miércoles, 24 de febrero de 2010

LA MUJER DEL PRÓJIMO.


Teresa Herández (signos número 44, 1999)
Para Maura, que sabe...


Dijo que no había visto nunca
un camino más tupido
que esa abundancia de hierba
en el entrecejos de aquel desconocido
y que a ella le pareció perderse
como si a lo lejos
unos perros ladraran sin temor
con esa paz con la que asumen ellos
cuando las noches son claras
y sus dueños duermen bajo las cobijas.

Dijo que le ardía hasta la zozobra
y que caminaba en puntas
como una bailarina sobre el pecho;
que también le pareció un laberinto
aquello de perderse extraviada
detrás de unas cercas y un sembrado
donde a veces hasta en las noches oscuras
ella podía ver en sus manos el reflejo
donde él se comportaba como la luz
y donde le daba por alumbrar sus gritos
como si la golpeara
sin dolor y sin remordimiento;
y que supuso que de beber alcohol
más bien inhalaba como un humo
una bruma…
Que la hizo feliz
y que le dio unos deseos
como nunca de morirse
pensando que de volver a la realidad
sus senos dejarían la erección
poniéndose como bolas de tizne
echadas en algún rincón del abandono.

Matta, (Signos número 58, 2009)
Y dijo que él nunca dijo su nombre
pero la elevaba,
que por primera vez tuvo conciencia
que era verdad lo del cielo infinito
y que los astros no bajan,
se caen desde allá lejos;
aunque ella no supo tiritar cuando se caía
y no supo detenerse cuando la lanzaban
que creyó ser fuego cruzando un aro
y su cuerpo como una estela inmisericorde
donde todos los sonidos se dilataban
y que no por ello recuerda la música
o mejor no quiso
porque era como hembra en celo
una sombra ante el espejo
que nadie devolvía;
y porque él jadeaba como un animal
a quien le pesaba su rudeza y la faena
y que sintió todas las veces
que le abría como un surco
como si la tierra que tragara
fuera sangre de su sangre.
Madelín Pérez (Signos, número 43, 1996)
Dijo también
que se olvidó de los perros
de la vecindad ausente
en ese letargo de sueño
donde concurre lo cotidiano
y la supuesta armonía.

Ella, también imploró:
fue a sentarse sobre un manantial
donde el agua la refrescaba
quizás en esa parte de la memoria
que solo la conciencia activa;
y que era un agua tibia
que la confundía con su pelo
y le llenaba la boca
a veces de zánganos
otras de polen de mariposas
y de unos olores como si él
hubiese lamido todas sus entrañas.

Lídice Gonzalez Jiménez (signos número 57, 2009)

No hubo otro silencio
que el sudor debajo de las cobijas
no hubo otro cruce en su camino
ni ha podido nunca más ser la reina
ni asomarse a esos bordes que en el cielo
forman los triíllos entre una estrella y otra.

Nunca más ha visto aquellos ojos
que ladraban sin ser perros
que la mordían con dulzura
y donde alguna vez ella sentó
todas sus formas de estar viva.


Cleva Solís (Signos número 8, 1972)

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