martes, 29 de marzo de 2011

Pensamientos en La Habana


Por email del Buscaluz, recibo un libro de Lezama: Pensamientos en La Habana, y recuerdo demasiadas pocas lecturas y muchos homenajes: los tardíos, los que se agradecen, los de aduladores que juegan a descifrar sin luz su poética. Los que quieren endiosarlo como si fuera un problema gordo en la observación del término "fenómeno literario", o difícil de advertir por la diversidad con la que su obra trasciende en significados. Vuelvo de lector que aprende sin buscar atajos, sin formarme enigmas o vacíos de retórica en tanto complejo de culpas por la falta de una sensibilidad a la hora de lo que he esperado, en tiempo y madures como lector, para apreciarlo; pienso por cada verso que me provoca esta relectura, y por una y otra referencia literaria, mitos, pinturas, personajes como actores que pudieran ser sus propios laberintos, rostros suyos ante una obra que siempre va a perdurar a cualquier homenaje. Hay de toda estimulación a los sentidos en ella, para fluir y para agudizarlos, y para abarcar un poco de envidia, por esa forma rigurosa de atraparnos en la belleza, con ritmo y cadencia de altura, y por la manera de expresar también sus vivencias. Rigor que me sirve muy bien para la retroalimentación, sin que sofoque, sin que advierta como nos han hecho creer muchos "anti y pro", "Lezamianos" que para entender su poética hay que consumirse en un discurso que se preña demasiado de metáforas oscuras que nos aplastan. Tal vez se pueda confrontar sin contradecirse, que a su densidad o volúmen, es mejor verlo como el polen de una rosa, que tiene esa gracia de quien se deja libar y que no necesitamos emitarlo, porque es un imposible, como lo fueron aquellas lecturas apresuradas que todavia me averguenzan. Otros opinan que es demasiado denso para llegar a tantos, porque su lectura es como Céfiro en la fronda que afina un discurso inmantado hacia la música del agua. Para mí, es magia, misterio hermoso y luz que nos deja advertidos: pero se oía una gran sonoridad que no se oía, y nos sienta a que contemplemos su mundo, sin dejar de pasar de un estado sombrío a una invaluable riqueza. Símbolos, alegóricos sueños y disfraces también permeados por el tiempo, como él lo dijera: cuando en una misma agua discursiva se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:

Ahora que no soy un lector adolescente, para decirlo claro, _ni apresurado a conquistar el boom de lo que la moda generacional impone_, entiendo mejor, la inutilidad de tanto conferencista, que nos prevenía qué encontar en Lezama; ahora, que encuentro el gusto por apreciar la calidad, y el sentido de: degustar con todo lo que me inspira, quiero en ese ejercicio recurrente del azar que convoca,(intertextualidad y dominio) sentarlo en el aire, sin prejuicio de: a quiénes les llegará la misma esquisités por este culto a la palabra, a qué nivel de la espiritualidad se arriba con hondura y cercanía hasta su genuina voz interior,y la de esta lectura para los dioses; bendecidos dioses que de lo único que padecerán, es de confluir "como se teje una red en el aire", sin trampas y sin definiciones que aborrescan por falta de encanto. Una espontaniedad así, exclusiva, que no tiene por qué amedentrarnos, que provoca tal vez, su palabra que abre "la esencia que no se advierte"

Juan Carlos Recio.

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José Lezama Lima PENSAMIENTOS EN LA HABANA
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AH, QUE TÚ ESCAPES







Ah, que tú escapes en el instante

en el que ya habías alcanzado tu definición mejor.

Ah, mi amiga, que tú no quieras creer

las preguntas de esa estrella recién cortada,

que va mojando sus puntas en otra estrella enemiga.

Ah, si pudiera ser cierto que a la hora del baño,

cuando en una misma agua discursiva

se bañan el inmóvil paisaje y los animales más finos:

antílopes, serpientes de pasos breves, de pasos evaporados

parecen entre sueños, sin ansias levantar

los más extensos cabellos y el agua más recordada.

Ah, mi amiga, si en el puro mármol de los adioses

hubieras dejado la estatua que nos podía acompañar,

pues el viento, el viento gracioso,

se extiende como un gato para dejarse definir.


DOBLE NOCHE

I


















La noche no logra terminar,

malhumorada permanece,

adormeciendo a los gatos y a las hojas.

Estar aprisionada entre dos globos de luces

y mantener, como una cabellera

que se esparce infinitamente,

el oscuro capote de su misterio.

La noche nos agarra un pie,

nos clava en un árbol,

cuando abrimos los ojos

ya no podemos ver al gato dormido.

El gato está escarbando la tierra,

ha fabricado un agujero húmedo.

Lo acariciamos con rapidez,

pero ha tenido tiempo para tapar

el agujero. Hace trampa

y esconde de nuevo a la noche.




II




Entré en el cuarto,

no me decidí a encender la luz.

Estaba un hombre sentado en un taburete,

su espalda toda frente a mis ojos.

No lo sentí como extraño

ni alteraba la colocación de los muebles

ni el botón de la luz.

Como en una explicación casi inaudible

dije: Uno.

El otro, con su cuerpo inmovilizado,

moviendo sus labios con sílabas muy lentas,

me respondió: el cuerpo.

Temeroso, con gran culpa, encendí la luz.

El otro seguía en su taburete,

comenzó entonces como un debate ciceroniano

en el senado romano,

golpeando las almohadas con los puños.

El gato absorto y lentísimo

comenzó de nuevo a esconder la noche.



III LOS FRAGMENTOS DE LA NOCHE


















Cómo aislar los fragmentos de la noche

para apretar algo con las manos,

como la liebre penetra en su oscuridad

separando dos estrellas

apoyadas en el brillo de la yerba húmeda.

La noche respira en una intocable humedad,

no en el centro de la esfera que vuela,

y todo lo va uniendo, esquinas o fragmentos,

hasta formar el irrompible tejido de la noche,

sutil y completo como los dedos unidos

que apenas dejan pasar el agua,

como un cestillo mágico

que nada vacío dentro del río.

Yo quería separar mis manos de la noche,

pero se oía una gran sonoridad que no se oía,

como si todo mi cuerpo cayera sobre una serafina

silenciosa en la esquina del templo.

La noche era un reloj no para el tiempo

sino para la luz,

era un pulpo que era una piedra,

era una tela como una pizarra llena de ojos.

Yo quería rescatar la noche

aislando sus fragmentos,

que nada sabían de un cuerpo,

de una tuba de órgano

sino la sustancia que vuela

desconociendo los pestañeos de la luz.

Quería rescatar la respiración

y se alzaba en su soledad y esplendor,

hasta formar el neuma universal

anterior a la aparición del hombre.

La suma respirante

que forma los grandes continentes

de la aurora que sonríe

con zancos infantiles.

Yo quería rescatar los fragmentos de la noche

y formaba una sustancia universal,

comencé entonces a sumergir

los dedos y los ojos en la noche,

le soltaba todas las amarras a la barcaza.

Era un combate sin término,

entre lo que yo le quería quitar a la noche

y lo que la noche me regalaba.

El sueño, con contornos de diamante,

detenía a la liebre

con orejas de trébol.

Momentáneamente tuve que abandonar la casa

para darle paso a la noche.

Qué brusquedad rompió esa continuidad,

entre la noche trazando el techo,

sosteniéndolo como entre dos nubes

que flotaban en la oscuridad sumergida.

En el comienzo que no anota los nombres,

la llegada de lo diferenciado con campanillas

de acero, con ojos

para la profundidad de las aguas

donde la noche reposaba.

Como en un incendio,

yo quería sacar los recuerdos de la noche,

el tintineo hacia dentro del golpe mate,

como cuando con la palma de la mano

golpeamos la masa de pan.

El sueño volvió a detener a la liebre

que arañaba mis brazos

con palillos de aguarrás.

Riéndose, repartía por mi rostro grandes cicatrices.


Septiembre y 1972

BAHÍA DE LA HABANA





















Al pie de las murallas

el aire tartamudo

desliza sus sirenas,

plata mansa sin hoy

mana sus lunares

entre lunas cansadas

sin balcones. ¿Qué será,

qué será? Bajo el arco

y pestañas, la tarde,

-codorniz de Ceilán-

rompe en flechas sus colores.

Descuidas las islas

pie ligero y concha reciente,

de sonrisas y flautas,

sobre faldas tan lindas

pasajeros con cintas

y mañanas redondas!

Verdinegros incógnitos

los celos de la noche

¿Qué será, qué será?

El alfiler del rocío

redobles del aire tierno,

se extingue en ay, ay, ay, ay.

La sorpresa de la rosa en el agua,

vida entre vidas,

la rechazan las olas

con heridas sin gritos.

Las estrellas se mecen

al compás que no existe

del agua amanecida,

y así puede mecer

a los niños de Arabia,

con heridas y gritos.

Y loca entre balcones

la tarde recurvando,

empina entre algodones

su voz que ni se escucha

perdida entre latidos:

¿Qué será, qué será?



YA YO SABÍA



Como un ala perdida

-era la noche intensa por mil voces herida-

apareciste (ya yo sabía que alguna noche

se rompería el ala sobre la frente herida.)

En la mañana

-idéntico rebrillar en el oro tendido,-

tu cabellera era pura mañana,

en el hondo temblor de las luces.

¿Hay espejo que copie cabellera

teñida por el oro de la mañana, chorro de mañana?

Me empapé de ti,

todo envuelto en el aro

de tu oro dúctil

-oro y brazalete-. Todo

era oro en la pura mañana.

¡Ya yo sabía que alguna noche

se rompería el ala sobre la frente herida!



MCMXXVIII





MUERTE DE NARCISO




Dánae teje el tiempo dorado por el Nilo,

envolviendo los labios que pasaban

entre labios y vuelos desligados.

La mano o el labio o el pájaro nevaban.

Era el círculo en nieve que se abría.

Mano era sin sangre la seda que borraba

la perfección que muere de rodillas

y en su celo se esconde y se divierte.

Vertical desde el mármol no miraba

la frente que se abría en loto húmedo.

En chillido sin fin se abría la floresta

al airado redoble en flecha y muerte.

¿No se apresura tal vez su fría mirada

sobre la garza real y el frío tan débil

del poniente, grito que ayuda la fuga

del dormir, llama fría y lengua alfilereada?

Rostro absoluto, firmeza mentida del espejo.

El espejo se olvida del sonido y de la noche

y su puerta al cambiante pontífice entreabre.

Máscara y río, grifo de los sueños.

Frío muerto y cabellera desterrada del aire

que la crea, del aire que le miente son

de vida arrastrada a la nube y a la abierta

boca negada en sangre que se mueve.

Ascendiendo en el pecho solo blanda,

olvidada por un aliento que olvida y desentraña.

Olvidado papel, fresco agujero al corazón

saltante se apresura y la sonrisa al caracol.

La mano que por el aire líneas impulsaba,

seca, sonrisas caminando por la nieve.

Ahora llevaba el oído al caracol, el caracol

enterrando firme oído en la seda del estanque.

Granizados toronjiles y ríos de velamen congelados,

aguardan la señal de una mustia hoja de oro,

alzada en espiral, sobre el otoño de aguas tan hirvientes.

Dócil rubí queda suspirando en su fuga ya ascendiendo.

Ya el otoño recorre las islas no cuidadas, guarnecidas

islas y aislada paloma muda entre dos hojas enterradas.

El río en la suma de sus ojos anunciaba

lo que pesa la luna en sus espaldas y el aliento que en halo convertía.

Antorchas como peces, flaco garzón trabaja noche y cielo,

arco y cestillo y sierpes encendidos, carámbano y lebrel.

Pluma morada,no mojada, pez mirándome, sepulcro.

Ecuestres faisanes ya no advierten mano sin eco, pulso desdoblado

los dedos en inmóvil calendario y el hastío en su trono cejijunto.

Lenta se forma ola en la marmórea cavidad que mira

por espaldas que nunca me preguntan, en veneno

que nunca se pervierte y en su escudo ni potros ni faisanes.

Como se derrama la ausencia en la flecha que se aísla

y como la fresa respira hilando su cristal,

así el otoño en que su labio muere, así el granizo

en blando espejo destroza la mirada que le ciñe,

que le miente la pluma por los labios, laberinto y halago

le recorre junto a la fuente que humedece el sueño.

La ausencia, el espejo ya en el canbello que en la playa

extiende y al aislado cabello pregunta y se divierte.

Fronda leve vierte la ascensión que asume.

¿No es la curva corintia traición de confitados mirabeles,

que el espejo reúne o navega, ciego desterrado?

¿Ya se siente temblar el pájaro en mano terrenal?

Ya sólo cae el pájaro, la mano que la cárcel mueve,

los dioses hundidos entre la piedra, el carbunclo y la doncella.

Si la ausencia pregunta con la nieve desmayada,

forma en la pluma, no círculos que la pulpa abandona sumergida.

Triste recorre-curva ceñida en ceniciento airón-

el espacio que manos desalojan, timbre ausente

y avivado azafrán, tiernos redobles sus extremos.

Convocados se agitan los durmientes, fruncen las olas

batiendo en torno de ajedrez dormido, su insepulta tiara.

Su insepulta madera blanda el frío pico del hirviente cisne.

Reluce muelle: falsos diamantes; pluma cambiante: terso atlas.

Verdes chillidos: juegan las olas, blanda muerte el relámpago en sus venas.

Ahogadas cintas mudo el labio las ofrece.

Orientales cestillos cuelan agua de luna.

Los más dormidos son los que más se apresuran,

se entierran, pluma en el grito, silbo enmascarado, entre frentes y garfios. Estirado

mármol como un río que recurva o aprisiona

los labios destrozados, pero los ciegos no oscilan.

Espirales de heroicos tenores caen en el pecho de una paloma

y allí se agitan hasta relucir como flechas en su abrigo de noche.

Una flecha destaca, una espalda se ausenta.

Relámpago es violeta si alfiler en la nieve y terco rostro.

Tierra húmeda ascendiendo hasta el rostro, flecha cerrada.

Polvos de luna y húmeda tierra, el perfil desgajado en la nube que es espejo. Frescas

las valvas de la noche y límite airado de las conchas en

su cárcel sin sed se desbacan los brazos,

no preguntan corales en estrías de abejas y en secretos

confusos despiertan recordando curvos brazos y engaste de la frente.

Desde ayer las preguntas se divierten o se cierran

al impulso de frutos polvorosos o de islas donde acampan

los tesoros que la rabia esparce, adula o reconviene.

Los donceles trabajan en las nueces y el surtidor de frente a su sonido

en la llama fabrica sus raíces y su mansión de gritos soterrados.

Si se aleja, recta abeja, el espejo destroza el río mudo.

Si se hunde, media sirena al fuego, las hilachas que surcan el invierno

tejen blanco cuerpo en preguntas de estatua polvorienta.

Cuerpo del sonido el enjambre que mudos pinos claman,

despertando el oleaje en lisas llamaradas y vuelos sosegados,

guiados por la paloma que sin ojos chilla,

que sin clavel la frente espejo es de ondas, no recuerdos.

Van reuniendo en ojos, hilando en el clavel no siempre ardido

el abismo de nieve alquitarada o gimiendo en el cielo apuntalado.

Los corceles si nieve o si cobre guiados por miradas la súplica

destilan o más firmes recurvan a la mudez primera ya sin cielo.

La nieve que en los sistros no penetra, arguye

en hojas, recta destroza vidrio en el oído,

nidos blancos, en su centro ya encienden tibios los corales,

huidos los donceles en sus ciervos de hastío, en sus bosques rosados.

Convierten si coral y doncel rizo las voces, nieve los caminos

donde el cuerpo sonoro se mece con los pinos, delgado cabecea.

Mas esforzado pino, ya columna de humo tan aguado

que canario en su aguja y surtidor en viento desrizado.

Narciso, Narciso. Las astas del ciervo asesinado

son peces, son llamas, son flautas, son dedos mordisqueados.

Narciso, Narciso. Los cabellos guiando florentinos reptan perfiles,

labios sus rutas, llamas tristes las olas mordiendo sus caderas.

Pez del frío verde el aire en el espejo sin estrías, racimo de palomas

ocultas en la garganta muerta: hija de la flecha y de los cisnes.

Garza divaga, concha en la ola, nube en el desgaire,

espuma colgaba de los ojos, gota marmórea y dulce plinto no ofreciendo.

Chillidos frutados en la nieve, el secreto en geranio convertido.

La blancura seda es ascendiendo en labio derramada,

abre un olvido en las islas, espadas y pestañas vienen

a entregar el sueño, a rendir espejo en litoral de tierra y roca impura.

Húmedos labios no en la concha que busca recto hilo,

esclavos del perfil y del velamen secos el aire muerden

al tornasol que cambia su sonido en rubio tornasol de cal salada,

busca en lo rubio espejo de la muerte, concha del sonido.

Si atraviesa el espejo hierven las aguas que agitan el oído.

Si se sienta en su borde o en su frente el centurión pulsa en su costado.

Si declama penetran en la mirada y se fruncen las letras en el sueño.

Ola de aire envuelve secreto albino, piel arponeada,

que coloreado espejo sombra es del recuerdo y minuto del silencio.

Ya traspasa blancura recto sinfín en llamas secas y hojas lloviznadas.

Chorro de abejas increadas muerden la estela, pídenle el costado.

Así el espejo averiguó callado, así Narciso en pleamar fugó sin alas.



(1937)


UNA OSCURA PRADERA ME CONVIDA



Una oscura pradera me convida,

sus manteles estables y ceñidos,

giran en mí, en mi balcón se aduermen.

Dominan su extensión, su indefinida

cúpula de alabastro se recrea.

Sobre las aguas del espejo,

breve la voz en mitad de cien caminos,

mi memoria prepara su sorpresa:

gamo en el cielo, rocío, llamarada.

Sin sentir que me llaman

penetro en la pradera despacioso,

ufano en nuevo laberinto derretido.

Allí se ven, ilustres restos,

cien cabezas, cornetas, mil funciones

abren su cielo, su girasol callando.

Extraña la sorpresa en este cielo,

donde sin querer vuelven pisadas

y suenan las voces en su centro henchido.

Una oscura pradera va pasando.

Entre los dos, viento o fino papel,

el viento, herido viento de esta muerte

mágica, una y despedida.

Un pájaro y otro ya no tiemblan.

jueves, 24 de marzo de 2011

Humo de marihuana



I


No sabes cuántas lunas te amaban
tan bellas como ese atardecer
en la playa de Sandy Hook,
al fondo el faro contra el cielo
y un sol quemado en lo rojizo,
como todos esos cuerpos de un pintor
en una playa nudista
y una tarde con marihuana y todo
fumando la libertad y la vida
a falta de la libertad y la vida.
Tú y él en una playa vestidos de transparencia,
una de esas simples playas
que bien pudieran llamarse Puerto Escondido
o Boca del Cielo
y ese mar infinito,
el aliento de su boca y el de tu pasión
y al final en un hotel, ladran
-perros encima frente a la luna-,
ese horizonte imaginario donde se quedaron
a vivir temporalmente.



II


Le hacían el amor y el bien sobre su cicatriz,
él devolvía botellas de vinos y gritos de asalto,
y al amanecer se estiraba hasta el cielo raso
de aquella cueva de humo de marihuana.
Eran felices, su amante y el piso que sostenía
la pubertad con la que fue arrancando
al soldado de madera -una de sus piezas-,
y le colocaba medallas imaginarias
contra la soledad y el olvido.
El soldado no era una construcción de sus frustraciones
sino un equivoco de hijo que nunca fue
a la primera línea de fuego.
De niño gustaba de frotarle las espigas sobre el ombligo
de aquel muchacho al que bautizó con la mejor saliva
y al crecer soñaba con un Santa Claus de nombre persa
y años después, los reyes magos le enviaron uno,
con nombre de príncipe.
Ahora, el filo de su soledad lo aprisiona
y no puede sonreír ni como Alicia en los espejos;
parece parirá una flor de antaño,
uno de esos boleros de Portillo de la Luz
y sin cantar ni por lo bajo todos sus himnos.


III


Le hacían el amor y también la guerra
y tuvo batallas en las que iba descalzo,
y fue emperador de una sola cicatriz;
nunca le dijeron la palabra amor
porque su fantasma de medianoche
solo podía recorrer la música del sexo de los parques
y su único vicio después de los vinos
era beber el semen de esos negros taxistas
que salían de New York
alucinados entre alfileres y barajas.
Era un soldado digno y tuvo historias que nunca dijo,
le gustaba el sonido de su mujer cuando dormía
y si alguna vez volvieron los reyes magos a su casa
solo fueron malos sueños, o tal vez agujeros en su piel
y un poco del humo de marihuana.

miércoles, 23 de marzo de 2011

LA PIEDRA LUNAR




















Alicia, Erne, Veleta y Dopico.jpg


La librería "La piedra lunar", ubicada en Luis Estévez entre Martí y Julio Jover, abrió su metálica puerta el pasado lunes 14 de marzo, bajo la tutela del librero Lorenzo Lunar.
A partir de las diez de la mañana las voces del sexteto "Vocal Esencia", la lectura del poeta Jorge Luis Mederos, Veleta y las palabras escritas para la ocasión por Geovannys Manso, provocaron que más de un caminante detuviera su paso por la céntrica calle santaclareña para conocer sobre este nuevo espacio.
Caracterizada por la venta de libros de uso y artesanía literaria, así como del bien recibido club de lectores, la librería inauguró además con las muestras expositivas Parques, ilustraciones del artista de la plástica Ricardo Reyes (Richar) y Sin Ausencia, libros de la editorial colombiana San Librario.




















Asistentes a la inauguración
Esa tarde del lunes 14 de marzo se escucharon nuestras desafinadas voces al cantar Longina, tras la presentación del título El trovador Manuel Corona y las seducciones de sus Longinas de José Teófilo Gorrín Castellanos; un acercamiento al tema de la trova tradicional y al autor de los conocidos temas Santa Cecilia, Aurora, Las flores del Edén, Doble inconsciencia…
Como un buen primer capítulo fue pasando la semana, entre lecturas, tertulias y buenas conversaciones que ya comienzan a archivarse en la memoria de los libreros de "La piedra lunar".
Para el próximo lunes 21, Día Mundial de la Poesía, la librería convoca a todos los poetas de la ciudad para, de tres a cinco de la tarde unir sus voces para celebrar la llegada de la primavera y brindar por la poesía.




















en esta foto: Consuelo, Nely, Loren e Iliana con Lorenzo Lunar

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La consagración de "La piedra lunar"



"De los diversos instrumentos del hombre, el más asombroso es, sin duda, el libro. Los demás son extensiones de su cuerpo. El microscopio, el telescopio, son extensiones de su vista; el teléfono es extensión de la voz; luego tenemos el arado y la espada, extensiones de su brazo. Pero el libro es otra cosa: el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación".
Estas esplendentes palabras de Jorge Luis Borges; esta reverencia inaudita -como toda la obra de Borges-, al significado inabarcable de un libro, nos conduce, inevitablemente, a este día, a esta hora, a esta ciudad; para asistir a la fundación de un espacio signado por la memoria y la imaginación.
Mientras otros fundan centenares de sitios para estimular el paladar, sitios pletóricos de olores y sabores, como si la ciudad solo estuviese habitada por seres hambrientos y sedientos; otra sed y otra hambre seducen a Lorenzo Lunar, a Rebeca Murga y a sus amigos. Ellos fundan "La piedra lunar" para saciar el espíritu, para mitigar el hambre más antigua entre los hombres: el conocimiento. Ellos fundan un sitio para el encuentro interminable, para la amistad creciente, para enriquecer nuestra tradición donde las librerías fueron verdaderos centros de actividad cultural, umbral para gestar proyectos, sueños, libros futuros, para encontrar amigos, maestros, alumnos, y también para encontrar amores. ¿Cuántas cosas tremendas, trascendentes, abiertamente poéticas, no han ocurrido en una librería? ¿Cuántas cosas tremendas, trascendentes, abiertamente poéticas, no ocurrirán aquí, a partir de hoy?
Por ello, no es difícil imaginar la importancia que irá cobrando este recinto para nuestra Literatura, para nuestra Cultura; la sensibilidad y el cariño que irán poblando sus paredes, para mitigar toda frialdad posible.
Solo el espíritu aventurero y profundamente humano de Lorenzo Lunar y de Rebeca Murga, puede engendrar semejante territorio, semejante empresa tan llena de ilusiones, tan plena de inquietud, de alianzas, de significados. Solo ellos pueden abocarnos a esta utopía que sigue y seguirá siendo, la lectura, que como decía Borges, es una forma de la felicidad.




















El poeta Edelmis Anoceto Vega, y Agustín Rojas entre otros
de los asistentes al evento


Quiero creer, que no solo fundamos, o refundamos, pues ya "La piedra lunar" existió entre nosotros alguna vez, un sitio tan solo habitado por libros y palabras; quiero creer que también fundamos una catedral, un templo, una parroquia, pues aquí vendrán sus fieles a encontrar consuelo y a dictar sus oraciones o a compartirlas; quiero creer que fundamos un reino: el reino de la imagen, el reino de la amistad vivificante, y como todo reino, ya sabemos, tendremos que defenderlo y custodiarlo de aquellos que ven en él, una amenaza o un extraño sortilegio.
Solo nos queda bendecir este espacio. Consagrarlo a través de la palabra, y solo a través de la palabra.
Consagramos y bendecimos "La piedra lunar" con la palabra "ficción", con la palabra "poema", con la palabra "novela".
Consagramos y bendecimos "La piedra lunar" con la palabra "ilusión", con la palabra "utopía", con la palabra "sueño".
La consagramos con la palabra "memoria", con la palabra "imaginación", con la palabra "esperanza".
La consagro en nombre de aquellos que aquí se han congregado para asistir a esta festividad de las letras.
La consagro en nombre de los infinitos amigos que han confiado en Lorenzo y en Rebeca; y de los que aplauden, desde lejos, este nacimiento de expectante belleza.
La consagro con todas las palabras que cupieron en mis bolsillos: palabras que son, que serán, el más furtivo gesto de nuestra memoria…


Geovannys Manso Sedán

















Mi ilusión de navegante
(transgresor, faro, inconstancia)
puso, no sé qué distancia
en la piel de Rocinante.
Tuvo la mejor amante
en cada puerto. Y con ella
en cada puerto la huella
promisoria de lo eterno.
Y cuando llegó el invierno
quiso pescar una estrella.
Pasó la noche tras ella,
pasó el invierno… y la vida
pasó. La amante suicida
en cada puerto se estrella.
Era una ilusión: botella
al mar. Pero lo distante
fue la más hermosa amante
que nunca tuve. Mi fe
la defendió, no se fue,
y se le acercó bastante.
Soltó la pita gigante
de un sueño, soltó la muerte,
soltó el anzuelo a la suerte
propicia del debutante.
Pero la vida, distante
cual puta de lupanar
puso el sueño en su lugar,
en su lugar la agonía
y puso la lejanía
de la mirada a pescar.
Y cuando pudo atrapar
apenas un espejismo
ya casi daba lo mismo:
no tuve ilusión que dar.
Sin puerto donde atracar.
Sin otoño ni estadía.
Sin luz, sin avemaría.
Sin amor, patria ni suelo:
¿para qué arrancar del cielo
la estrella que más quería?
Llegó el anzuelo del día
de cuyo nombre no quiero
acordarme. Y llegó el fiero
contraluz de mi osadía.
Supe que no la quería.
Supe que para pescar
hace falta naufragar
para salvarse los dos.
Entonces la entregué a Dios
y se la llevó del mar.






Jorge Luis Mederos, Veleta
Santa Clara 14 de marzo de 2011

lunes, 21 de marzo de 2011

La flauta rota*










Antonio Benítez Rojo




El viejo se paró frente a la puerta abierta del convento, dejó junto a sus pies descalzos la gran canasta de flores blancas que llevaba en la cabeza y es­peró a que el fraile que hacía de portero lo viera.

— ¿Qué quieres? —preguntó el fraile, mirándolo con el rabo del ojo, sin interrumpir la operación de regar las plantas de los tiestos que se alineaban contra la pared del espacioso zaguán.

—Vengo a ver a Fray Bernardino —dijo el viejo con voz ronca y apaga­da, sin levantar la vista de la canasta.

—Eres el primero en llegar —dijo el fraile dejando la regadera sobre el único banco del zaguán—. Ayer vinieron dos indios viejos como tú y hoy han de venir tres. ¿Cómo te llamas?
– preguntó secándose el agua de las manos en los pliegues de su ancho hábito de franciscano.

—Juan Vallejo.

—Juan Vallejo —murmuró el franciscano mirando el pequeño papel que había sacado del bolsillo—. Juan Vallejo... Aquí estás. Bien, puedes pa­sar. Límpiate los pies y espera ahí hasta que Fray Bernardino te mande a buscar —agregó señalando al banco.

Bajo la atenta mirada del franciscano, el viejo limpió lo mejor que pudo el barro de sus plantas en la hoja de hierro que junto a la puerta servía a esos efectos. Después, con esfuerzo, alzó la canasta de flores y entró en el zaguán. Al sentarse en el banco, se alejó lo más posible de la regadera y puso la ca­nasta sobre las rodillas remendadas de sus calzones. Al hacerlo, un prolongado tintineo pareció salir de entre las flores blancas.

—A juzgar por tus arrugas y por lo acabado que estás, naciste y te crias­te en los tiempos de la idolatría, ¿no es cierto? —Dijo el fraile mientras asen­taba el nombre del visitante en el libro registro que había en su mesa—. La fe cristiana lleva en México cincuenta años y tú debes de andar por los setenta —agregó examinando el ajado e impávido rostro del viejo—. ¿Eres buen cris­tiano?

El viejo miró a través de la puerta del convento, por la cual había empe­zado a entrar la luminosa brisa de la mañana. “Estoy bautizado y creo en Dios y la Virgen”, respondió secamente.

—Y cómo te ganas la vida cristiana que el Señor te ha dado? ¿Vendes flores?

—Vendo lo que puedo —dijo Juan Vallejo—. Ora frutas, ora pájaros, ora camotes y calabazas, ora hierbas curativas... Ahorita estamos por mayo y bueno es vender ramos de izquixochitl.

—Pues sí que vendes cosas —dijo el franciscano—. ¿Sabes qué? —Agre­gó levantándose de la silla y dirigiéndose hacia el banco—. Te voy a comprar todas las flores que traes. Se ven frescas y huelen bien. Las izquixochitl que puse el lunes en el altar de la Virgen ya se están marchitando.

—No puedo venderlas. Vendidas y pagadas ya están —dijo Juan Vallejo abrazando la canasta como si temiera perderla—. Dos veces no puedo ven­derlas.

—A ver, viejo tunante —dijo el franciscano cambiando el tono de su voz—. ¿Qué es lo que he oído sonar cuando moviste la canasta? ¿Dinero? ¿Qué traes ahí bajo las flores?

—Pues nada —dijo Juan Vallejo echándose protectoramente sobre la ca­nasta—. Hierba mojada para cuidar las flores.

— ¿Y bajo la hierba qué ocultas, desgraciado? ¿Algo robado?

—Nada robado —protestó Juan Vallejo—. Juro por la Virgencita que na­da robado.

—A ver, indio ladrón! —exclamó el franciscano, su grueso cuello con­gestionado-. ¡Déjame ver lo que llevas ahí!

—No es nada de nadie —dijo el viejo mirando al fraile a los ojos—. Son cosas mías no más... cosas viejas de indios.

—Te digo que me dejes ver, indio idólatra! —grito el franciscano asien­do la canasta y tirando de ella una y otra vez.

Mientras ambos hombres forcejeaban, la figura de un anciano fraile apa­reció calladamente en la puerta del zaguán que daba al patio del convento: ¿Qué ocurre, Fray Ambrosio?”, preguntó éste con suave y hermosa voz. Fray Ambrosio, dejando de forcejear, se separó del banco y se volvió ha­cia el anciano sacerdote. “Este hombre, Fray Bernardino”, dijo jadeando un poco, “lleva algo oculto en la canasta... No sé... a lo mejor cuchillos”.

Al escuchar el nombre de Fray Bernardino, el viejo alzó la cabeza de en­tre las flores: “Vengo de parte de don Diego”, dijo con voz firme, como si la mención de ese nombre bastara para librarlo de toda sospecha.

—Dejad en paz a este hombre, Fray Ambrosio. Lo que trae en la canasta es cosa mía —dijo Fray Bernardino, y dirigiéndose al viejo agregó:
—Sígue­me, Juan Vallejo. Tenemos mucho de qué hablar y ya se va haciendo tarde. ¿Trajiste todas tus cosas?

El viejo, sin responder, se puso con dificultad la canasta en la cabeza y si­guió a Fray Bernardino al interior del convento.


Hacía treinta años que Fray Bernardino trabajaba tenazmente en su His­toria general de las cosas de Nueva España. Es cierto que a lo largo de ellos no siempre había tenido el apoyo de sus superiores. Unas veces se le negaba el dinero para pagar a escribanos e informantes, y otras se le ordenaba emplear el tiempo en asuntos más próximos a los objetivos de los franciscanos en México, bien predicando por los pueblos de la región de Texcoco, bien ense­ñando latín en los colegios de la orden. Pero habría que concluir que lo que más contribuía a demorar la terminación de dicha obra era, duda no cabe, las proporciones monumentales de ésta. A diferencia de las obras de otros histo­riadores de Indias, la de Fray Bernardino incluía dos tratados diferentes: uno que recogía en lengua náhuatl el material suministrado por centenares de vie­jos mexicas, gente de buena reputación que había vivido los tiempos de Moctezuma y recordaba las pasadas creencias y costumbres del país, y otro que él mismo redactara en castellano.

Cuando Fray Bernardino invitó a Juan Vallejo a pasar a su oficina —una espaciosa habitación del convento San Francisco el Grande llena de escriba­nías, atriles, mapas y anaqueles llenos de resmas de papel y rollos de ma­nuscritos—, acababa de iniciar la revisión de los doce libros que comprendía la versión náhuatl de su Historia. Para ese día, Diego de Grado, el escribano que le servía de secretario, le había concertado citas con tres ancianos. Las informaciones habrían de servir para la redacción final de los párrafos dedica dos al dios Tezcatlipoca. Fray Bernardino no conseguía plasmarlos a su gus to aunque no sabía la razón. Lo que en realidad ocurría es que, hombre del Renacimiento al fin y al cabo, el fraile tendía a asociar las deidades mexicas con las del panteón grecolatino. Estos paralelismos, si bien a veces funcionales, no lo eran tratándose de ciertas deidades que se resistían a la compa ración. Tezcatlipoca, en quien el fraile se empecinaba en ver los atributos de Júpiter, era una de ellas.

Dios principal de la cosmogonía mexica, Tezcatlipoca representaba las fuerzas inescrutables que regían los destinos humanos. Era el más temido de los dioses, pues sus actos eran impredecibles y rara vez escuchaba a aquéllos que le pedían favores; más aún, nunca se sabía si los escasos mo­mentos de felicidad que proporcionaba no acarrearían a la postre las más dolorosas desgracias. Moraba en el cielo, y desde allí otorgaba la vida. No obstante, cuando bajaba a la tierra, solía desencadenar guerras, hambrunas, plagas, sequías, terremotos y toda suerte de calamidades sin que nadie su­piera por qué. Su nombre, “espejo de humo”, aludía a la impenetrabilidad de lo sagrado, a la ubicuidad de lo ilusorio, a las fieras amenazas que ace­chaban todo proyecto humano, al golpe de azar que enredaba el hilo de una vida o simplemente lo cortaba. Nada pasaba inadvertido para Tezcatlipoca. Ningún tiempo y lugar le eran ajenos. Por eso se le llamaba el Señor del Aquí y del Ahora; por eso se decía que toda existencia transcurría en la pal­ma de su mano.

Naturalmente, Tezcatlipoca había tenido su templo en la vieja ciudad de México —ya nadie usaba el nombre Tenochtitlan. Pero para que su invisible presencia no pasara inadvertida ni siquiera un solo día, un imitador arnbulante lo representaba de continuo por calles y plazas. Este imitador, o doble humano del dios, era un joven escogido de entre los más bellos esclavos. Su educación, impartida en secreto por esquivos sacerdotes, era exhaustiva Y hondamente transformadora: concluida ésta, el joven se convertía en un ava­tar de la divinidad. Según uno de los informantes de Fray Bernardino, “este mancebo, acompañado de ocho pajes, andaba por todo el pueblo muy ataviado, ora danzando al tañido de su flauta, ora oliendo flores, ora sorbiendo el humo de su caña de tabaco, según se acostumbraba entre los dioses y gran­des señores. Llevaba el rostro pintado de negro, el color de lo sagrado, y en la cabellera, larga hasta la cintura, lucía plumas blancas; llevaba al cuello una guirnalda de izquixochitl y un sartal de piedras preciosas; llevaba zarcillos de oro en las orejas y ajorcas de oro en los brazos y tobillos, y de su rica manta guindaban cascabeles de oro que hacían su musiquilla al andar. Los pasajes que ejecutaba con la flauta no se parecían a nada que antes se hubiera escu­chado; sólo él podía bailarlos. Saludaba graciosamente a los que encontraba, y sus palabras eran tan sabias y delicadas que nadie alcanzaba a compren­derlas. Todos sabían que el joven transeúnte era la imagen de Tezcatlipoca y se postraban delante de él, adorándolo donde quiera que le topaban”.

El joven divino había de representar a Tezcatiploca por espacio de un año, contado éste a partir de la fiesta del dios. Esta fiesta, cuya fecha era mo­vible y caía después de la Pascua, se llamaba Tóxcatl y era una de las más in­tensas y exigentes del calendario mexica. Veinte días antes de llegar su fecha, el ritual que concernía al joven sagrado cambiaba radicalmente: la tintura de su cuerpo era lavada, sus cabellos eran cortados y arreglados a la manera de los más prominentes guerreros, y se le ofrecían cuatro doncellas con nom­bres de diosas para que lo acompañaran en el lecho. Cinco días antes de lle­gar la fiesta, el emperador se retiraba a la intimidad de su palacio y le cedía al joven su trono y su corte. Celebrábanse entonces cuatro solemnes ban­quetes y bailes de homenaje, uno por cada día, en distintos lugares de la ciu­dad. Llegado el día del Tóxcatl, ya saboreados todos los deleites de la vida, el joven tomaba la suntuosa canoa del emperador y cruzaba el lago acom­pañado de su séquito. Al llegar a un solitario punto llamado Caoaltopec, de­sembarcaba bajo las lamentaciones de sus mujeres y criados. Allí, asistido sólo por sus ocho pajes, subía voluntariamente las gradas de un pequeño templo. A cada paso de ascenso que daba, quebraba una de las flautas con la que había tocado. Al llegar al último escalón y romper la última flauta, los sacerdotes del templo se arrojaban sobre él y lo arrastraban hacia una piedra. Allí era sacrificado, ofreciéndose su corazón al sol.

A esa misma hora, en la ciudad, un nuevo joven era iniciado como Tezcatlipoca. Mientras su doble moría de un golpe de cuchillo en el mezquino y apartado templo de Coaoaltepec, éste asistía al baile de gala del Tóxcatl, celebrado con pompa en los recintos del Gran Templo, al pie del imponente teocali de la Plaza Mayor.

Diego de Grado pertenecía a la segunda generación de mestizos nacida en México. Bizco y enclenque de nacimiento, había buscado equilibrar estas deficiencias con el estudio del latín y de las cuatro artes liberales del cuadrivio. Fray Bernardino, su maestro y tutor, le tenía especial aprecio, al punto que lo usaba como traductor de náhuatl, escribano, secretario y sustituto en las clases de latín que dictaba a los colegiales del convento. De todos los co­laboradores del fraile, Diego de Grado —o Dieguillo, como lo llamaba Fray Bernardino— era el único que había hecho sinceramente suya la empresa de la Historia general de las cosas de Nueva España. Huérfano de padre y madre, Fray Bernardino había conseguido alojarlo en el convento y que le dieran de comer en la cocina. Como siempre andaba ocupado, no tenía amigos ni pres­taba mucha atención a lo que ocurría a su alrededor. Esto molestaba a algu­nos frailes que, al sentirse ignorados, opinaban injustamente que era hombre orgulloso. De tanto en tanto Fray Bernardino ponía en su mano unos pocos reales, los que usaba para ir al ropavejero del mercado y sustituir alguna prenda ya demasiado zurcida. Era hombre pulcro y religioso, y todas las no­ches pedía por la salud de su maestro. Si alguien le hubiera preguntado cuál era su principal deseo, habría respondido que ver completamente termina­dos y pasados en limpio todos los libros de la Historia. Justamente, hacía apenas unos días, cuando el fraile decidiera revisar de nuevo muchos de los textos, había preparado a la carrera una agenda de trabajo. Para la primera semana de aquel mes de mayo debía buscarse informantes que hablaran so­bre Tezcatiploca y la festividad del Tóxcatl.

Con su habitual diligencia, Dieguillo recorrió las calles de la ciudad durante tres días en busca de informantes varones que pasaran de los sesenta años (Fray Bernardino, como cuestión de principio, no empleaba a mujeres). Nada fácil resultaba su pesquisa, pues la ciudad de México se hacía notar en­tonces por su escasez de ancianos. A esto había contribuido, claro está, la ex trema mortandad causada por las masacres de la conquista y las privaciones de la reconstrucción. Pero además de estas calamidades, la población local había sido barrida por sucesivas epidemias. Así las cosas, Dieguillo sólo pu­do encontrar cinco ancianos que le merecieran confianza y consintieran ayu­dar al fraile a cambio de tres reales por sesión.

Dieguillo había sabido de Juan Vallejo de manera indirecta. Una mañana, al detenerse en el atrio de la Catedral para explorar los dislocados recuerdos de un mendigo, una mujer desgreñada que vendía tamales en el mismo rin­cón había insistido que su padre sabía mucho de los viejos ídolos. “Cuando se rellena bien de pulque”, había agregado, “se pone a hablar de Tezcatlipoca hasta caer dormido.” La mujer le había dado a Dieguillo las señas de la casa, advirtiéndole que la mejor hora para encontrar a su padre era al anochecer.

Esa misma tarde Dieguillo se dirigió a la casa de Juan Vallejo, situada en el otro extremo de la ciudad, en un barrio miserable que llamaban Santa Inés. Gracias a su rápido paso, en menos de dos horas dejó atrás las iglesias de la Vera Cruz y de Santa Catalina y llegó al gran convento de Santiago. Para acortar camino, decidió cruzar en diagonal el vasto rectángulo del mer­cado de Tlatelolco, a pesar de que a aquella hora comenzaba a llenarse de gente de mala calaña. Mientras se escurría por entre dos indios borrachos y un zambo de mirada torva, pensó que si el doble de Tezcatlipoca caminara por allí no alcanzaría a dar ni siquiera diez pasos. Aquella gentuza —al tropezar con el zambo había sido llamado “bizco de mierda”— lo cosería a pu­ñaladas en un santiamén para robarle todo el oro y las alhajas que llevaba arriba. Finalmente, luego de chapotear por los charcos de un sendero ane­gado, llegó a la casucha de Juan Vallejo.

La mujer le abrió la puerta y resultó que el viejo aún no había llegado. “Pase su merced y siéntese, que ahorita busco el anafe y le recaliento un ta­malito.”

Dieguillo le echó una mirada a la silla desfondada y a los mugrientos pe­tates, y declinó la invitación. “El calor me ha quitado el hambre... Mejor es­pero afuera.”

A punto ya de entrar la noche, la mujer le indicó a Dieguillo un viejo bo­rracho que, con una canasta en la cabeza, se acercaba haciendo eses por el sendero. “Ahí lo tiene”, se quejó. “Tan borracho viene que parece un trom­po. El poco dinero que hace se lo bebe en pulque. Si no fuera por mis tama­les, hace rato habríamos muerto de pura indigencia.”

Cuando el viejo vio a Dieguillo junto a la puerta, trató de componerse lo mejor que pudo. Sólo que al subirse la cuerda con que ataba sus calzones, perdió el equilibrio y dejó caer la canasta. Al intentar recogerla, se fue de cabeza y cayó boca abajo en el barro. “¡Habráse visto!”, gritó la mujer furiosa alzando al viejo por los sobacos hasta ponerlo en pie. “¿No le da vergüenza llegar a su casa así? ¿Qué pensará de usted don Diego, que ha venido a ver lo para algo que nos conviene? ¡Téngase derecho no más! ¡A ver, estése quie­to!”, agregó mientras le quitaba el barro de la cara con su despeluzado chal.

Para disimular su embarazo, Dieguillo se había puesto a recoger las flo­res blancas que habían saltado de la canasta, volviéndolas a poner dentro de ella. Al terminar, se sacudió las manos y dijo que vendría en otra ocasión. Ya se hacía tarde y las calles no eran seguras de noche.

—Espere su merced —rogó la mujer sujetando a Dieguillo por la capa y tirando de ella—. No tiene que molestarse en venir. Mañana me lo llevaré conmigo a la Catedral. Estaremos en el mismo rincón donde su merced me encontró, que mucha falta nos hacen esos tres reales.

Dieguillo, temiendo por su capa, asintió, dio las buenas noches y echó a andar por donde había venido, pidiendo a San Cristóbal que le permitiera llegar bueno y salvo al convento. “Menos mal que hay luna llena”, murmu­ró para darse ánimos. Al tomar una curva del sendero encharcado, oyó a lo lejos los insultos que la mujer le dirigía al viejo.

Al otro día, muy de mañana, Dieguillo consultó el asunto de Juan Vallejo con Fray Bernardino. Este tomaba a pequeños sorbos su chocolate caliente Y nada respondió hasta que no hubo terminado. “Hace más de diez años el nombre de Juan Vallejo me fue dado por un informante de confianza. No se me ocultaron sus defectos y por esa razón no lo busqué. Ahora que lo has encontrado, te digo lo siguiente”, y alzó el índice al cielo como si estuviera predicando: “La Divina Providencia no suele llamar dos veces a la puerta. Vete a la Catedral y ofrécele seis reales”.

Dieguillo encontró a la mujer y al viejo en el rincón del atrio. “Aquí 10 tiene su merced”, dijo la mujer. “Con estropajo lo restregué y le puse ropa limpia”, y dándole un codazo al viejo, le ordenó: “A ver, dígale algo a don Diego.”

—Buen día tenga su merced —obedeció el viejo sin apenas levantar la vista.

Dieguillo, para no prolongar más el asunto, fue directo al grano. Le dijo al viejo que Fray Bernardino de Sahagún, del convento San Francisco el Grande, se interesaba por él; le dijo que le ofrecía seis reales a cambio de que respondiera sus preguntas sobre el ídolo Tezcatlipoca; le dijo que debía estar dispuesto a hablar libremente, pues nada había que temer.

— ¿He oído bien? —dijo la mujer palmoteando de alegría ¡Seis reales! ¡Ya no nos echarán de la casa, bendito sea Dios!

—Seis reales es dinero —dijo el viejo con su voz baja y ronca.

—Claro, seis reales si la información es buena. Si no lo es, sólo serán tres o cuatro —dijo Dieguillo con precaución.

—Buena ha de ser —dijo la mujer—. Ya escuchará su merced muchos misterios y maravillas de los viejos tiempos.

Juan Vallejo, saliendo del rincón, pasó por sobre la cazuela de tamales y dio unos pasos por el atrio. Luego de mirar la gente que iba y venía por la plaza, se volvió hacia Dieguillo con un gesto resuelto: “¿Cuánto me da el fraile por mis tesoros?”

— ¿Qué tesoros, infeliz? —gritó la mujer alarmada—. Si no tiene usted donde caerse muerto.

— ¿Cuánto? —repitió el viejo ignorando a la mujer.

Dieguillo, tomado de sorpresa, no respondió de momento. “Nada recibi­rás si es algo robado”, advirtió.

—Los tesoros son míos —dijo el viejo con dignidad.

—Ave María purísima! —Lloriqueó la mujer— Loco se me ha vuelto de tragar tanto pulque.

—Son cosas que tengo guardadas —dijo el viejo alzando la cabeza, dán­dose importancia frente a la mujer—. Cosas mías, cosas de Tezcatlipoca —aña­dió triunfalmente.

Dieguillo supuso que el viejo se refería a los papeles pintados que servían de escritura a los antiguos mexicas. Fray Bernardino guardaba una preciosa colección de ellos, con la cual pensaba ilustrar los libros de su Historia. Ya no quedaban muchos de estos papeles, pues concluida la conquista se ha­bían arrojado al fuego por entenderse cosas del demonio. De vez en cuando algún informante de Fray Bernardino se sacaba uno de entre las ropas y lo ofrecía en silencio. Todavía se ahorcaba a la gente por idolatría y traficar con aquello era cosa peligrosa.

— ¿Cuánto me da el buen fraile? —repitió el viejo, en sus ojos legañoso1 el brillo de la esperanza.

—Pues no sé —dijo Dieguillo—. Quizá diez o doce reales. Habría que ver lo que tienes... Esa es cosa de Fray Bernardino, no mía —concluyó.

La mujer, asombrada de lo que oía, había caído en silencio. Desenvolviendo un tamal, lo empezó a mordisquear lentamente.

—Entonces llevo todito al convento —dijo el viejo—. ¿Mañana?—preguntó.

Dieguillo sacó del bolsillo el papel de las citas y lo consultó. “Mañana no, Fray Bernardino tiene ocupado todo el día. Podría ser, vamos a ver.., pasado mañana, temprano, que tiene dos visitas en la tarde”.

—Mejor —dijo Juan Vallejo—. Así quizá su merced me ayuda.

— ¿Ayudarte a qué?

El viejo se aproximó a Dieguillo y le susurró al oído largamente. La mu­jer, saliendo de su estupor, gritó llena de furia: “¡Se va usted al carajo con todos sus secretos y tesoros! ¡Ya usted no es más mi padre!”, y arrojando al suelo los restos del tamal, alzó la cazuela y sin mirar atrás se metió en la iglesia.

Dieguillo no sabía qué hacer. Dejando al viejo en el rincón, empezó a pasearse nerviosamente por el atrio. El asunto había cobrado un rumbo in­sospechado, un rumbo lleno de complicaciones que nada tenía que ver COO su vida de traductor y escribano. Echándole su aliento de pulque trasnocha­do en la cara, Juan Vallejo le había pedido que lo acompañara esa noche al bosque de Chapultepec, donde al pie de un árbol tenía sus cosas enterradas Claro, se daba cuenta del temor del viejo. Si alguien lo veía desenterrando papeles pintados, podía ser acusado de idólatra. Por otra parte, si él estaba presente, todo podía aclararse dejando caer el nombre de Fray Bernard1no. Todavía indeciso, se volvió hacia el viejo. Apenas pudo creer lo que vio. Sin importarle la gente que entraba y salía de la iglesia, Juan Vallejo orinaba altivamente, como si estuviera más allá de todo prejuicio humano, dirigiendo su abyecto chorrito al hueco del rincón.

Dieguillo bajó precipitadamente las gradas del atrio y abandonó el caso de Juan Vallejo a la Divina Providencia.

Fray Bernardino empujó suavemente al viejo dentro de su oficina y le in­dicó que pusiera la canasta sobre una mesa. Después, con un gesto delicado, despidió a Dieguillo, que pasaba en limpio los apresurados garabatos de las notas tomadas el día anterior. Al notar en su secretario señales de sorpresa, le dijo que no tomara a mal sus deseos de hablar a solas con Juan Vallejo. “Tú siempre serás mi mano derecha, mas pienso que en este caso es mejor para nuestra obra que este hombre me diga sólo a milo que tiene que contar”.

Al salir de la habitación, Dieguillo no pudo menos de echarle una rápi­da mirada a la canasta. Pero salvo el perfumado túmulo de izquixochitl que casi se desbordaba de ésta, ninguna otra cosa parecía haber allí. Un tanto de­fraudado, salió de la oficina, y sin nada mejor que hacer, recordó de pronto que aún no había desayunado y fue rumbo a la cocina.

Fray Bernardino, que por esa época ya se desenvolvía bastante bien en náhuatl —también había aprendido a leer los jeroglíficos de los papeles pin­tados—, se dirigió a Juan Vallejo en esa lengua. Siguiendo su costumbre, lo primero que le preguntó fue cuál había sido su nombre original y bajo qué signo astrológico del antiguo calendario había nacido. La experiencia le ha­bía demostrado que sus informantes, al ser llamados por sus nombres mexi­cas y remitidos a las viejas tradiciones, se sentían más seguros y hablaban con mayor libertad.

—Me llamaban Uitztli —respondió Juan Vallejo sin mirar al fraile. Nací en Tlatelolco... un día orne tochtli.

—No es buen día —observó Fray Bernardino al punto—. Día de los Cua­trocientos Conejos, día de borrachos.

—Sí —respondió lacónicamente el viejo, revolviéndose en la silla. Sus manos ennegrecidas y acabadas empezaron a temblar sobre sus rodillas.

Fray Bernardino guardó silencio por un rato. Cuando le pareció que el indio estaba más tranquilo, le preguntó: “¿Qué llevas en la canasta que quie­ras mostrarme?”

Juan Vallejo pareció no escuchar la pregunta del fraile. Permaneció calla­do, tieso en la silla, la mirada baja.

— ¿Acaso quieres vender algo? —Preguntó ahora el fraile—. ¿Tal vez viejos papeles de maguey?

Juan Vallejo continuó con los labios apretados, mirándose los dedos lamentables y desparramados de sus pies.

Fray Bernardino se levantó del sillón, se dirigió a un pequeño armario y sacó un vaso de plata y un frasco de vino. “¿Quieres vino?”

Juan Vallejo movió la cabeza negativamente. Después, alzando la vista, escrutó el rostro del fraile. “Soy —empezó a decir con un temblor en la voz— soy... Tezcatlipoca.”

Fray Bernardino parpadeó y, como la imagen de madera de algún santo generoso, permaneció de pie con el brazo extendido y el vaso de vino en la mano.

—Soy el último Tezcatlipoca —dijo Juan Vallejo mostrando sus malos dientes en una especie de mueca—. El que no pudo morir. El que no pudo ofrecer su corazón al sol. El que caminaba por las calles cuando cayó Tenochtitlan.

Fray Bernardino asintió. En su rostro apareció una lenta sonrisa de com­prensión. “Ya veo”, dijo turbado en español. “Claro, ese año ya no hubo Tóxcatl y se acabaron para siempre los sacrificios humanos”, y alargando de nuevo el vaso, añadió: “Bebe, el vino te hará bien”.

Juan Vallejo bebió el vino de un trago y, sin dar siquiera las gracias, se puso de pie, apartó al fraile rudamente y fue hasta la canasta. Al volcarla, ull hermoso campanilleo flotó en la habitación. Sobre las flores y la hierba apa­reció una diadema de oro con un espejo de obsidiana engarzado en medio de la cinta, varias ajorcas de oro y sartales de piedras preciosas, un par de largos pendientes de jade, una flauta de hueso y un manto de algodón re­matado con numerosos cascabeles de oro.

— ¡Válgame Dios! —exclamó el fraile llevándose las manos al bonete, rompiendo la envoltura de delicados modales con que protegía sus más vi­vas emociones.

—Todo lo vendo —dijo Juan Vallejo en español—. Todo para vender —repitió agitado, tomando el manto y sacudiéndolo en el aire hasta producir un intolerable cascabeleo—. ¿Cuántos reales me da el buen fraile? Muchos reales. Muchos y muchos reales quiero. Nada es robado. Indio borracho soy, indio de mierda soy mas no ladrón. Todo es mío... Mira cuánto oro... Muchos reales... —y dejando caer el manto al suelo, cayó de rodillas sobre éste y se cubrió la cara con las manos.

—Dios se apiade de ti, desgraciado —dijo el fraile con su dulce voz—. No hay dinero en el mundo que pague justamente ni por tus pertenencias ni por tus recuerdos. Yo no puedo ayudarte. Sólo Dios puede hacerlo.

El indio se incorporó despacio y, tomando la diadema, fue hacia la úni­ca ventana de la habitación. Al llegar frente a ésta, la alzó ceremoniosa­mente hacia el sol. Entonces un súbito rayo de luz cegó la vista de Fray Bernardino. Cubriéndose los ojos con el brazo, el fraile retrocedió hacia la puerta sin conseguir otra cosa que tropezar con un atril, caer al suelo con éste y golpearse la sien con la esquina de un librero. Allí, sus sentidos col­gando de un delgado hilo de consciencia, sintió que alrededor suyo la ha­bitación se deshacía: el chasquido de la madera al romperse, las páginas de su obra revoloteando como pájaros... Aún presa del vértigo, Fray Bernardi­no escuchó una elusiva música de flautas y campanillas. Abrió los ojos con esfuerzo y, tras la fina lluvia de sangre que caía en la habitación, vio al dios en toda su gloria, tocando su flauta y danzando ágilmente por sobre las pi­las de papel y los muebles rotos.


Concluido su desayuno y sin otra cosa que hacer, Dieguillo decidió dar una vuelta por la Plaza Mayor a ver si encontraba a algún otro viejo que sir­viera como informante. Al dejar atrás la oficina de su tutor, no pudo resistir la tentación de saber qué ocurría del otro lado de la puerta. Volviendo sobre sus pasos, pego la oreja a la madera: lo único que escucho fue su respiración ansiosa y el culpable batir de su corazón. Extrañado por el largo silencio, en­treabrió la puerta y asomó la cabeza. Al principio pensó que no había nadie en la habitación, pero al mirar hacia abajo vio a Fray Bernardino en el suelo con la frente ensangrentada.

Cuando Dieguillo regresó con Fray Romualdo, antiguo cirujano militar que tenía a su cargo la enfermería del convento, su tutor había logrado sen­tarse en una silla y miraba a su alrededor con ojos extraviados. Mientras Fray Romualdo lavaba la herida, Dieguillo paró sobre su base el atril y reco­gió del suelo las hojas de la Historia general que habían estado sobre éste.

—A Dios gracia no es nada serio —dijo Fray Romualdo—. La herida dejó de sangrar; es tan pequeña que ni siquiera hay que coserla. Iré a la cocina por un tazón de caldo, que es lo mejor para recuperar las fuerzas.

—Caldo no —dijo Fray Bernardino, iniciando una débil sonrisa— Chocolate caliente.

—Chocolate será —dijo Fray Romualdo, contento de ver que su amigo era el mismo de siempre—. Ya lo decía yo. Fue más el susto que otra cosa. Ahora a descansar. Mañana estará como nuevo. Cuidado con esos atriles —recomendó desde la puerta—. A la edad nuestra hay que mirar bien donde se pisa.

Una vez ido Fray Romualdo, Dieguillo llevó a su tutor a la pequeña habitación contigua que le servía a éste de dormitorio. Después de arroparlo solícitamente en la cama, le preguntó con su habitual delicadeza si estaba solo cuando ocurrió el accidente.

—No viene al caso —respondió Fray Bernardino, y moviéndose bajo la frazada volvió el cuerpo hacia la pared.

Al día siguiente, cuando Dieguillo fue a interesarse por la salud de su tutor, se lo encontró paseando tranquilamente por el patio, como era su costumbre después de desayunar. Sobre su sien derecha había una leve hinchazón y una gota de sangre coagulada. En el momento en que Dieguillo iba a reconvenir al fraile por la poca atención que le prestaba a su salud, la campana de la portería sonó tres veces: la señal de que algo insólito ocurría.

Fray Bernardino y Dieguillo fueron de los primeros en llegar a la porte ría. Allí estaba Fray Ambrosio, el portero, la cuerda de la campana todavía en sus manos. Sin aguardar a que llegaran todos los frailes, Fray Ambrosio comenzó a dar noticia de lo ocurrido: el indio viejo que había venido por la mañana con una canasta de flores, un tal Juan Vallejo, se había metido en un confesionario vacío de la Catedral. “Allí se quitó sus andrajos y salió vestido como un rey idólatra, luciendo joyas y oro por todo el cuerpo. Cosas ro­badas sólo Dios sabe dónde”, aclaró con una mirada de triunfo que recorrió a Fray Bernardino de arriba a abajo. “Después salió al atrio y allí empezó a tocar la flauta y a bailar. Claro, los mendigos se le echaron encima y lo dejaron desnudo en las gradas. Restablecido el orden, se vio que el viejo idólatra tenía una puñalada en el corazón.”

— ¿Qué se hizo de todo el oro? —preguntó un fraile.

—Fue confiscado por la guardia del virrey.

— ¿Y el muerto? —preguntó otro.

—Lo tienen sobre un petate en la Plaza Mayor. Nadie lo ha reclamado —respondió Fray Ambrosio—. No saben qué hacer con él y se habla de arrastrarlo por las calles para dar ejemplo a los idólatras.

Fray Bernardino no hizo ninguna pregunta ni ningún comentario. Dejó el bonete en un banco del zaguán y, echándose sobre la cabeza la capucha del hábito, algo que rara vez hacía, salió apresuradamente del convento.

Regresó fatigado y de mal humor. Cuando Fray Ambrosio se le aproxi­mó para devolverle el bonete, pretendió no verlo y atravesó el zaguán con los brazos cruzados sobre el pecho y el rostro escondido entre los pliegues de la capucha. Ya en su oficina, Dieguillo lo vio abrir el armario de un tirón y dejar junto al vaso de plata los pedazos de una flauta rota.

—¿Desea su merced que me quede hasta terminar con estos papeles? —preguntó el escribano.

El fraile asintió con un gruñido y, luego de echarse la capucha a la es­palda con un gesto brusco, le dijo a su discípulo que ya era hora de dejar en paz a Tezcatlipoca, que ya era hora de dejarlo y de pasar a ver qué otros tex­tos de la Historia precisaban revisión.

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*Antonio Benítez Rojo. Paso de los Vientos. Editorial Plaza Mayor, San Juan, 1999.



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