jueves, 19 de abril de 2012

La Mandrágora

Por .

Ilustración: Amilkar Feria


De todas, la más gorda, patética y necesaria de las
mentiras es aquella con la que disfrazamos
lo insignificante de nuestra existencia.
Juan Jacinto Muñoz Rengel
A mis amigos Félix Ruiz y Bienvenido C. Tabío, por el fervor común


Dejó de escribir aquella mañana, cuando sintió vértigo al ver la columna de una fabulosa Mandrágora en el semicírculo de letras de la máquina de escribir. Súbitamente retiró los dedos del fierro lustroso, y con guantes de material sintético la llevó a la intemperie, dejándola en medio del patio colonial. Después de documentarse supo que había hecho bien, empezó a rociar la pequeña Mandrágora con grasa de cerdo y al concluir cada ciclo lunar, derramaba bolsas de sangre humana entre las raíces. Así, ignorada por todos, fue creciendo la Mandrágora, y cuando era una verdad evidente su naturaleza ajena, se vio en la obligación de agrandar las tapias del patio, para impedir ojos paganos.
También detuvo el paso de las pocas visitas hasta el recibidor. Los del grupo literario se intrigaron con sus ausencias a los encuentros mensuales, y sospecharon una evasión a la batalla literaria. Nunca desmintió aquella suposición, la planta necesitaba un inmenso acerbo de grasa y sangre para perder el tiempo combatiendo rumores. Poco a poco, debido al tráfico de estos productos más el costo al sobornar a operarios del banco de sangre, la casa fue vaciada. Solo quedaron una tinaja de barro de cuando los ingleses irrumpieron en la bahía habanera y la capital vivió el más próspero comercio de su historia, y una cama angulosa, decorada con libidinosos ángeles en posiciones obscenas, heredada del caudal familiar, y de los libros —salvo los de mitología, zoología, botánica, más los de Plinio, Lucio Columena, Dioscórides y los recientes manuales ilustrados para criar Mandrágoras, de un argentino desconocido llamado Borges o Vorgues, amante de ellas y de los laberintos mentales— todos fueron rematados en el comercio de la Catedral para extranjeros. Carteándose con el argentino, que también hacía sus primeros pasos en las letras, le cambió todas las ideas que proyectaba para un libro que este fraguaba despacio, sopesando las palabras como un orfebre chino.
Tan agradecido quedó Borges, así se llamaba el argentino, que le envió un pequeño minotauro junto con las pruebas de galera de Ficciones, el libro que, según aseguraba en la amplia dedicatoria, ambos escribieron imbuidos en el espíritu universal de que ningún argumento es propiedad del hombre en singular, sino del genérico. Él, alborozado por tan inaudito regalo, alimentó al minotauro con pacas de tabaco del Hoyo de Manicaragua, según indicación expresa de Borges, y agua de pozo con miel de abeja de la tierra. El minotauro, amante de los espacios abiertos por una acentuada claustrofobia ancestral, logró salir de la casa y se adentró, con artificio de animal mitológico, según se enteró después, en un sopón colectivo en homenaje del natalicio del Héroe Nacional. Él lloró tres días de corrido, pero al cuarto, la luna pálida y ahuecada le recordó la sangre que la Mandrágora demandaba y salió a buscarla.
Después olvidó al minotauro, albergando la incertidumbre de satisfacer la alimentación de la planta, y lo hizo con el afán de un sacerdote del templo de Quetzalcóatl. Así transcurrieron tres años, y la planta de raíces rojas, tallo azul y hojas blancas e inmaculadas por el intenso aroma de muerte, alejaba, despavoridas, a las abejas, y los colibríes caían en las losetas del mármol veteado, sumidos en cataplexias lastimosas. Él los recogía y los aptos para volar, después de mojarles las extremidades, eran liberados en la puerta de la casa desde la rampa de su mano. Los otros, maltratados por el impacto, eran sacrificados lanzándolos a las raíces rojas para ser deglutidos, poco a poco, por la planta. La Mandrágora se retorcía gozosa con las minúsculas aves. En el grupo literario, intrigados por tal soledad, se corría la voz de que ese ascetismo era la entrega a la escritura de una obra inmortal, que Joyce no diría la última palabra con el Ulises y que este pueblo clamaba a gritos una obra grandiosa por simple justicia histórica. Y nadie sacrificaría un patrimonio tan regio, heredado desde el Marqués de Santa Rita, por un simple capricho. No, no era momento para retirarle la confianza, y todos juntos, al amanecer del día siguiente, se presentaron en la casona, como si fueran a acordar una ayuda internacional. Él resistió negando las cercanías y solo persistieron unos pocos, que en cortas visitas fueron amedrentando las reticencias para por fin ser asiduos al espacioso recibidor. Le traían novedades del mundillo de las letras; que Alfredo había hecho un dineral con leones famélicos y Haydee resistía sus asechanzas de reconciliación, o Mario persistía con el fervor obsesivo a lo oscuro, o Castell, emponzoñado después de publicar un libro, reanudaba ataques a las instituciones por merecimientos atrasados y que él, mártir seguro, demandaba en vida. A Fidelio Ponce de la Cruz le restaba una sola falda en el Sectorial de Cultura para cumplir la meta de semental indomable; y Ernesto Martí, aún con Alberto Rodríguez recolectando manzanas en España, perseguía el tropo perfecto. Eran noticias que él escuchaba sin inmutarse y cambiaba el tema para hablar sobre Borges y las intrigas de Sur, que éste mandaba antes de publicar cada número, permitido por la directora como capricho de genio precoz.
Le inquietaba el lento crecimiento de la Mandrágora y los sollozos de ésta, semejantes a apareamientos felinos, cada noche cerrada desde que rompió la cuaresma. No supo a quién recurrir y se leyó todos los tomos indicados por el sentido común. Consultado Borges, respondió que Plinio, en una carta no incluida en sus tomos por no estar completa, relataba diferentes padecimientos del espécimen y que solo un sabio o un criptógrafo aventurero podían completar las letras ausentes en el documento. Agregaba el argentino el flamante éxito de Ficciones y mandaba dinero para colaborar en el mantenimiento de la Mandrágora. Borges, en una postdata lastimosa, imploraba el envío de ideas para su nuevo libro en colaboración con Bioy Casares, y que este ofrecía el segundo tomo del Arte Poética de Aristóteles: necesitaban ideas para crear una antología del cuento fantástico. Él le envió sin previo aviso la verdadera relación del descubrimiento de América —escrita por Fray Ramón Pané y que nunca salió íntegra a la luz, por temor al patíbulo de la Inquisición— donde se relatan las visitas anteriores a estas islas, narradas por indios de Cuba, La Española y las vivencias del fraile en sus dos años de convivencia con los indios; relatos fantásticos de estos, más una relación detallada de métodos de adoración a un dios conocido por Tonatlio, por su cabellera y barba dorada como el sol. La poética llegó sin anuncio y adjuntada al pliego de papiros un Ave Fénix que murió para siempre sin posibilidad de resurrección, por la cólera de su obstinado emperramiento después de escuchar los lamentos de la Mandrágora. La poética narraba, olvidada de roles, catarsis y para asombro de eruditos, las peripecias de un helénico ciego, pastor de ovejas, llamado Homero, dedicado por treinta y tres años al cuidado de una Mandrágora Cantora, que sin olvidar un hexámetro recitaba la historia de Troya y Odiseo. Él estudió con fervor las interpretaciones de los legendarios poemas épicos del segundo tomo de El Arte Poética y entregó el cuerpo del Ave Fénix desintegrándose a las raíces bermejas de la planta. La Mandrágora, de gozo, liberó de su cuerpo miles de libélulas trasparentes que se marcharon en un cardumen vigoroso rumbo al este y comenzó a mecerse al compás de los alisios por diez días íntegros. La sangre humana cobró nuevos precios por prédicas anticorruptivas derivadas de una campaña gubernamental, la grasa de cerdo igual, y él se vio en la obligación de recurrir a sacrificios en pos de mantener los ciclos de alimentación de la Mandrágora. Alquiló el recibidor en las noches, siempre custodiando la entrada al patio colonial, a parejas conocidas y a rameras de clientela internacional, también reescribió novelas y noveletas por encargo de aprendices de escritor, amparado por ser egresado de un curso postal de técnico medio en reparación de novelas, dictado por una universidad sudamericana, cuyas sólidas bases fueron diseñadas por Leopoldo Marechal, Alfonso Reyes y Macedonio Fernández. Así, mientras por el día amputaba sin compasión cuartillas y frases, por la noche era testigo del negocio más prospero del país, sufriendo los clamores amorosos y amparando la lasitud de los cuerpos, vendiéndoles refresco instantáneo —a sobreprecio por ser elaborado en aquella tinaja de tiempos del ataque inglés a la capital— que los turistas compraban con la efusión de beber mililitros de historia. Las prédicas anticorruptivas asustaron a los turistas y prefirieron otro país tropical para desfogarse, y a él no le quedó más alternativa que mantenerse con los aprendices de novelas y el alquiler de Sur, que Borges mandaba junto a una mesada. El poeta Ernesto Martí, hastiado de desplantes y surcos agrícolas, se presentó cotidianamente para leer cada uno de los ejemplares de Sur, a los que siguieron manuales para criar Mandrágoras, a falta de literatura fantástica. Al concluir la lectura de las trescientas treinta y ocho páginas de la Antología de la Literatura Fantástica de Borges, Bioy Casares y Silvina Ocampo, Ernesto Martí quedó tan asombrado de la intimidad con que Borges carteaba y de la cercana visita de este al país, que imploró la posibilidad de quedarse a vivir en la casona como bracero, siempre que tuviera el tiempo para escribir poesía. Él, necesitado de un ayudante y sabiéndolo diestro en el trabajo físico, lo aceptó, mostrándole la Mandrágora en el patio colonial. Ernesto Martí se dedicó a trabajar en las mañanas en el matadero de cerdos a cambio de obtener los intestinos y un galón de grasa por cada puerco que sacrificara. Fue un trato justo que él agradecía. La Mandrágora, al terminar la cuaresma, comenzó a recitar hexámetros en una lengua desconocida. Informado Borges, anunció que apresuraría la visita al país. Ellos no hicieron más que deleitarse escuchando el sonido meloso e imaginando sus significados, como si estuvieran postrados ante el oráculo de Delfos. Borges anunciaba la segura consagración a quien descifrara el significado de los cantos, justificaba la idea con la afirmación de que Jesucristo también cuidó a una Mandrágora. Ernesto, sumado a descifrar cada palabra, cada entonación, cada sollozo, cayó de bruces una tarde de sol aplomado. Se levantó al tercer día con la prisa de escribir los versos delirantes que escapaban por los poros de su cuerpo y así estuvo hasta que llegó Borges con Silvina Ocampo. Él, sospechando la relación íntima de la Ocampo con Borges, les cedió la cama coronada con ángeles libidinosos, pero Borges rehusó las cercanías y se adentró en el patio colonial. Ella, con un ademán indiferente, se acostó pretextando cansancio del viaje. El argentino se sumió en una adoración completa, postrándose en las losetas de mármoles veteados del patio colonial. Abría y cerraba los ojos repetidamente y negábase a alimentarse o a conversar. Estuvo postrado diez días justos. Silvina Ocampo, despechada, recorrió la isla y quedó cautivada por la Torre de Manaca Iznaga, pero más aún con la espalda y labios de Ernesto Martí, que ella hizo recorrer por su cuerpo, como si fueran las letras de cada hexámetro cantado por la Mandrágora. Borges se levantó ciego y sólo permitió que Silvina Ocampo le lavara los pies con agua de sábila. Se marcharon los argentinos esa noche, Borges dejó una nota, les explicaba, en francés, lengua que no conocían ellos dos, la causa del canto de la Mandrágora. La planta, al tercer día de irse los argentinos, se agitó con gritos dolorosos y ellos, sin saber qué hacer, se postraron en el patio. Él se abrazó al tallo azul y fue succionado con un leve desplazamiento de la corteza. Ernesto, asustado, aún cuenta la historia a los otros miembros del grupo literario y muestra los ejemplares de Sur, los de Plinio refiriéndose a las Mandrágoras, los escritos de Lucio Columena, pero nadie le cree: donde Ernesto ve una Mandrágora, ellos ven una Palma Real.
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Jorge Luis Rodríguez Reyes (Trinidad, 1980). Narrador. Licenciado en Ciencias Humanísticas. Miembro de la AHS. Egresado del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Ha obtenido el Premio de Cuento en el Debate de Talleres Nacional 2006; El Premio Nacional Fotuto de Narrativa 2006 y el Premio Comarcal de Narrativa 2007, 2008 y 2009. Tiene publicado el libro de narrativa En busca de piernas blancas (Editorial Sed de Belleza). Ha publicado en las revistas El Caimán Barbudo, Cómo, CalleB, Hacerse el cuerdo, Umbral, Signos, Cañasanta, Guamo y Esquife, Aparece antologado en el libro digital El olor de los fulanos. Se encuentra en proceso de edición su compilación Radiografía del Espejo: Once miradas en busca de un perfil (Compilación de ensayos sobre Espejo de Paciencia).
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martes, 17 de abril de 2012

VIDAS POR PAREDES, SUPUESTAS.


En la pared artificial cuelgan de artificios
los modos y costumbres tuyos

sin que dejes o pretendas al insomnio

en su agua de arroz con granos curtidos.

Luego no importa si desapareces

detrás de la misma pared donde impones

senderos también tuyos para ser inclaudicable.

¿Cómo es que vives de hoja marchita

puesta a lucir por vendaval

siempre el mismo desencanto?

Abre tus piernas cuando el río suene
no vaya a ser que no derribes

esas paredes donde imantan las frías horas

cuando en la ausencia los ausentes te degradan.

Nadie asimila su oquedad

porque es difícil ubicarse en el destino.

Es como si de ayer a hoy todo se vuelve mañana
desde tus actos muy torpes porque no lo adivinen.

Hay muchas paredes idénticas que no se parecen a nada

y muros y rostros para el llanto y para colgarse;

lo cierto que las personas nacen

de semilla a flor como la señal de un arbitro.

En el lugar de cita de los solitarios hay mucha gente
y tampoco es para el consuelo.

Has tenido esas caras en la pared aunque lo niegues
y puedes ver en el espejo lo que los demás sólo en mármol:

nombres de los egos transcriptos;

a veces eso provoca echar al viento

las palabras que deciden, ido como un soldado

sin fusil a una guerra clandestina

donde la única inclemencia es saberse la contraseña

sin grandes resultados.

A veces se echa las raíces en una caja de polvo
como una mujer que maquilla su torpeza.

Sentado y listo crees volver al mundo
porque debajo todo lo real maravilloso

no debe a su costumbre tanto espejo.

El viento acompaña sin dobleces

lo que has decidido clavar con alfileres

de una claridad posible a otra

aunque algunos suelan tener

una idea muy antigua del animal invisible

que lleva en el corazón sus gastadas alforjas.

Otros sólo dormitan en el ocio que les apuntala.

Hay un resto de personas como un mar devuelto

ellos atisban los deseos para esconderse;

han visto al ciego con beneplácito

decir desde lo oscuro todo lo profundo.

Nunca provocan la humana miseria
por no desgajarse de su lado miserable

y por falta de valor que les produce su lástima.


Conviene en el lugar de cita de los solitarios
ser aquella bandera a media asta en el silencio

conviene ir al mástil sin agravio

a suficiente altura contra los mundos podridos

porque ellos respiran casi siempre nuestros demonios.

Ir a salvarse no es la salvación
ni dibujar los aposentos donde el rey y la reina

han de lucir sus atributos.

Fuera del sueño no es que se viva o se perece

es la realidad que deja sus fieras heridas

mortales y con disposición a detenerte.

Voces sólo tuyas desde el coro sin la cuarta pared.

 
Lejos a contracorriente los guardianes de la soledad
tienen cada hora y lugar que designes
y a cada pared en su falso dominio.
Si van a entrar esas filas de amoladores de filos

que nunca sean dobleces ni manchas ni sudarios.

Cada hoja de su puño de entrada a salida

haga tu voluntad como al final del día

los trazos hacen al cuerpo en su morada

y de Rey a Reina, no definas ningún luto.

martes, 10 de abril de 2012

Señorita No y Señora Sí.


Hace muy poco éramos aún niños, cada uno con su historia bajo el brazo. No una  cualquiera, nos  costaba seducir a la imaginación para que la realidad no nos tragara.  Nada puede contra la imaginación de un niño que es feliz porque desea construirse un mundo que casi nadie entiende, es difícil entender esas perfecciones tan limpias de quienes todavía no se han dejado vencer ni por la realidad rampante ni por la falta de magia que supone no ser un niño metido en su historia con todas las de la ley.

Margarita García Alonso siempre me sorprende, ahora resulta que es una niña con todas las de la ley y que lleva una historia bajo la luz de su alma, y que su alma como las candilejas están por fuera, sin esa envoltura con la que algunos se la cubren;  algunas personas, lamentablemente, siempre han temido asumir ese niño que llevan dentro, algunos fueron adultos demasiado rápido y contra su voluntad, algunos el hambre, la guerra o una ideología les quiso preparar un carácter de héroe que francamente los desaparecía. Pero la autora de Señorita No y Señora Sí,   nos atrapa con la singularidad de que si vamos a devolvernos al niño no sea un personaje más, los huesos, la trama, la voz y todo lo que acontece, no es la caricatura de uno de esos abandonados a su suerte o de aquellos que de alguna manera  dejaron ese destino fuera de la más genuina infancia.


Luluta que tiene unos pies enormes y escala cada mañana la colina para ver la bahía de la ciudad, mientras posa, delicadamente, su flacucho y pequeño cuerpo, en unos zapatos de talla descomunal. Mira hacia ese horizonte donde de alguna forma nosotros como este personaje aprendimos a mirar el más allá. Luluta me ha permitido entrar en la historia de su autora, conocerla de toda la vida sin ni siquiera haberla visto en persona, es como ese mundo virtual que impide que toquemos, pero no puede impedir que uno penetre a esas zonas profundas donde  Su mayor fiereza, más que los elogios como pintora, más que sus buenas notas, más que vestirse de blanco y ponerse un sombrero de paja los domingos, es que aprendió a decir No, antes de caminar.

Ella no es una niña sola en una historia ajena, no comienza su historia como si la belleza que pasa por encima del absurdo de ser pobre la aplastara, por ello mamá Mieta con unas cuantas tuercas desajustadas dice que sí a todo lo que pida su hija y es tan pobre que solo come boniato azucarado, por eso su voz es dulce cuando cuenta que desea partir al Polo Norte.

Yo no puedo contarles toda la noveleta, no por temor al plagio, es que hay cosas que nunca pueden ser contadas por otros, en ello Margarita Alonso pone su estocada, y si Ud. entra a Mortalegría, le aseguro que darán cuerda a sus relojes para que el tiempo sea ese mito de elegancia donde además las patas rotas de su cama pueden ser devueltas para echarse a volar en el único sitio de los mundos desconocidos que tiene los muros repletos de dibujos.
_______________________________________   Juan Carlos Recio.

-Fragmento-


                                                                             Para Laura


En una ciudad nombrada Mortalagría vive una niña con enormes pies. Lunamar, conocida por Luluta, escala cada mañana la colina para ver la bahía de la ciudad, mientras posa, delicadamente, su flacucho y pequeño cuerpo, en unos zapatos de talla descomunal.

Mortalegría no es una ciudad de grandes avenidas, y carros alborotados. Apenas unas casitas destartaladas en un sendero. Un pueblo poco conocido. Realmente nada conocido, a dos pasos del trillo de los pinares, en el fondo de un barranco, donde los pasantes, desde la colina, arrojan la cacharrería, sin sospechar que allí se recuperan cazuelas, dan cuerda a antiquísimos relojes, y ponen patas a las camas rotas.

Es el único sitio de los mundos desconocidos que tiene los muros repletos de dibujos. La simple belleza de las fachadas, bastaría para que fuera famoso, pero no es el caso.

Muchas personas sienten repulsión por los dibujos en las paredes, a tal punto que se les paran los pelos de la cabeza. Me atrevo a pedirles de mencionar a Mortalegría como un lugar del Caribe, sin ubicación exacta.

“Por ahí” – dirán- acompañados de los ojos bien abiertos y el aire de no querer entrar en detalles.

Es imprescindible de ensayar el gesto de los ojos o tendrán que inventar falsas pistas para cansar a los preguntones. Si alguien lo menciona será por Luluta, la niña de los grandes pies.

Esta niña dibuja tanto con la mano derecha, como con la izquierda, según el humor y sin preocuparse de los elogios.

Luluta ha pintado a los habitantes en las paredes de cada casa y al lado del retrato, ha escrito la edad y medidas. Siete años, ciento diez centímetros de altura y cuarenta y ocho en los pies, reza junto a su imagen, lo cual es un caso especial, de pies exagerados.

Plantada sobre sus troncos de pie, la niña entreteje sus negros y lacios cabellos en una trenza, se unta de carbón el rostro y dibuja.


Luluta va a la escuela en las mañanas y dos o tres semanas le bastan para aprender el manual del año. Hoy está muy contrariada, las vacaciones han comenzado y nadie apoya su proyecto de abrir una escuela de dos meses, pues quisiera tener sesenta jornadas de estudio intenso, y pasarse el resto de las semanas experimentando cosillas.
Estira las manos, bosteza, se apoya en los destartalados asientos de madera, arranca un gajo de anís estrellado y parte a su marcha matinal.

La chiquilla escala la colina para ver la bahía extendida como un chaleco azul, sembrada de cargueros, parecidos a escaparates negros. En la brisa del mar murmuran cocoteros y gaviotas, que conocen el lugar exacto donde reposa el tesoro de la flota de plata, hundida por piratas en aquella lejana época del descubrimiento de América.
La riqueza se esparce en el lodo de la bahía y es visitada por los peces, cuidada y protegida por sardinas recubiertas de monedas ancianas.
_Cuando crezca, iré a ver - piensa.
Desde la montaña observa un tren que atraviesa el puente de hierro, posado en medio de la bahía, semejante a una puerta para ventoleras.
Los dedos le cosquillean de inquietud y busca un carbón para pintar. Nadie le ha enseñado a dibujar, y sin embargo no puede dejar de hacerlo.
Luluta baja corriendo el trillo y vuelve al pueblo. Recorre el caserío y se recuesta bajo los mamoncillos. Su mayor fiereza, más que los elogios como pintora, más que sus buenas notas, más que vestirse de blanco y ponerse un sombrero de paja los domingos, es que aprendió a decir No, antes de caminar.
Cuando extiende la mano a un desconocido, ilumina su cara, sonríe y se presenta “Mi nombre es Señorita No”.
En los últimos tiempos, las personas mayores del pueblo ponen los ojos extraños y no asienten a sus caprichos, por eso hoy no pintará en el pasillo de la cocina; está enojada y es incapaz de concentrarse.

Algo raro pasa. Su madre chasqueó la lengua delante de un pedido suyo. Quizás tenga que fingir un sarampión, o una fiebre, para recuperar la autoridad.
La mamá de Luluta es muy delgada, y también tiene enormes zapatos. De tanto seguir el paso de los ancianos, cojea, se pasa la mano por las caderas como si estuviera mala de la cintura y habla masticando las palabras. Su nombre es Mamá Mieta.
Es una señora con cuatro tuercas desajustadas en medio de las orejas. Puede mirar al sur con el ojo izquierdo y al norte con el derecho; elevar la nariz para reconocer que la tarta de maíz llega a punto de cocida, balancearse en el sillón del patio, sembrar plantas de un verde tierno, cuidar gatos, y ocuparse de la comida, sin olvidar de decir Sí, a todo lo que pide su hija.
Desde que nació Luluta, no sale del barrio y parece feliz en ese callejón de piedras.
Mieta es tan pobre que solo come boniato azucarado, por eso su voz es dulce cuando cuenta que desea partir al Polo Norte. Entre lobos y osos construirá un iglú con bloques de hielo, y servirá granizados a la fresa.
Desde los mamoncillos, Luluta la observa discutir con los ancianos y piensa que es una idea descabellada, “quién querría comer helado en ese frío.”
_Tonta_ juzga a su mamá.
Mientras recogen arbustos para hacer carbón, todos piensan que el mal genio de la chiquilla pasará en breve. Luluta
escucha como desaprueban su forma de ser y la califican de malcriada.
_Bastante tenemos con nuestra diferencia.
Enfurecida, echa una mirada al barrio y entrecierra lo ojos. Motalegría, con sus ancianos, sus casas pintadas, y más de veinte aparcaderos de zapatos, puede irse al infierno _afirma con rabia.
En la tupida vegetación del barranco, se adormece.
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Los dibujos de la autora, y trabajos de Edición: Margarita García Alonso. Editions Hoy no he visto el paraíso. Francia. Impreso en España por Bubok.

sábado, 7 de abril de 2012

ACERCA DE LA IMPORTANCIA DEL AVE.



Algunas personas desconocen cual es su ave
y luego preguntan adónde irán
es ridículo decir todo es una incertidumbre
conoce su color y cómo se alimenta
darle seguridad en tu mano
cuando se aleje ella recordará cómo estar cerca.

Toda ave sabe cruzar el precipicio
sabe lo que hay después y no deja de ser frágil
tampoco te olvida
su mente se arriesga porque ha comido
porque  tu has visto sus colores
y tienes el tuyo gracias a ello.


 
Algunas personas conocen su ave
y la dejan sin alimento
es tan ridículo decir que cruzas y puedes
que no hay fragilidad posible
todo lo has dicho porque al más allá le conoces
y esperas que entiendan cuando dices
tu felicidad completa cabe en un grano.

Algunas llevan un ave extraña sobre el hombro
y no la domestican,
cruzan o zarpan con ella como escudo
no les importa su color pero describen la fragancia.
Es muy ridículo, hablar de toda la felicidad
cuando las cosas son a ratos, como reírse o llorar
como estar ausente desde donde te vean.


 
Si tienes una,  aprende de ella
y si no la tienes no es un consuelo
busca cargarla
de modo que si vas a volar
puedas decir que después de todo, a ratos,
el precipicio es hermoso aunque de miedo.

Hablan, que los errores se paguen
me han dicho no son ciertos
ellos no tienen ese vuelo, ni siquiera rasante
que autorice alimentarse de algún espíritu.