sábado, 25 de enero de 2014

MONÓLOGO SOBRE LA MARCHA


                          ‘Un pie en lo alto y otras encerronas’

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                                                      Imagen de portada "Adiós"
Publicado por La Pereza Ediciones. 



    Los caídos eran cada vez más numerosos entorpeciendo el desarrollo normal de la avanzada. Mi voz se unió al coro que interpretaba el himno 2005, cuyas estrofas, referidas al mérito de lograr la ansiada meta, habían sido compuestas cuando la Gran Obra apenas andaba en sus inicios.
   En los ratos de mayor agotamiento, cuando creíamos perder el ritmo del entorno, bastaba con dejarse conducir entre la multitud para recuperar el impulso o la armonía.
   Pero aquella tarde empecé a renegar por vez primera.
   El bichito de la duda, ese insecto suspicaz, amenazaba corroer mi voluntad con su presencia ineludible. La marcha no iba a terminar, repetía la voz en mí con una secuencia de latido intermitente, y aquella idea inacabable, de infinitud en la tarea, de ausencia de la luz, parecía acomodarse con más fuerza en las zonas claves de mi menguada condición. Recordé que al principio, cuando la empresa era apenas una novedad, un reto voluntario y tentador, había quienes hablaban con nostalgia de los tiempos anteriores, cuando todo bullía en el más libre de los albedríos. Generalmente eran mayores, que habían quedado en el trayecto, pisados, aplastados, adheridos como tenues manchas al eterno gris de la alameda, y con ellos se fue yendo una parte esencial de la memoria, que entonces no supimos valorar. Todavía amábamos la marcha, y más que amarla sabíamos que era necesaria. Lo único realmente cuestionable —si es que hubiera algo en tal sentido— era que nuestras familias habían sido colocadas de forma individual en el inmenso tumulto para evitar distracciones de la mente o quizás del corazón, y para interiorizar en cada uno de nosotros que la familia verdadera éramos los fieles: la gran familia mayor que conformaba aquella empresa.



  Hubo un tiempo —vanidad del individuo— en que añoraba llegar hasta la meta, tan sólo por regalarme esa gloria del espíritu; pero luego comprendí que la verdadera meta era el camino, ese andar codo con codo, sudor contra sudor, y me di a disfrutar cada pisada, cada himno, cada flaqueza, y cada recuperación.

  Los momentos más felices era cuando la masa recibía el Premio Colectivo y se adentraba en los Túneles Heroicos, cuyas pantallas laterales nos mostraban imágenes de otros momentos del desfile, cuando éste, así como sus miembros, exhibían diferencias notables con nuestra actualidad. Era una forma hermosa de sumergirnos en las variaciones de la historia. Sin dejar de caminar, veíamos aquellos seres de la pantalla, como si desfilaran con nosotros o nosotros en ellos, lo cual le confería al pasado notables visos de realidad, y cuya entereza nos comprometía a buscar un adelante que nunca estaba en el ahora.

   También en la pantalla había caídos, ancianos y mujeres, que tal como ocurría de este lado, no podían resistir más allá del tercer tiempo; y otros que, inexplicablemente, preferían negar su condición traicionando El Ideal. Entonces sus compañeros esgrimían su bastón —símbolo cimero de La Obra—, y lo golpeaban con impúdica justicia. La voz de alarma se corría masa alante y masa atrás hasta que los familiares del traidor, cuyos rostros no fueran convincentes, eran localizados y ejemplarmente reducidos para extirpar el mal más allá de sus raíces.
  Vimos derribar a muchos, convencidos de su culpa, y a otros que no podían esconder el estupor. Sin embargo, los nombres de quienes fueron fieles al Ideal —la inmensa mayoría—, eran grabados con caracteres de oro en las pantallas para satisfacción de los marchantes por venir.
 


 Cuando salíamos de aquellos conductos, teníamos más firmes las ideas, alimentada por tantas millas de incesante sacrificio, y soñábamos la gloria ineludible de la meta. Las enseñanzas se fijaban en nuestras mentes con suma claridad, para que nada pudiera desviar el Objetivo; pero la sombra de la duda, siempre esquiva de la luz, me vinculaba aquel final con el comienzo, como un gran suplicio circular.

   Quizás fuera esa la razón que me hizo disentir, pretender que la cabeza de la marcha se unía con la cola en un aro infinito, tal ves circulaba la Tierra en su extensa redondez, como un meridiano giratorio, por lo que cada uno de nosotros éramos cabeza, y luego cuerpo, y luego cola, y de nuevo cabeza en una metamorfosis marcada apenas por la influencia del clima o los caprichos ambientales. Ya casi nadie hablaba del final ni de la gloria, sino del acto inmortal del sacrificio. En los ojos de mis compañeros creí descubrir un sentido de resignación ante las leyes de lo ineludible.

  Cuando la pierna izquierda comenzó a darme latidos cada vez más apremiantes, desviando la línea imaginaria de mi yo, me fui escurriendo con la ayuda de mi báculo hacia la parte derecha, entre la apretada muchedumbre, con el objetivo de conseguir examinarme. Pero el largo muro que nos contenía, tan alto como el cóncavo celeste, se movía y avanzaba al ritmo de la masa, como si fuera parte de la misma, y no encontré el más ínfimo recodo donde ofrecerme alguna tregua.



  A partir de ese momento me propuse desertar. Algo tenía que haber fuera de aquella caminata, algo terrible, pero estaba dispuesto a correr los sinsabores. Los himnos empezaron a salir con torpeza de mi pecho. El aire se me escapaba con cada melodía y parecía no volver a mis pulmones.

   Durante un tiempo incalculable, salvo por los períodos de lluvia o de sol o de lejanas estrellas, mientras caminaba o me dejaba arrastrar con indolencia, intenté conformar un plan para encontrar una salida. Los muros laterales eran prácticamente inabordables, a no ser que existiera alguna abertura disponible. Si me dejaba caer al pavimento, no podría sobrevivir a los miles y miles de colegas que cruzarían sobre mí, con todo el peso de la historia retumbando sobre mis partes más endebles.
   Una de aquellas tardes vi el rostro de mi padre doblado sobre el asfalto, entre las piernas que lo pisaban. Vi su rostro ensangrentado, comprimido bajo las huellas de sus compañeros. Temí que cayera sobre mí el peso de la justicia, pero en el semblante de mi padre se advertía, tras una pobre sonrisa, un esbozo de lealtad insoslayable, que lo dignificaba ante la historia.
   Lloré en silencio, cuidándome de no mostrar mis lágrimas, mientras seguía entonando el himno 13, que hablaba de los muertos buenos y del buen arte del morir. Me maldije por vil e inconsistente, traté de corregirme; pero la idea de escapar era un gigante que me aplastaba con cruel ferocidad. Pensaba en algún hoyo sobre el pavimento, alguna tapa camuflada tras la cual podía hallarse la cavidad donde pudiera, si no dejar la marcha, por lo menos negociar unos minutos de descanso, como una subterránea lombriz que escapa de la luz, pero el suelo se mostraba cada vez más uniforme como un desierto de metal, inconmovible.

   Preferí dejarme conducir por el tumulto hasta recuperar algún aliento. Pero algo debió ocurrir. Alguna mirada amenazante o inconforme. Quizás mi voz sonó desafinada en algún épico pasaje, o en los escasos silencios mi rostro no mostró la expresión que exige lo solemne, aquella que refleja todo espíritu leal y conmovido. Tal vez una lágrima indiscreta y acusadora corrió por mi semblante —pecado imperdonable en un sitio donde no hay espacio para el llanto—. No sé. El primer golpe me arrojó violentamente al pavimento. El segundo apenas lo sentí dentro de la andanada que siguió, entre las botas que pateaban mi figura. Tardíamente intenté incorporarme y buscar un acomodo. Nada en mí fue capaz de responder. Me hice un ovillo, escupí la sangre, y aguardé resignado mi destino: derretirme, integrarme al gris como una mancha más sobre las otras manchas que conforman esta vía interminable. Doble mancha la mía, porque no espero que la justicia final me conceda un desagravio y mi nombre aparezca en los Túneles Heroicos, ni siquiera por consideración a esa mancha pura que es la mancha de mi padre.
 


_____________________________FIN

Para comprar el libro:


 

 
Sindo Pacheco (Cabaiguán, Cuba, 1956) Premio El Caimán Barbudo (1990). Ha publicado Oficio de Hormigas (cuentos, 1990) Premio Abril; y las novelas Esos Muchachos y María Virginia está de Vacaciones. Esta última recibió el Premio latinoamericano Casa de las Américas, el premio anual La Rosa Blanca que concede la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, y el Premio de la Crítica a las mejores obras publicadas en Cuba durante 1994.
En 1995 recibió el premio Bustar Viejo, de Madrid, España
, por su cuento Legalidad Post Mortem.Cuentos suyos han aparecido en las antologías “Cuentos de la Remota Novedad”, “Los muchachos se divierten”, “Diana”, “Fábulas de ángeles”, “Antología del cuento espirituano”, “Punto de partida”, y en diferentes revistas como Bohemia, El Caimán Bardudo, Letras Cubanas, Casa de las Américas, entre otras. Textos suyos han sido publicados en México, Rusia, Venezuela, Argentina y España. En 1998 la Editorial Norma, Colombia, publicó su novela juvenil María Virginia, mi amor (finalista del Premio Norma-Fundalectura); y en el 2001, su novela Las raíces del tamarindo, fue finalista del Premio EDEBÉ, y publicada por dicha editorial en Barcelona. En el 2003 la Editorial Plaza Mayor, de Puerto Rico reeditó María Virginia está de vacaciones. En el 2009 salió Mañana es Navidad por la editorial Iduna de Miami, y María Virginia mi amor por Gente Nueva, La Habana.Actualmente reside en Miami, Estados Unidos.
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