tienda del polaco, el bar-cafetería» e inmediatamente lo enumerado comienza a enriquecerse con otros elementos descriptivos, lo que no constituye solo un mero cambio en el discurso, sino además una sugerente analogía con la transformación sufrida por los sitios descritos:
En el lobby del Venus viven dos o tres familias
que los sábados junta el dominó
/ la alta música prácticamente obliga
pero nadie baila ante la puerta de polvo
aluminio y cristal.
En la estrofa siguiente el poeta es mucho más directo. Nos dice, cual cronista, exactamente lo que ha ocurrido en esos refugios para las poblaciones temporales del amor:
Los que fueron calurosos cuartos de Las Palmas
son ahora hogares calurosos
tomados por derecho de conquista
y el hotel Amistad es un yermo que alberga
desperdicios de calles cercanas
donde prosperan con entera libertad
poblaciones de larvas invencibles.
En tan breve fragmento la sensación de decadencia es manifiesta y se refuerza con las voces calurosos, yermo, desperdicios y larvas. No es explícito en el poema un sentimiento de añoranza por las cosas perdidas; el decir del poeta es más bien de quien se resigna a exponer: «En la puerta del Oasis amarran bicicletas/ los muchachos ciclistas». Aunque el poeta no exterioriza su dolor directamente, el lector puede percatarse de ello. Lo no dicho adquiere un valor. Este texto es una prueba de que la poesía, para mantener sus esencias, no debe intentar ir por el camino más recto, sino por otro aledaño.
Más adelante lo que se ha perdido en lo físico acarrea otras pérdidas de carácter espiritual, y con ello el poema alcanza su clímax, tres versos aislados y un delicado toque de gracia coloquial en que se revela la pericia y el ingenio de Sigfredo Ariel: «Podría decir ya no existen/ amores transitorios/ o algo así». Luego el cierre del poema no puede ser menos, con la voz patria precedida por un silencio gráfico —pocos son los poetas que en la actualidad utilizan esta palabra sin intenciones dramáticas: «...patria/ que fue posada/ antes».
También el poeta José Luis Santos nos llama la atención en el mismo sentido, pero en su caso la actitud es colindante con la crítica. En su texto «Explico a Edelmis Anoceto lo que es vivir en un ingenio»[3] me refiere, me explica de hecho, que: «central es una palabra muerta, echada del lenguaje,/ se recuerda su dulzor mínimamente/ y a veces ni se recuerda./ Un héroe presta su nombre intemporal/ a un montón de casas en menguante». ¡Casas en menguante! Bohíos, chozas. Ninguna otra metáfora puede servir mejor a su propósito. No conforme, vuelve a enfatizar con la misma crudeza: «Ingenios, centrales/ pocilgas al amparo de la retórica y de los yerbazales infinitos,/ nada que dar a quienes regresaban de las extrañas guerras/ que se olvidan al pasar los días». Por supuesto, si los yerbazales son infinitos no dejan espacio para nada más. En comparación con el texto de Sigfredo Ariel, este nos plantea de frente y con toda la fuerza verbal del poeta la terrible frustración del ser ante el ocaso inexorable del sitio natal. Por ello se permite decirnos en el final, ya cansado de no comprender: «...aldea, esa estructura de gorriones sin migajas,/ o la crisis, palabra que no define bien el Larousse».
No es sin embargo este el poema en que mejor aborda José Luis el tema que nos ocupa. En «Los apagados muchachos del verano» [4] su blanco no es ya el pequeño ingenio o lo que de él queda; se trata ahora del poblado de Cifuentes. Su descripción se torna cruda y denunciante. Aquí el acercamiento no es el del ser preocupado por el entorno físico; existe una abierta preocupación social: «En Cifuentes, delante de sus quioscos neobarrocos/ y sus policías con músculos romanos y estatura egipcia/ he visto quejarse a la gente, como Charles Bukowski,/ por la escasez de comida». Y luego refiere las prácticas de los jóvenes cifuentenses como un resultado lógico del vacío de pensamiento y la pérdida de valores elementales: «pero algo falta en sus explícitos cuerpos de trapo/ [...]/ un vacío como de esturión o de madreperlas». Obsérvese esturión y madreperlas, dos elementos anacrónicos en el ámbito de Cifuentes, pueblo mediterráneo; connotan la falta de visión, de imaginación y de poesía de estos muchachos, algo tan grave para el poeta que él mismo se confiesa incapaz de enmendar: «que no puede remediar el verso».
El comienzo de la segunda parte de este poema conmueve; su autor se torna reflexivo y su perspectiva de la realidad es identificada con una poderosa y pesimista imagen, es enmarcada en planos más elevados del pensamiento: «La realidad de Cifuentes es la de un único río/ de aguas horrendas y liturgias horrendas,/ de aguas negadas por la ley de la negación de la negación./ Negadas por todas las leyes filosóficas...» Si bien esta imagen es grandilocuente y absoluta, no pierde mérito poético, pues nos regresa inmejorablemente un viejo motivo literario: la relación del hombre con el medio. Pero es este un caso de extrema incompatibilidad. José Luis Santos, tanto en los ambientes foráneos de su primer libro de poemas como en los más locales y personales de su segundo, es un poeta de la existencia atormentada, de las múltiples caras de la miseria humana y de la caída del hombre. Alguien le ha reprochado el sentimiento de frustración en sus textos; pero hay que advertir que se trata simplemente de la continuidad de una línea que Cintio Vitier identificó como rasgo esencial en Lo cubano en la poesía desde Julián del Casal: «Diríase que para nosotros —señala Vitier— la frustración se ha convertido en una especie de oscuro deber. El que, por lo menos en apariencia, no se frustra, es un traidor que merece ser lapidado».[5]
Temprano se sumó al tema que nos convoca el muy joven Idiel García con su primer poemario Los días de mi muerte.[6] Ya desde su título se observa una intención por parte del poeta, y también narrador, de sugerir a través de sus textos disímiles estados emotivos cercanos al dolor, como son la soledad, la añoranza por un pasado irrecuperable, el tedio y la ausencia.
En el cuerpo del libro se agrupan poemas marcados por los recuerdos menos felices de la infancia, la casa, la familia, en especial la abuela, y el amor. Se hace énfasis en el ser humano y su entorno, y el cuestionamiento existencial. Aparece también la noción patria y el tema del poeta que le canta a la misma. En este sentido es destacable la excelente pieza «acuérdate de abril»,[7] escrita en tono imperativo, en la que se manifiesta la nostalgia por el sitio del cual se es oriundo y se hace un explícito reclamo por lo perdido. El poeta dialoga con su pueblo: «santo domingo acuérdate de abril/ recuerda los barrotes de las puertas/ las calles opalinas y desiertas/ el parque agonizando en el añil (…) defiéndete del mundo que te alquilan/ no mires los parajes que aniquilan/ defiéndete del brillo de la plata/ si alguna vez la oscuridad te mata». Y se pregunta: «Cómo no avergonzarme de las hadas/ si me cuesta creer que aún hay remedio».
Igualmente el poema se inscribe en el modo del decir poético apegado a lo frustrante, a lo recuperado en la memoria y lo disuelto en el olvido; pero sobre todo es un sutil manifiesto desde el retiro del ser que esgrime los valores espirituales contra las adversidades de su contexto. Idiel tiene aún palabras de aliento para su Santo Domingo: «recuerda que el olvido es algo muerto/ donde todo culmina en la refriega/ recuerda tus recuerdos que abril riega/ interminables días de zozobra/ no sientas miedo del dolor y cobra/ vida en las polvaredas...»
Duo, Janet y Quincoso. Foto enviada por Edelmis Anoceto.
Si el título del poema de Idiel nos remite a la conocida canción de Amaury Pérez Vidal, nuestro último ejemplo guarda una más estrecha relación con la música. Se trata de un poema de Eduardo Quincoso, musicalizado para el dúo que él conforma junto a Janet Lugones. El texto se titula «¡Ay, Caibarién!». Tiene un tono casi elegíaco y es una verdadera lamentación por la prosperidad venida a menos. Una vez más vuelve el leitmotiv de la infancia dichosa y los gratos recuerdos. Primeramente la nostalgia se centra en las cosas más sencillas y en las costumbres pesqueras:
...por las calles del recuerdo
de lo que fuera mi pueblo,
cuando el sol me daba un beso
y el viento me hacía jugar.
En mis ojos están frescos
los chinchorros de alquitrán
las chalupas y pesqueros.
las nasas y los señuelos
listos en la madrugada
para salir a pescar.
Y en mi corazón va el cielo
que yo miraba al crecer
entre un nylon y un anzuelo.
Era la edad de creer.
Si en el poema de Idiel se manifestaba una duda en el presente, en el de Quincoso hubo un pasado de credulidad: era la inocente edad de creer en la prosperidad. Y el estribillo resume todo el sentido de la primera parte del texto: «¡Ay, Caibarién, pueblo del mar,/ en tu playa mi niñez fue despertar./ El viento impulsó mi vela,/ mi vida rodó en tu arena/ y en tus agua como pez tuve un hogar».
No puede seguir otra cosa que el reclamo directo, no solo por las cosas simples como utensilios de pesca, sino además por pérdidas más vitales, y la consecuente impotencia de no poder expresar toda la tristeza contenida: «Pero la voz se me quiebra/ con lo que intento decir».
¿A dónde fueron tus muelles?
¿Qué le pasó a tu estación,
tus bares y tus hoteles,
tus parques, tus almacenes,
tu central y aquellas mieles
que aún inspiran mi canción?
En los ejemplos comentados no habíamos visto aún este sentimiento de permanencia a pesar de todo el dolor descrito: «Y mi corazón va lejos/ mas se resiste a partir/ dejando tu amor ya viejo/ sin sueños ni porvenir». Y el estribillo vuelve a sintetizar: «¡Ay, Caibarién, pueblo del mar,/ en tu playa mi niñez he de enterrar./ Los lamentos de mi pena/ van perdiéndose en tu arena./ No me queda otro consuelo que llorar».
Nuestro propósito no ha sido erudito. Únicamente hemos seleccionado estas muestras de cuatro autores villaclareños para llamar la atención sobre un rasgo de nuestra poesía que en la actualidad ha derivado en un canto a los pueblos desde una mirada nostálgica hacia su pasado y también preocupada por su presente. Semejante motivo ha sido desarrollado mediante un topos [8] diferente. En Sigfredo Ariel vimos la exposición desde el distanciamiento, la voz del silencio; en José Luis Santos, frustración, complejización a través de la metáfora y la imagen; en Idiel García, olvido y memoria, reclamo directo, duda; y en Eduardo Quincoso, añoranza y lamento. El solo hecho de que estos cuatro ejemplos reflejen similares situaciones contextuales y sean motivados por el mismo sentimiento nos hace pensar en la posible definición de una línea en nuestra última lírica.
********************************FIN*********************
[1] Eliseo Diego: Nombrar las cosas, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973, p. 108.
[2] Sigfredo Ariel: Born in Santa Clara, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2006, p. 41.
[3] José Luis Santos Muñoz: Los apagados muchachos del verano, Editorial Capiro, Santa Clara, 2007, p. 17.
[4] Ibídem, p. 60.
[5] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, p. 578.
[6] Idiel García Romero: Los días de mi muerte, Editorial Capiro, Santa Clara, 2007.
[7] Ibídem, pp. 39-40. Todo en minúsculas en el original.
[8] Esquema específico con que el autor aborda un motivo literario.
Si el título del poema de Idiel nos remite a la conocida canción de Amaury Pérez Vidal, nuestro último ejemplo guarda una más estrecha relación con la música. Se trata de un poema de Eduardo Quincoso, musicalizado para el dúo que él conforma junto a Janet Lugones. El texto se titula «¡Ay, Caibarién!». Tiene un tono casi elegíaco y es una verdadera lamentación por la prosperidad venida a menos. Una vez más vuelve el leitmotiv de la infancia dichosa y los gratos recuerdos. Primeramente la nostalgia se centra en las cosas más sencillas y en las costumbres pesqueras:
...por las calles del recuerdo
de lo que fuera mi pueblo,
cuando el sol me daba un beso
y el viento me hacía jugar.
En mis ojos están frescos
los chinchorros de alquitrán
las chalupas y pesqueros.
las nasas y los señuelos
listos en la madrugada
para salir a pescar.
Y en mi corazón va el cielo
que yo miraba al crecer
entre un nylon y un anzuelo.
Era la edad de creer.
Si en el poema de Idiel se manifestaba una duda en el presente, en el de Quincoso hubo un pasado de credulidad: era la inocente edad de creer en la prosperidad. Y el estribillo resume todo el sentido de la primera parte del texto: «¡Ay, Caibarién, pueblo del mar,/ en tu playa mi niñez fue despertar./ El viento impulsó mi vela,/ mi vida rodó en tu arena/ y en tus agua como pez tuve un hogar».
No puede seguir otra cosa que el reclamo directo, no solo por las cosas simples como utensilios de pesca, sino además por pérdidas más vitales, y la consecuente impotencia de no poder expresar toda la tristeza contenida: «Pero la voz se me quiebra/ con lo que intento decir».
¿A dónde fueron tus muelles?
¿Qué le pasó a tu estación,
tus bares y tus hoteles,
tus parques, tus almacenes,
tu central y aquellas mieles
que aún inspiran mi canción?
En los ejemplos comentados no habíamos visto aún este sentimiento de permanencia a pesar de todo el dolor descrito: «Y mi corazón va lejos/ mas se resiste a partir/ dejando tu amor ya viejo/ sin sueños ni porvenir». Y el estribillo vuelve a sintetizar: «¡Ay, Caibarién, pueblo del mar,/ en tu playa mi niñez he de enterrar./ Los lamentos de mi pena/ van perdiéndose en tu arena./ No me queda otro consuelo que llorar».
Nuestro propósito no ha sido erudito. Únicamente hemos seleccionado estas muestras de cuatro autores villaclareños para llamar la atención sobre un rasgo de nuestra poesía que en la actualidad ha derivado en un canto a los pueblos desde una mirada nostálgica hacia su pasado y también preocupada por su presente. Semejante motivo ha sido desarrollado mediante un topos [8] diferente. En Sigfredo Ariel vimos la exposición desde el distanciamiento, la voz del silencio; en José Luis Santos, frustración, complejización a través de la metáfora y la imagen; en Idiel García, olvido y memoria, reclamo directo, duda; y en Eduardo Quincoso, añoranza y lamento. El solo hecho de que estos cuatro ejemplos reflejen similares situaciones contextuales y sean motivados por el mismo sentimiento nos hace pensar en la posible definición de una línea en nuestra última lírica.
********************************FIN*********************
[1] Eliseo Diego: Nombrar las cosas, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1973, p. 108.
[2] Sigfredo Ariel: Born in Santa Clara, Ediciones UNIÓN, La Habana, 2006, p. 41.
[3] José Luis Santos Muñoz: Los apagados muchachos del verano, Editorial Capiro, Santa Clara, 2007, p. 17.
[4] Ibídem, p. 60.
[5] Cintio Vitier: Lo cubano en la poesía, Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1970, p. 578.
[6] Idiel García Romero: Los días de mi muerte, Editorial Capiro, Santa Clara, 2007.
[7] Ibídem, pp. 39-40. Todo en minúsculas en el original.
[8] Esquema específico con que el autor aborda un motivo literario.
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Edelmis Anoceto Vega, (Santa Clara, 1968) uno de los poetas villaclareños más reconocidos de su generación, acaba de merecer el Tercer Premio Cucalambé, con el decimario Cansado de soñar todo. Entre sus poemarios se encuentran: Cantos del bajo delta (Sed de Belleza, 1998), Imago Mundi (Mecenas, 2002) Mortgana (Editorial Abril, 2002), La cólera de Aquiles (Editorial Capiro, 2005) La cosecha y el incendio (Editorial Orto, 2006) y El sueño eterno (Ediciones Holguín, 2007) Ha traducido sendos poemarios de Emily Dickinnson y Percy B. Shelley. Poemas Agrestes de Robert Frost. Este reciente lauro obtenido por el destacado poeta villaclareño se suma a otros obtenidos en su ya meritoria carrera literaria como los premios: El Girasol Sediento, Calendario, Navarro Luna, Fundación de la ciudad de Santa Clara y Fundación de la Ciudad de Holgín. En el catálogo de este año de la Editorial Capiro de Santa Clara aparecerá el título de ensayo Predios y liras, de su autoria, con comentarios críticos sobre la poesía. Ha publicado además en la Revista digital de Arte y Literatura, Cañasanta, en La primera palabra, blog de Heriberto Hernández.
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El que, por lo menos en apariencia, no se frustra, es un traidor (...) , dijo don Cintio Vitier identificando la frustración como rasgo esencial en Lo cubano en la poesía desde Julián del Casal hasta los poetas de nuestros días... Y ha sido, al menos para mí, basntante útil leer este texto de Edelmis, cuyo eje gira alrededor de las voces describiendo o lamentanto la devastación, la ruina que el ojo poético de estos 4 villaclareños atisbaron a su paso.
ResponderEliminarOtra vez Villaclara, pero BRAVO!!
ihos/
Una mirada crítica al entorno de los poetas, unos mas decantados y otros como mirarse en un espejo, mucha cátarsis. Me parece muy interesante el tema y la forma de abordarlo, gracias, Ihos.
ResponderEliminarmuy pero muy interesante y los comentarios de ustedes dos, el broche.
ResponderEliminarabrazos