martes, 15 de diciembre de 2009

LOS CUERPOS QUE EL POETA MIRA.



Un escritor puede darse el lujo de perder, a veces, la inconveniente memoria, pero no la nobleza de ser una buena persona, -que siempre será más importante que su obra-, y porque esto nos puede llevar hasta sus mejores instintos. Cuando me leí Los Siete Contra Tebas, (Teatro) de Antón Arrufat, admiré entender más al hombre que escribía la obra (como me lo imaginaba parte del conflicto), que lo que generacionalmente la obra me acercó (por su acierto), a un tiempo del pasado reciente donde fue escrita: en el mismo año en que me tocó nacer. Supe también que un escritor aunque escriba desde la euforia, por amor, por miedo, por odio, por impotencia o por supuesto estado de felicidad, nunca es tan intenso y real sino escribe desde su agonía, (cualesquiera que sean esas aristas agónicas), pero nunca un escritor escribe -al menos conciente de hacerlo- desde la felicidad. La felicidad no es el manejar la forma con oficio y entrega, el tener un texto listo para que pueda llegarnos, ni el éxito; la felicidad viene después que nos aliviamos de ese paso en agonía, a veces inconciente de lo que nos hace trascender, y nos lleva a dejar de ser menos atemporales que nuestra propia existencia; sino, cómo puede aún cuando la belleza nos envuelva y domestique, cómo puede el poeta cantar con armonía:

foto de Spencer Tunick

No palpo mis heridas/ ni el dolor reverencio./Donde hubo rabia, /algo crece sereno: /mi carne en la piedra, /mi nombre en el agua, /mi tiempo en la yerba.

En el prólogo al libro El Espejo del Cuerpo, (de donde tomé los versos arriba citados) Eugenio Marrón escribe: Poesía de la pluralidad temporal para configurar los avatares del cuerpo, que permite a su autor expandir la suficiencia de su mirada ubicua y convertirla en manejo de posesión bifronte, es la que entrega Antón Arrufat a lo largo de estos poemas. Por un lado, el ojo fotográfico se encarga de la mirada exterior –paisajes y objetos- y el ojo pictórico se confía de la mirada interior –vehemencia y remembranzas-. En el primero, la palabra adquiere un alcance testimonial que da fe del autor como peregrino sosegado, mientras que en el segundo, el verbo propone una consideración emocional que declara la certidumbre del poeta como espectador incesante del cuerpo y sus circunstancias. Peregrino sosegado y espectador incesante son señas que permiten a la poesía de Antón Arrufat un desplazamiento sin límite dentro de la fijeza y de la persistencia sin término fuera de la oscilación. Peregrino en las huellas del cuerpo y espectador en sus límites más ardientes.



Me resta ofrecer algunos poemas escogidos de este libro, como otorgamiento no simbólico, sino real, del cuerpo poético que confirma: lo que se reseña de la obra del autor.

Juan Carlos Recio/ NY 16 de Diciembre del 2009.
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Torneo Fiel.

Éramos tan amantes que a veces éramos tan amigos. O
Éramos tan amigos que a veces nos amábamos.
Para añadir un nuevo anillo a nuestra unión,
decidimos batirnos. Fuimos a escoger las armas: dos
espadas iguales en tamaño y temple.
Nos preparamos desde el alba. Ajustados lorigas y
yelmos, montamos a caballo y nos pusimos frente a frente.
Así estamos todavía.
sin tiempo, encarnizados, tratando de vencer de un
tajo y para siempre al otro.

Arte de la Ermita.

Era su casa una cueva, era su almohada una piedra.
De la yesca seca brotaba en la noche la luz.
Era la retama su alimento, su vino el rocío.
No tenía libros. En el tronco de los árboles
leía las inscripciones de los peregrinos,
en los sepulcros el nombre de los muertos.
Al viento respondía, hablaba con los pájaros.
Dejó de tener sueños, y cantando entrelazaba
Guirnaldas para adornar su frente solitaria.
Contempló el firmamento, la llama de la tarde.
Oyó el silencio en la tiniebla, el bullicio del día.
No conoció hombre ni mujer. Fue rey de su persona.
Su talle era de virgen, sus venas eran ríos.
En sus ojos calmados podía verse el paisaje.

El Río de Heráclito.


La Habana, noviembre, 1969



Meditaba estas cosas en el ómnibus:
se ama una ciudad, se vive de ella
con la certeza de que nosotros nos vamos
un día cualquiera, pero en casa, la reja
de esta puerta, el patio descubierto
en medio de la conversación, sé
que recibirán a otro y otros lo verán.
Amor de quien se despide, sin darse
mucha cuenta mientras graba su nombre
en las paredes, o con el silencio que
deja en la boca la sabiduría, contempla la ciudad.

Sé que amamos a una persona como mortal.
Besamos el labio que va a ser tierra,
se promete y se jura. Pero la sábana
del amor es una mortaja entre las manos
agitadas, y el velador encendido,
abriendo la negrura para tener su cuerpo,
chisporrotea imperioso como un cirio.
Y no obstante en ciertos momentos
tenemos la ilusión de enredarla
en los brazos y hacerla inmortal.

Mas tú, Habana, eres segura, edificada
como la eternidad para que nos reciba,
nos miras pasar, y creces con nuestro adiós.
Miré tranquilo. El ómnibus corría. Era
hermoso saber que todo perduraba.
Donde habías estado despidiéndote,
perduraba, piedra o hierro. Pensé
que el hombre, con su pequeña muerte
diaria en el costado, en el bolsillo
de su camisa de fiesta, hacía perenne
la ciudad, sacándosela de su costilla.

Pasó el horno llameante de la panadería,
las mesas largas de mármol, y regresó el sabor
de la madrugada en que lo descubriste:
el panadero atizó el fuego con la vara.
Viste al final del patio la cochera,
el coche sin caballo, con sus cueros azules,
lugares donde una vez alcanzaste el amor,
un poco aturdido, un poco cobarde,
pero con una dicha que todo avasallaba.
Te alegró que duraran el patio, el coche,
como si estuvieras amando todavía.

El ómnibus seguía. Estabas rodeado
de jardines, en aquel banco, al pie
de aquella estatua de encanto cursi;
un rizo en el cuello, un dedo tocando
leve el pezón de su seno de piedra.
Nada se había movido. Las cosas, el
recuerdo, dejaban su rastro invulnerable.

Volvía mirar. Se movieron de pronto.
Pasó la estatua. El acero crujió.
Los viajeros anónimos, desconocidos,
también se movían. Quise recordar,
detener el momento. Entonces me di cuenta:
el banco donde estabas era una larga nave
en la tierra de los jardines: parte
mientras la estatua cae, y los cueros
azules ennegrecen como una reliquia.
¿En qué museo estás y qué puertas se cierran?

Cruzamos una calle. Dos hombres repentinos
se ponen la mano en el hombro y se van.
Nada, ni esa mano, se detendrá. Ellos,
lo sé, lo experimento, se ocultan su suerte:
“Mira, los árboles, la casa, los árboles floridos
entran en el río de Heráclito, el río cambia
entre otros, y han aprendido a despedirse.
¿Por qué no se lo dicen? ¿Nada que no permanezca
nos interesa ni podremos amar?



Busqué

unos ojos entre los pasajeros, el modo de nombrar
cuanto ocurría, de compartirlo, y vi que
también me buscaban y hacían una seña.
Entonces: ¿lo saben? Estamos sentados
diciendo adiós, recogiendo adioses ¿y lo sabemos?
Al instante aquellos ojos fueron agua,
y mis ojos fueron agua para los suyos.

Un pájaro apareció en los cristales
y sin detenerse cantó, y se fue, se fue cantando.
Ahora las cosas eran iguales a nosotros:
se acercaban a los cristales, se perdían después,
después no estaban. Estar fue una palabra
y se deshizo en mi garganta, rodó al pasillo,
unos pies la aplastaron.


¿A quién se le parecían

estos pies, estas caras? Traté de recordar.
Los cuerpos fluyeron. Entraron en el río

foto de Spencer Tunick

transfigurados en la amante o la hermana.
Una cara era otra, era mujer aquella
que lenta llegaba y abría la sábana limpia
para hacer el amor. Un chasquido
fue el broche de la cartera de tu madre muerta,
otra vez despidiéndose en mitad de la sala.
Dije adiós, adiós, sin darme cuenta. Toqué
abanicos, hebras, un amuleto en los asientos.
Todos los labios se movían, y había monedas
en las manos y pañuelos.

Me sentí al fin pasajero. Miré mis manos:
había entregado la última moneda del viaje.
Comprendí, casi sin entender, que mi cuerpo
fuera otro, otro y el mismo sin embargo.
Recordé la huella del cangrejo en la arena,
luego el mar sonando en una de sus formas,
se tragaba la huella con su lengua variable.
Quise pensar otro recuerdo, y nada supe.
Se apagaba el rumor de la eternidad en mi pecho.

Busco la ciudad en el agua de los cristales
y la contemplo humana, fluyente. Nada
distingue a mis huesos del arado, a mi espalda
de la ciudad. Cuánta ternura por las cosas fluyen.
Quisiera acariciarte, otra y la misma, con la mano
con que se tiene un cuerpo, una llave, y levantamos
pacientes tus puertas, tus castillos, sabiendo,
como los hombres armoniosos, que somos mortales
y todo lo hacemos como inmortales, sin gusto de ceniza.

Vuelve el pájaro a cantar y salen las estrellas.
Te amo al fin con el amor de quines se abrazan
antes de regresar al viento, a la selva, al astro.



Recuento.


1

Yo vivo de los que parten,
de los que son extraños al presente
y dejaron su cara irreal.
Vivir de los que parten
es vivir de las aguas de un río,
de la lluvia o del fuego.
Si tú supieras,
esta noche antes del alba,
quise reconstruirte con mis manos,
y tocan sin embargo el vacío:
esta noche es más larga.

2

Si recuerdo borraré la tarde
o la fiebre.
Tenías una hoja en la mano…
Ese momento se salva del desastre,
esa hoja no podrá marchitarse.
De aquel mar llega el silencio
y tan sólo el silencio.
Tu ausencia emerge de un fondo de blancura,
déspota, enemigo que amo,
en la quemante aurora de la memoria.

3

Yo aprendí a escribir tu nombre
con lágrimas y rabias y horas
innumerables en que creí volverías.
He escrito tu nombre en la tapia del sueño,
porque sueño con cosas que fueron con el día,
sombras que volverán mañana.
Si mis manos juntaran tu cuerpo,
si mi memoria tuviera poder
de salvarme para hacerte real,
o mi cuerpo pudiera deshacerse en las sábanas.

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Para leer más sobre el poeta aquí:

http://www.poesiabreve.com/antonarrufat.html

http://www.cubaliteraria.cu/revista/laletradelescriba/n54/articulo-2.html

http://cuadernomayor.blogspot.com/2007/11/entrevista-antn-arrufat.html

http://congresosdelalengua.es/zacatecas/plenarias/cine/arrufat.htm




Antón Arrufat (Santiago de Cuba, 14 de agosto de 1935) es una de las figuras capitales de la literatura cubana en la segunda mitad del siglo XX. Poeta, novelista, cuentista, dramaturgo y ensayista, su obra tiene como distinción permanente la elegancia de un lenguaje que no desecha nuevas búsquedas formales y la voluntad de un estilo que no escatima añejas riquezas verbales. Novelas como La caja está cerrada (1984, con su edición definitiva en 2002) o La noche del aguafiestas, Premio Alejo Carpentier 2000, dan fe de su descollante y afinado despliegue narrativo, al que se unen, entre otros ejemplos señeros, la audaz pieza teatral Los siete contra Tebas, Premio José Antonio Ramos de teatro de la UNEAC 1968; y el cautivante libro de ensayos De las pequeñas cosas (1988). Su interés por la literatura y los autores cubanos del siglo XIX lo convierte en asidua referencia de revistas especializadas sobre el tema.
datos del autor tomado del libro,(Ediciones Holguín, Cuba) también ilustración: Canone di proporzioni, diseño interior y de cubierta:Roddier Mouso B
fotos de Spencer Tunick, desnudos, tomado de Homines.com
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